Aunque desde la infancia todos la conocen con un diminutivo —por compartir el mismo nombre con su madre—, la fuerza brota a raudales por la mirada y las manos desgastadas de Castorina. Temas como la maternidad, la mujer, el recuerdo o el abrazo son constantes en la obra de esta artista maragata que moldea la piedra con golpes firmes y recibe al visitante sin dejar de sonreír. Castora Fe Francisco Diego (Astorga, 1928), nos espera en su casa, en una galería soleada por donde se cuelan las últimas luces del atardecer. Alrededor, esculturas, pinturas, gatos somnolientos y una extraña serenidad que resulta contagiosa cuando ella toma la palabra.
Dicen de ti que eres una de las máximas representantes de la escultura contemporánea española en vida.
Dicen tantas cosas… pero no les hago caso [ríe]. Porque sin querer, todos somos un poco vanidosos, y si lo tienes en cuenta se puede convertir en una semilla de prepotencia o de arrogancia, y eso me repatea. Por eso yo paso, yo ya paso de todas esas cosas.
Pero al final es un reconocimiento que te has ido labrando —como tus piedras— con los años…
Sí, soy una persona todoterreno, pero nunca he salido a poner bandera, ni colgadura, ni nada. Vienen a casa a entrevistarme, eso sí [ríe]. Y la verdad es que es muy cómodo, porque además hago amigos.
¡Es muy fácil conectar contigo!
Tengo facilidad para hacer amigos, es verdad. Pero es porque me parece que las personas tienen un valor tremendo. Eso no quita para que veces ande con pies de plomo, porque también hay mucho granuja… pero yo paso de ellos también, no los juzgo.
Censurar es horrible. A mi edad ya no se juzga a nadie, se admite a las personas como son, todas maravillosas. Cada vez prescindo de más cosas. La sencillez me parece una maravilla.
No es mala filosofía. De todas formas, las alabanzas, ¿han llegado demasiado tarde, o estas cosas vienen cuando tienen que venir?
No, han llegado cuando han querido [ríe]. Pero es un reconocimiento sencillo, humilde, yo no quiero ser más…
Teniendo en cuenta el contexto político y social de España durante la primera década de tu vida, ¿hubo tiempo para la infancia o las circunstancias obligaban a madurar deprisa, incluso a los niños?
Tuve una infancia muy especial, a pesar del contexto complicado. Éramos cinco hermanos y en mi casa había necesidad, pero nunca hicimos tragedia de ello.
Mi padre [Florentino de Francisco] estuvo perseguido políticamente, y a pesar de todo, nunca guardó rencor ni nos lo inculcó a nosotros. Tocaba muy bien la guitarra y con ella nos quitaba las penas. Reunía a toda la familia, templaba su guitarra y cantábamos a dos o tres voces. No hay mejor manera de ahuyentarlas. Decía que con el sufrimiento no se podía vivir. Era un hombre maravilloso. Era mi padre, pero sobre todo era mi amigo.
Y mi madre era una bendita. Recuerdo una mañana en la que nos levantamos y nos dijo: «hay que ir a pedir limosna, que en esta casa no hay pan». Fíjate la manera en la que ella nos enseñó a vivir, que lo recuerdo como un día precioso. Vivíamos con muy poquita cosa. No había ningún capricho, pero tampoco lo añoré nunca. Quizá por eso soy como soy, muy asequible. Vivo a mi aire.
Es una infancia dura, pero en la que encuentras espacio para comenzar a amar el arte en todas sus vertientes. He leído que de niña te gustaba mucho bailar, la música y la danza.
¡Mucho! Mi madre nos compraba las típicas alpargatas blancas de la época, y yo las rompía todas en muy poco tiempo. Me gustaba saltar con ellas como las bailarinas, y las dejaba hechas polvo… [ríe].
La música me encanta, pero la danza me fascina. Y ese sentimiento también tiene su reflejo en mis obras. Disfruto mucho modelando cuerpos, sobre todo si están en movimiento. Es como pensar, como soñar, como hacer verso.
¿Es verdad que tus primeros pasos en el modelaje fueron con la cera de una vela?
Sí. Estuve malita de pequeña y pasé mucho tiempo en cama. Como la luz eléctrica que teníamos no era muy potente, me llevaban una vela a la mesilla de noche y fue con esa cera que caía con la que empecé a modelar. Hacía figuras, cuerpos pequeñitos, como fetiches y me lo pasaba muy bien.
