Son espacios de ensoñación e inspiración colectiva. Escenarios perfectos donde dar rienda suelta al diálogo entre las artes. Lugares que propalan trampantojos de lo que pudo ser y no es, o relatos implacables sobre lo que sí fue. Espacios donde podemos tener atisbos de nuestra propia existencia, extraviarnos en la oscuridad junto al niño lobo de Merino, o acurrucarnos y revolvernos en las sábanas blancas junto a un Luis Mateo Díez que dormita en el cine Ariadna. Con el tiempo, los cines monosala y los clanes familiares que históricamente han ejercido como propietarios y mantenedores de este modelo de exhibición en España, se han visto obligados a despertar —de manera más o menos abrupta— y tomar decisiones.
El siglo XXI no se lo ha puesto fácil. Es cierto que ya a finales de los años ochenta el negocio estable y sin sobresaltos que había sido hasta la fecha comenzaba a tambalearse. Entonces surgía, entre otras cosas, un nuevo modelo de empresa de exhibición cinematográfica: el multicine. Espacios hasta con seis salas independientes, cada una de ellas con su propia pantalla y un número reducido de butacas. Con los noventa llegaron las televisiones privadas, la popularización del video doméstico, los videoclubs y la construcción de multiplex (centros de exhibición con más de ocho pantallas) y los megaplex (con más de veinte salas). Se trataba de una tercera generación de cines, nacida con el propósito de un negocio más amplio a través de una oferta multiproducto vinculada a los grandes centros comerciales. Pero el cambio de siglo trajo consigo la democratización de Internet, los sistemas P2P para compartir archivos y las más recientes plataformas digitales como Netflix, que han marcado un punto de inflexión definitivo en la industria. Como única alternativa para poder salir adelante, los propietarios de los cines han tenido que hacer una arriesgada apuesta en favor de la tecnología. Sólo el tiempo dirá si los resultados son los esperados.
Esta es la historia, por entregas, de los últimos cuatro cines de sala única, gestión privada y dedicación exclusiva al séptimo arte que quedan en León y provincia. Toca ponerse cómodos. Las palomitas, esta vez, corren de nuestra cuenta.
CINE MARY (CISTIERNA)
Luís Sánchez Gómez (Cistierna, 1959) se lo piensa durante un instante. ¿Habrá tercera generación al frente del cine Mary?, le preguntamos. «Puede que alguno de nuestros sobrinos se haga cargo, sí», dice al fin. El suyo es un negocio familiar «desde la primera piedra». Fue su padre, Víctor Sánchez García, quien construyó el edificio que en octubre de 1964 se inauguró con la proyección de Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961) como Cine Mary, «en honor a mi madre», apunta Luís. Toda la familia colabora, pero son Luís y su hermano Marco los que, en la actualidad, se encargan de su gestión y mantenimiento diario.
Desde entonces ha llegado a contar hasta con ocho personas contratadas. «Ha habido épocas en las que teníamos un operador de cámara, dos acomodadores, un portero, personal de limpieza… Pero ahora eso es completamente inviable. Nosotros barremos, distribuimos la cartelería, llevamos las redes sociales, contratamos la película y la devolvemos». Esta es sólo una de las medidas que han tenido que tomar para conseguir que en el número 23 de la calle La Unión de Cistierna los focos no se hayan apagado nunca en cincuenta y tres años de vida. «Comenzamos dando sesiones de lunes a domingo. Luego se empezó a descansar los miércoles y, a día de hoy, sólo proyectamos sábado, domingo y lunes. De otra forma, sería la ruina. Sólo con lo que nos cuesta calentar la sala…», nos cuenta Luís.
