Tomando prestadas las palabras del escritor lacianiego Luis Mateo Díez, el filandón «consiste en una reunión vecinal […]. El escenario habitual era el de la cocina. Allí, al amor de la lumbre y dentro de la tradición clásica de contar cosas, se desarrollaba una velada […] que se celebraba nocturnamente después de la cena y preferentemente en épocas invernales. En contraposición a esta reunión nocturna existía una vespertina que se llamaba el calecho y que se hacía después de ordeñar». Pedro Trapiello apunta que «en el filandón caben toda suerte de narraciones disparatadas, de hechos truculentos y de leyendas», y José María Merino afirma que «es una institución con elementos socializadores, un sistema gratuito de información general, de transmisión de ideas, donde los niños aprendían. Era el momento lúdico del día».
Luis Mateo, Pedro Trapiello y Merino pronunciaron estas palabras, grabadas sobre el papel en un interesante libro de la colección Breviarios de la Calle del Pez, cuya primera edición data de 1984. El Filandón de San Pelayo, de José Carlon, es una remembranza literaria de la película de Chema Sarmiento El Filandón (1984), una de las más importantes aportaciones de la modesta producción cinematográfica leonesa al universo del séptimo arte. A través de las conversaciones con el director del film y con los actores principales, el autor del libro desgrana los entresijos de un rodaje del que ahora nos separan más de tres décadas, tiempo suficiente para que podamos apreciar su valioso testimonio cultural, histórico y acaso antropológico.
EL FILANDÓN: LA PELÍCULA
La cámara dispara un plano picado desde lo alto de una loma. Abajo, la campa amarillenta se despliega por el suelo del valle en un paisaje coloreado por las avanzadas fechas del otoño. La niebla que se desliza sigilosa por las colinas ayuda a completar una estampa fría y desapacible. Sólo el suave relieve y los meandros de mil regatos que tratan de engordar al río —indigno aún de llamarse Boeza—, rompen la armonía de la planicie. También sopla el viento. A veces acierta a silbar acordes agudos. La pequeña ermita, levantada con piedra y pizarra según es costumbre en la arquitectura local, es la única prueba de que la mano del hombre ha pasado por aquí.
El zoom se acerca despacio y el espectador percibe un suave tañido. A ras de suelo, descubrimos que alguien se acerca, se detiene frente a la fachada de la ermita y contempla la campana moviéndose sola. Es un hombre que, sin poder ocultar un gesto de preocupación, agacha la cabeza meditabundo. Sabe lo que esa señal significa. Se da la vuelta y regresa sobre sus pasos, ya que debe disponerlo todo para un nuevo encuentro.
Así comienza El Filandón, la película con la que el director berciano José María Sarmiento se ha ganado un —modesto— lugar de privilegio en la escueta nómina del cine leonés. Vista con la distancia generacional adecuada, todavía conserva un aroma conmovedor que cautiva. Tal vez sea por la ventana abierta al pasado, por su capacidad para escarbar en el mito y en el misterio o por la condición amateur de sus intérpretes.
Acerca de las líneas del guion que dieron forma al argumento, cabe destacar que se basan en una leyenda enraizada en las montañas del norte y ambientada en la Edad Media, en la más que remota era de los reyes leoneses. La parábola del niño Pelayo, martirizado en terreno andalusí y convertido en santo por obra y gracia de la necesidad histórica sirve como punto de partida para trasladar al espectador hasta una solitaria ermita rural, donde bajo la advocación de San Pelayo, se viene practicando la costumbre del filandón desde hace generaciones. La única particularidad es que es el propio santo quien decide el momento en el que los contadores de historias deben acudir a su llamada.
Quien mejor conoce el lugar es el santero, responsable de su cuidado y de atender las necesidades de la llamada divina. Él es quien nos revela las dos señales inequívocas que llaman al filandón: la campana de la ermita comienza a repicar sin que sea el viento quien la mueva, y el agua de los arroyos cercanos abandona su textura cristalina para adoptar un misterioso color rojizo. Pero esta vez el santero se encuentra con un problema de difícil solución: la despoblación ha vaciado de vecinos los pueblos de los alrededores, y no hay modo de reunir a cinco narradores, como es costumbre. Lo único que se le ocurre, que no es poca cosa, es invocar a un puñado de escritores de la que tal vez sea la generación más importante de autores leoneses contemporáneos: Pedro Trapiello, Antonio Pereira, José María Merino (leonés de adopción), Luis Mateo Díez y Julio Llamazares.
Como ordena la tradición los narradores llegan por distintos caminos para reunirse con el santero a la puerta de la ermita. Pereira es el último en llegar, se queja del frío y comprueba que falta alguien. «¿Qué pasa con Julio?», pregunta. Llamazares, a quien hemos visto en otra escena trabajando en su despacho frente a la máquina de escribir no puede acudir a la cita, pero fiel a su palabra se ha disculpado personalmente ante el santero y le ha entregado un poema recién salido del horno que este habrá de leer durante el filandón.