Al estar enferma pasaba mucho tiempo sola, sobre todo cuando mis hermanos se iban al colegio. Les tenía una envidia… porque ellos aprendían las cosas de manera disciplinada y yo era como una salvaje [ríe]. Pero la verdad es que siempre destaqué precisamente porque me dejaron ser salvaje. Como era una niña sentenciada, me mimaron mucho, y me dejaron al libre albedrío. No fui a la escuela y eso, cuando vas siendo un poco mayor, te crea un complejo muy grande. Piensas que todo el mundo está por encima.
Fue mi madre, mientras cosía o repasaba los calcetines en la galería, la que me iba enseñando las reglas básicas, a leer… Guardo muy buenos recuerdos de esos momentos. Se moría de risa conmigo porque no ponía acentos ni nada [ríe].
También pasaba mucho tiempo leyendo libros de arte o revistas ilustradas —como La Esfera— que tenía mi padre.
Es curioso cómo muchos niños que, por circunstancias, han tenido que pasar tiempo en cama durante la infancia, han desarrollado un gusto y un conocimiento profundo de determinadas artes y disciplinas.
Sí, porque no estás sometido a una obediencia específica. A veces la escuela coarta al niño, y lo dice una persona que ha trabajado durante veinticinco años en la enseñanza como profesora de dibujo.
Trabajé con todo el cariño que pude, y todavía recibo muy emocionada cartas de alumnos que me siguen escribiendo, pero había muchas cosas del sistema que no entendía. Por ejemplo, no concebía tener que dar todas las clases metida en el aula. Me gustaba poder sacar a los chicos a la calle, dar la clase al aire libre para que pudieran ver otros puntos de fuga, y entender todo lo que implica la perspectiva. Lo que hacía era intentar ganarme a los directores de los centros para poder impartir las clases a mi modo.
¿Y lo conseguías?
Pues, como todo en la vida, algunas veces así, y otras no [ríe], pero había que intentarlo.
Antes de esta etapa como docente pasas por la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. ¿En esa época era común ver a una mujer en ese contexto?
Pues no, porque además fui la primera mujer que vieron en San Fernando con pantalones. Los llevaba por comodidad, no por snob ¿eh…? [ríe]. También llevaba un mandilón rayado —como el de los pimenteros que se ponen en el mercado—, que me hizo mi hermana y que llamaba mucho la atención.
Los cinco años que pasé en Madrid fueron un poco aventura. Para entrar teníamos que pasar un examen previo, una prueba de dibujo, y el lugar desde donde lo hacías —donde te tenías que sentar a hacerlo—, se rifaba.
¡Qué curioso!
Sí, porque en función de dónde te tocara tenías mayor o menor visibilidad de la pieza que tenías que dibujar, más o menos facilidad para captarla, para hacer su sombreado… No me tocó en el mejor de los sitios, pero me admitieron, que era lo importante. Me acuerdo perfectamente, me tocó dibujar una escultura griega, la Venus de Milo.
Lo pasé estupendamente, aquel ambiente me entusiasmó. Todos los alumnos hablábamos el mismo lenguaje, y eso era precioso. Conocí a personas de todos los países. Uno de mis profesores decía que en su clase tenía reunido al mundo entero. Y sí, era la única chica entre diecisiete chicos.
¿Por qué crees que hay tan pocas mujeres escultoras?
Porque es muy trabajoso y tiene que gustar mucho la materia. Hoy se trabaja distinto a como empecé yo, pero entonces no teníamos herramienta eléctrica y era todo a base de golpes. Tengo las manos sacrificadas del todo, cada dedo mira para un sitio [ríe]. Nunca las aseguré, porque desde luego no tenía esas pretensiones, pero las he martirizado mucho.
¿Qué tiene de romántico el trabajar con las manos? ¿Nos estamos perdiendo algo dejando de lado los oficios tradicionales y el trabajo artesanal?
Muchísimo. La artesanía es tan bonita porque, entre otras cosas, practicarla te permite ir conociéndote a ti mismo. Además, también te concede la posibilidad de expresar lo que muchas veces no podemos con palabras. Puedes tener un día triste, de angustia, en el que no das por tu vida un real; eso queda reflejado de manera patente en tu obra y aun así, puede resultar muy bello.
Ahora todo se hace con máquinas, hasta el mismo pan. Tiene sus ventajas, pero no deberíamos abandonar nunca el trabajo con las manos. Yo ahora, por ejemplo, también soy hortelanera. Todo el mundo tendría que tener un cachito de huerto, la gente sería mejor.
De todas formas, nunca me conformo con lo que me dan hecho, no me gustan los patrones únicos. De principio soy rebelde, muy rebelde.