Desde la platea, de un vistazo rápido, comprobamos el inusual tamaño de este cine rural de dos alturas. «El cine nació con un aforo de ochocientas catorce butacas, aunque se ha ido remodelando con el tiempo, y ahora contamos con quinientas dieciocho localidades». A finales de los noventa se eliminaron algunas filas, pero fue en el año 2007 cuando acometieron la reforma principal ayudados por el Ayuntamiento. Con motivo de la celebración del Sorteo de la Lotería Nacional el dos de junio de ese mismo año, se instaló un gran escenario que, a día de hoy, emplean para complementar las proyecciones con otro tipo de actividades culturales, como conciertos, teatro o festivales infantiles. «Cuando todavía funcionaban las minas, de vez en cuando también venían compañías de cante. Recuerdo a los mineros, como locos, cantando con Antonio Molina aquello de Esa voz es una mina», nos dice Luís sonriente.
El tiempo de la minería ha quedado atrás en la comarca, pero el envidiable entorno natural de la zona ha convertido a la localidad de Cistierna en escenario cinematográfico en varias ocasiones. Julio Sánchez Valdés —natural de La Ercina— rodó de manera íntegra su Luna de Lobos (1987) por estos lares, de manera que sus principales protagonistas ocuparon butacas contiguas a las de los propios vecinos, muchos de ellos extras y figurantes en un largometraje cuyo estreno, dice Luís, «fue un bombazo. Todos estuvieron por aquí, Santiago Ramos, Álvaro de Luna, Antonio Resines… Cuando proyectamos películas o documentales sobre la zona o rodados por aquí, el público responde muy bien. Villaviciosa de al lado [Nacho G. Velilla, 2016], por ejemplo, sólo tiene un par de escenas, pero vino mucha gente. Y con Mi Valle (2016), Mario Santos logró movilizar a toda la Montaña. Fue increíble. Vino gente que no había pisado el cine nunca. ‘¿Por dónde se entra?’, me decía uno; ¿Cuántas salas son?, otro. Mario se emocionó mucho, estaba ilusionadísimo».
Luís reconoceque lo habitual es contar con una clientela más reducida pero fiel, que él ha llegado a proyectar para un único espectador y que, hasta donde su memoria alcanza, es «aquella película de Leonardo DiCaprio» [Titanic], la cinta que más espectadores ha reunido en la historia del Cine Mary. Además, el largometraje de James Cameron estrenado en España en 1998, fue uno de los últimos en proyectarse con descanso incluido. «Con películas de larga duración, como Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956), Ben-Hur (William Wyler, 1959) o Lo que el viento se llevó (Víctor Fleming, 1939), hacíamos descansos a la hora y media, y la gente lo agradecía, porque estar sentado tres horas tiene su mérito, ¡sobre todo en las butacas de entonces!», nos cuenta. Muchas han ido renovándose con el tiempo, de manera que gran parte de los asientos que revisten el cine actualmente —e incluso el de la taquilla—, proceden de otra sala clausurada hace años en la capital leonesa, el cine Condado. «En nuestro caso —prosigue Luís— los descansos no se hacían por necesidades técnicas, de cambio de bobina, sino para que la gente saliese al ambigú. Proyectábamos sobre la pantalla una diapositiva que decía ‘Visite nuestro bar’».
Situado en la planta principal del edificio, el ambigú se puso en marcha poco después de su inauguración, y desde entonces supone un importante apoyo económico para el negocio. «Solamente con el olor a palomitas la gente se anima más. Hay espectadores que hasta que no tienen su cucurucho no entran en la sala, aunque la película ya haya empezado», ríe.
La vinculación de este cisterniego con el séptimo arte se remonta a su más tierna infancia. «Correteaba por el cine cuando todavía estaba a medio construir, y hasta una vez me caí en sus cimientos y me quedé allí atrapado hasta que me escucharon llorar». Pasó su juventud entre bobinas y rollos de película, e incluso, cuando le tocó prestar servicio militar, ejerció como operador en el cine Costerón de su base de destino, El Ferral. «Cobrábamos diez pesetas la entrada y proyectábamos con una máquina muy potente en la época, una OSSA. El cine tenía aforo para setecientas personas y siempre acababa lleno de reclutas, daba mucha vida a los soldados».