Dentro de la ermita pronto se respira un ambiente propicio para la imaginación. Bajo el resplandor de velas y cirios, sombras intermitentes se proyectan en las paredes agrietadas mientras los participantes, sentados frente al altar, alimentan una pequeña lumbre que les mantendrá calientes durante el filandón. Luis Mateo Díez es el primero en tomar la palabra, recordando aquellos encuentros rurales antediluvianos donde las mujeres hilaban al calor del hogar, los hombres barruntaban y el vigor del mocerío se combinaba con romances y canciones. Es precisamente él quien cuenta la primera de las historias. Después de que Merino le alcance una botella para aliviar la garganta, Luis Mateo comienza su relato, «Los grajos del sochantre».
Pedro Trapiello toma el relevo en el Filandón, quien propone un relato cíclico escrito con la intención de ser representado en la pantalla, donde la inocencia no es más que el disfraz con el que se oculta un oscuro mal. Lleva por título, «Láncara».
Entre cuento y cuento, entre trago y trago, se suceden bromas y conversaciones donde todos opinan sobre los más relevantes asuntos de la historia y la mitología leonesas, terrenos en los que a menudo quedan desdibujadas las fronteras entre lo real y lo deseado: lo que tiene que ver con la momia de doña Sancha, las janas y las ninfas que viven entre las aguas del lago de Carucedo, la costumbre del Generalísimo de pescar en los ríos de la provincia y otros muchos pasajes en los que la magia, desprovista de ligaduras, invade lo cotidiano.
Cuando le llegue el turno a Antonio Pereira, conoceremos un relato que José María Merino califica de suave melancolía erótica y nostálgica: «Las peras de Dios». Y sucede que al término de la historia, el director de la película, Chema Sarmiento, se atreve a jugar con la posibilidad de romper la cuarta pared. Los participantes en el filandón creen haber escuchado murmullos en el exterior, en mitad de la campa y de la noche gélida. Dominados por la curiosidad se acercan al ventanal y miran al espectador a través de los barrotes:
—¿Ves algo? —pregunta Trapiello.
—No se ve absolutamente nada —responde Merino—. Está oscurísimo.
—Yo os digo una cosa —apunta Luis Mateo Díez asomándose por un lateral—. Aquí hemos venido a contarle historias al santo, pero estoy completamente seguro de que hay alguien ahí fuera escuchándonos.
¿Y quién puede ser ese alguien que escucha lo que sucede dentro de la ermita y sigue atentamente cada una de las historias narradas —el filandón— desde un lugar oscurísimo? No es otro que el espectador en la butaca del cine. Pero ellos no lo saben, porque en la película los escritores se han convertido en personajes llenos de virtudes, defectos, miedos y arrestos.
Toma la palabra José María Merino. Con «El desertor» viajamos al tiempo de la guerra civil y un pueblo donde el luto y el pesimismo más cruel parecen haberse apoderado de todo. En mitad de todo eso, una historia de amor, y un desenlace que se nutre de las historias que el autor escuchó desde niño en su Galicia natal.
Cada vez que un cuento se agota su narrador apaga una vela de un soplido, como si fuera el símbolo del deber cumplido o del paso del tiempo, que poco a poco avanza en la fría madrugada.
El filandón va tocando a su fin. El santero abre un sobre del que saca un papel arrugado. Es turno para las letras del escritor ausente, Julio Llamazares, quien no aporta un relato, sino un trágico poema que describe con versos afilados el más doloroso y apocalíptico de los escenarios que es capaz de imaginar. Su poema nos lleva de la mano a la quinta historia, onírica y autobiográfica, titulada «Retrato de bañista». Su protagonista no es otro que el propio Llamazares, quien pretende regresar al pueblo de Vegamián desaparecido bajo las aguas del embalse del Porma.
Con ella se extingue la última vela. El santo parece haberse quedado satisfecho. Se abre la puerta de la ermita. En el exterior vuelve la luz del día. Reunidos junto a la entrada, los escritores se preguntan cuándo volverá a sonar la campana, aunque nadie puede saberlo. Por el momento es tiempo para las despedidas y el regreso a casa, sabiendo que jamás podrán olvidar una noche como aquella en la que narraron historias a un niño santo, simplemente porque ese fue su deseo.
EL FILANDÓN: MÁS ALLÁ DE LA PANTALLA
José María Merino aguarda. Nos observa con mirada profunda y gesto serio mientras formulamos la pregunta. Está sentado en el sofá del salón de su casa de León. Su lenguaje no verbal transmite una serena comodidad. «¿Que cómo fue eso de convertirme en actor?», repite. En ese momento se incorpora y mira fijamente a la cámara que ya le ha tomado medio centenar de instantáneas durante la entrevista. «Hazme una foto. Mira cómo miro a la cámara y hazme una foto». Dicho y hecho; encuadre, enfoque, disparo. ¡Clic-clac! Entonces sonríe, regresa a su anterior postura y continúa divertido: «► Eso me lo enseñó Chema Sarmiento. (Me decía,) ¡Merino mira a la cámara! ¡Merino no mires a la cámara…! La verdad es que fue una experiencia fantástica donde lo pasamos maravillosamente. Con los pocos medios que tenía, Sarmiento hizo una película deliciosa».