¿Es una actitud necesaria para llegar a ser un artista?
Creo que sí, porque es fruto de ese espíritu rebelde de donde puede nacer una forma de ver distinta, una manera de ver las cosas que diferencie tu obra del resto. Hoy en día se copia mucho. Yo por ejemplo, tengo a una escultora alemana —cuyo nombre no daré—, que me está copiando.
¿Cómo es eso?
Sí, como te lo cuento. No me ha hecho mucha gracia, la verdad. En su momento, cuando empecé a ver por dónde iba su obra, ya le dije que cuando un artista copia a otro se está desacreditando. Que en realidad no crea nada, sólo copia, imita, pero no sirvió de nada, porque sigue igual… Algunos amigos me dicen que no me preocupe, que se está buscando y yo les contesto que lo que creo que está haciendo es perderse…
Lo bonito es, dentro del conocimiento que tú tienes, crear tu propio estilo. Que la gente vea una obra tuya y la reconozca. Que tenga tu sello. Si desaparece el sello, desaparece la persona. Así lo concibo yo.
Proseguimos, si te parece, con tu biografía. Hay un momento particularmente interesante que es tu viaje y estancia en París (1962-1966). Abandonas la España del franquismo para encontrarte con la «Ciudad de la Luz», más abierta a las influencias culturales, a las vanguardias…
Esa fue otra aventura, sí. ¡A mí es que me vienen las cosas de golpe y porrazo! En ese momento hacía trabajitos de talla en madera —adornos de mesas, copetes de armarios…— para poder comprar libros, porque en mi casa había muchos, pero no eran los míos, y yo quería mi propia biblioteca.
El ebanista para el que trabajaba se fue a vivir a París contratado por un gran restaurador, y con el tiempo, me llamaron a mí también. Me escribió desde allí y a mí se me abrieron las alas. Trabajaba en el cuarto de la caldera de la calefacción porque París es muy frío, pero aproveché mucho la estancia. Los sábados y los domingos los dedicaba a visitar sus museos. El de Rodin, por ejemplo, que es impresionante. Sus piezas tienen tanta fuerza… aunque le cogí un poco de manía porque fue un tramposo con las mujeres [ríe]. La casa musealizada de Balzac, el Teatro de las Naciones de París donde representaban las mejores obras del año… visité todo lo que pude. Fue una experiencia encantadora.
Los críticos comienzan situando tu obra pictórica, precisamente, en el impresionismo clásico antes de avanzar hacia el paisajismo. ¿Algún autor referencial?
No, me gustan todos, pero como referente nunca he tenido a nadie. No puedes tener uno sólo elegido por que sí. En eso he sido muy inquieta. Manet, Monet, Degas, Renoir… Todo el impresionismo francés fue muy bueno. Me apasiona el colorido de Marc Chagall, pero también Picasso, por ejemplo, que aunque fue un gran copista de muchos, sacó sustancia de todos.
Viajar, conocer otros lugares, otras gentes, ¿es un alimento para la inspiración?
Es alimento para todo, porque sales de tu protección, de tu zona de confort. Pero también se debe combinar con la soledad y el sosiego. Es decir, primero te tienes que llenar de todo (experiencias, lugares, gentes…) y luego necesitas tener un espacio de silencio y de recogimiento para poder exteriorizarlo. Tienes que encontrarte a ti mismo con todo aquello que has guardado en tu cabeza y tu alma. Así si tiene sentido, pero viajar por viajar de aquí para allá… eso no me va.
¿Y cómo es eso de trabajar mano a mano con un escultor japonés?
Una maravilla. Desde la Fundación Cerezales Antonino y Cinia decidieron encargar a Tadanori Yamaguchi la conversión a gran formato de mi Maternidad de 1995. Trabaja de manera diferente porque es minimalista, pero al final es como si fuera un maragato más [ríe].
El día de la colocación de la pieza fue muy gracioso. La gente estaba muy expectante y se paró el tráfico en el pueblo y todo. Tuve que decidir su ubicación, que al final es una responsabilidad, porque la disposición de una pieza así también es crucial para que se pueda disfrutar de manera correcta.
¿Un buen escultor debe ser antes buen dibujante?
Por supuesto. Estos escultores de ahora que son minimalistas no necesitan ese dibujo académico, o tan académico al menos, pero aun así tienen que saber dibujo. La escultura es dibujo por todos los lados.
¿Qué necesitas para «dibujar» tus esculturas?