En el libro El Filandón de San Pelayo (José Carlón, 1984), Chema Sarmiento confiesa que la idea para la película apareció en su cabeza durante una noche en la que no podía dormir, «una de esas noches en las que se piensan multitud de cosas». El proyecto pretendía reunir historias escritas por diferentes manos en las que se pudiera determinar un punto de encuentro que les diera cierta unidad. Localizados los autores y expuestas las condiciones del proyecto común, dice el director que le pareció interesante que «la participación de los escritores no se circunscribiera sólo a dejarte el relato sino que existiera un contacto muy próximo y estrecho para que la idea siguiera siendo de sus creadores». Fue así como Luis Mateo Díez, Merino, el desaparecido Antonio Pereira, Pedro Trapiello y Julio Llamazares se convirtieron en actores cuando ya eran creadores. Aunque en realidad, se estaban interpretando a sí mismos.
El relato con el que José María Merino ameniza la velada nocturna en la ermita, lleva por título El Desertor, y fue publicado por vez primera en Los Cuentos del Reino Secreto (1982), una colección en la que el autor pone sobre la mesa algunos de los temas que serán recurrentes a lo largo de su obra: los sueños, la muerte y los mundos que se entremezclan para formar una única realidad. La historia se ambienta en un contexto histórico propicio para lo irracional y lo incomprensible como es la guerra civil española, un periodo que para Merino desprende «una sensación ominosa», como define en el libro de José Carlón.
Estamos ante uno de los pocos escritores españoles con valentía y capacidad para dignificar toda esa parte de la literatura, en la que la ciencia-ficción o la fantasía vinculada al arraigo y a los miedos primarios del ser humano, juegan papeles esencial en la trama narrativa. El honor que otorga la titularidad de una silla de la Real Academia Española no le impide reconocer el valor como escritor de un tal Stephen King mientras elogia a Cervantes, ni tiene reparos en desgranar frente a sus entrevistadores —convertidos en alumnos—, la figura del aparecido como un arquetipo recurrente en las historias, orales y escritas: «Nos sigue poniendo los pelos de punta porque es el único ser sobrenatural que permanece en el paquete de la ficción y que nos permite creer en él. Los aparecidos son los muertos, nuestros muertos, nuestros fantasmas que siguen con nosotros siempre y que permanecerán a nuestro lado hasta que muramos. Cada vez que se recuerda a alguien, vuelve a aparecer. Es algo muy arraigado en la cultura oriental pero también en la nuestra. Cuando yo era niño todavía había muchos pueblos de León en los que dejaban encendidas las cocinas por la noche, por si las ánimas de la casa acudían a calentarse. Es algo que lleva con nosotros desde siempre, está en la imaginación originaria».
José María Merino es un gran estudioso de los mecanismos orales mediante los que se transmite la cultura, y también de los grandes mitos de la humanidad. Sabedor de que «hay en el hombre una necesidad de contar y de que le cuenten cosas» —como afirma en la entrevista para el libro de Carlón—, es un defensor a ultranza del filandón, que incluso llegó a practicar fuera de las cámaras durante los días que duró el rodaje de la película de José María Sarmiento. «Cuando acababa la jornada, el equipo de producción, que era gente muy cosmopolita, se iba a la ciudad de León a pasar la noche, pero nosotros quedábamos en el pueblo. Allí confraternizábamos con la gente, y precisamente una de esas noches, los del pueblo quisieron reunirse con nosotros. Nos juntamos en una cocina y entonces las señoras y los señores nos pidieron que les contáramos cuentos. Lo más divertido fue que tomó la palabra un hombre que decía haber escrito unos poemas dedicados a la Virgen del Pilar. Leyó un romance sobre un pastor y una pastora que se bañaban desnudos en el río y las truchas pasaban entre sus cuerpos, y… ¡Oh, Virgen del Pilar! (ríe). Era tan bonito que se lo pedimos para publicarlo y él no quiso, porque decía saber los duros que valía. Fue una experiencia muy divertida que vivimos como un filandón de verdad».
Más de treinta años nos separan de aquel rodaje y de aquellos filandones, el que registraron las cámaras y de los que sólo disfrutaron los allí presentes. Muchas cosas han cambiado desde entonces: el destino de la provincia, el modo de hacer cine, o la trayectoria literaria de los escritores-protagonistas. Pero bajo lo aparente, bajo la superficie, subyace algo que permanece inalterable: el deseo del ser humano por narrar y escuchar historias. Es algo que nos conecta con cualquier rincón del mundo, con cualquier momento de la historia, con un pastor de los Urales o con un cazador del Neolítico. Al caer la noche, al juntarnos alrededor del fuego, nos embarga a la necesidad de cerrar los ojos y abrir los oídos para descubrir la historia de un reino lejano o conocer lo que ha pasado al otro lado de la calle. Hoy en día el fuego es una pantalla de televisión y en torno a ella seguimos reuniéndonos a diario para escuchar, para ver, para imaginar. Por eso siempre es buen momento para descubrir —o repasar— El Filandón de Chema Sarmiento. Porque nos gustan las buenas historias y porque en esta cinta, tenemos a los mejores narradores.
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