Trabajo con una maza que me regaló mi padre y que siempre llevé en la maleta fuera donde fuera. Pesa un kilo y tiene el mango cortito para poder percutir bien. Para el labrado y talla de piedra basta con puntero, cincel y gradina. El puntero te ayuda a desbastar, la gradina va uniendo las formas y el cincel te permite el acabado. Hoy en día usan además otras herramientas, pero es más complicado.
Mi amigo el escultor Amancio González, me regaló una radial pequeñita, pero apenas la uso porque «me pone loca», tengo que quitarla enseguida. Me da miedo, es muy agresiva, y todo lo que es agresivo no me gusta.
Alguna vez has dicho que la piedra te persigue, que no te puedes liberar de la piedra.
Trabajo con barro, con bronce y, sobre todo, con piedra. Adoro el barro, porque es dulce, es cariñoso, tiene una tonalidad estupenda, es maravilloso de modelar y te da una materia definitiva. La terracota, por ejemplo, tiene una calidad preciosa. Fíjate en todos esos guerreros de terracota que hicieron en Xian. Son una preciosidad. El bronce también es estupendo, porque es permanente, dura siempre, pero no es lo mío.
Pero sí, lo que más me gusta es la piedra. Además casi todas las piezas son espontáneas, es la propia piedra la que me va diciendo qué quiere, es la que manda.
¿Qué sientes al tener que desprenderte de ellas, de tus obras?
Es bastante ingrato, pero afortunadamente no lo he tenido que hacer en muchas ocasiones. No me gusta hacer copias. A lo mejor estoy confundida, o no soy de este tiempo, pero a mí me gusta que haya una sola pieza, que sea única y no una copia o reproducción.
Tampoco me agradan las fechas. Cuando me dicen que algo tiene que estar para dentro de un mes y un día, me da la sensación de que estamos hablando de una sentencia y no de arte. Soy muy rebelde también para eso.
Sólo tengo una serie de nueve esculturas de las que hice siete copias de cada una hace unos años. Me convencieron en su momento, pero no me gusta hacerlo. Soy consciente de que es la única manera de explotarlo, de poder vivir de ello, pero es que yo no vivo del arte. Nunca he vivido de él. Me ha ayudado, pero no he vivido del ello. No vivo de la escultura, sueño con la escultura nada más.
Tanto en la pintura como en la escultura tu obra tiene una tendencia a la introspección, al abrazo, a la ternura…
Ese es mi sello, mi identidad. Siempre que puedo le doy ese toque femenino. La maternidad en mi obra es algo central y sentido. Mi casa es como una guardería, siempre hay niños por todas partes en mis dibujos y esculturas. La maternidad es un don maravilloso que nos dieron a las mujeres, y es el principio de todo. El genio está ahí, porque al final ¿qué es lo primero que se crea? Un hijo. Todas las madres son escultoras.
El hombre o la figura del padre, ¿juegan entonces algún papel en la obra de Castorina?
Me dicen que soy muy femenina, que dibujo y esculpo temas femeninos —la maternidad, el parto, el dolor, el sufrimiento de las mujeres—. Pero soy femenina porque es lo que yo vivo y conozco. Si viviera también lo de algún hombre… Viví la experiencia de mi marido Alfredo, pero no es lo mismo.
Él era muy especial, por eso le quise, si no, no entra en mi vida. Yo nunca había querido casarme porque me parecía muy difícil tener que congeniar con una persona, y no quería renunciar a mis sueños, a las cosas que a mí me gustaba hacer.
¿Qué pasó entonces?
¡Que apareció Alfredo! [ríe]. Nos conocimos por casualidad —como casi todas las cosas de mi vida— en su pueblo (Liegos), en la montaña. Él sí que era una obra de arte. Era duro, íntegro. A mí no me gustan los hombres que se doblan o se adaptan. Era duro, pero también un pedazo de pan, un encanto. Me mimó mucho, siempre fue un detallista. Más que un chispazo fue un cañonazo. Ante la grandiosidad de la montaña y su delicadeza conmigo me quedé rendida. Por qué poca cosa se puede enamorar uno… qué bonito.
¿El arte, como el amor, es algo imprescindible?
Sí, no se puede vivir sin arte. Soy de las que piensa que todo es arte. Una mujer cuando se levanta y se empieza a peinar está haciendo arte. Se está poniendo bella. ¡Cómo no va a ser eso arte! La figura humana es lo más maravilloso que hay, es lo que más se asemeja, dicen, a la divinidad. Y yo lo creo. Tiene mil formas, mil gestos, voz, mirada… un compendio de cosas maravillosas.
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