Ya en el piso superior del cine Mary, en su sala de proyecciones, Luís se decide a compartir con nosotros el lado menos «mágico» de su profesión. Precisamente allí, en el corazón del edificio que le vio crecer, nos desgrana las tripas de un negocio, reconoce, plagado de altibajos. «El primer bajón fuerte llegó con los videoclubs. Aquí en Cistierna llegamos a tener tres o cuatro, y sí que lo notamos. Pero el golpe de verdad llegó con la piratería». Esta práctica, sumada al retraso con el que las películas de estreno asomaban a los cines rurales, les situó, desde principios de la década, en la cuerda floja. «Las películas llegaban al videoclub a los cuatro o cinco meses de haberse estrenado, por lo que todavía teníamos un margen con el que jugar, pero contra la piratería no podíamos competir de ninguna manera. Aquí jamás habíamos podido dar un estreno», nos cuenta.
La posible solución también vendría —paradójicamente y en parte—, de la mano de las nuevas tecnologías, con el salto al digital. «Era apostar por el cambio al sistema digital o morir». ¿El problema? La fuerte inversión que suponía la completa actualización de su sistema de exhibición. «En muy poco tiempo tuvimos que tomar una decisión que, en nuestro caso, implicó una inversión de más de setenta mil euros. Se cambió todo menos la pantalla, que sigue siendo la original. Sin ningún tipo de ayuda, ni del Ministerio de Cultura ni de la Junta de Castilla y León», nos afirma quejoso. «Es verdad que por el momento nos ha salido bien, pero nos la jugamos, y lo tuvimos que hacer solos, todos nos cerraron las puertas».
Este pasado junio se cumplieron cuatro años desde la proyección de la primera película de estreno y en formato digital. A Luís no se le olvidan, ni el título —Monstruos University (Dan Scanlon, 2013)—, ni los nervios previos. «Les pedí que me mandaran la película con bastante tiempo de antelación, para poder ‘ensayar’, probar varias veces antes de la noche del estreno. Pasar de proyectar en 35mm a proyectar en digital… ¡fue un susto terrible! [ríe]. Dentro del presupuesto, la empresa a la que le encargamos el proyector se comprometía a formarnos, pero fue un visto y no visto».
Este particular «volver a empezar» al que tuvieron que enfrentarse supuso, en primer lugar, hacer hueco para el nuevo aparato en cuestión, y aunque desmontaron su proyector más antiguo —el que funcionaba con una lámpara con electrodos de carbón—, mantienen a la vista la vieja máquina Philips FP 5/6, en cuyas lámparas todavía se puede leer el número de horas trabajadas tras su último recambio: 9.310. «Todavía recuerdo cuando las distribuidoras me decían que cuidara mucho las máquinas, porque nos íbamos a morir con el sistema de 35mm», nos cuenta Luís. Por ellas podían llegar a discurrir hasta cinco mil metros de celuloide. «Nos llegaban en sacos con seis o siete latas. Una película podía pesar treinta o cuarenta kilos. Ahora prácticamente no la ves, no llega a pesar ni cien gramos», nos dice mientras señala el pen drive que ha recibido hace unas horas con el estreno de ese fin de semana.
Hoy la película ya no se monta, se ingesta. Una vez recibido el disco duro o DCP (Digital Cinema Package), basta con cargarlo en el ordenador, introducir la clave que la misma distribuidora envía para cada cinta por correo electrónico y pulsar play. «Antes sentías la película, la palpabas. Ahora todo es más etéreo. Se ha perdido parte del romanticismo, pero hemos ganado, entre otras cosas, comodidad», reconoce Luís.
Nos lleva ahora al pequeño cuarto en el que pasó largas horas manipulando tiras de celuloide, montando y desmontando películas. Entre los afiches y los carteles clásicos de películas de todas las épocas que empapelan la estancia, nos llaman la atención varias cuartillas que, por sí solas, dan buena cuenta de la evolución de esta industria. La primera, una hoja de censura en la que se determina entre otras cosas, la edad recomendada de cada una de las cintas.
Las otras dos son una suerte de «chuleta» para el montador, que indicaban respectivamente las medidas de las películas y su gráfico de deterioro. «Tardábamos una hora larga en montarlas y otro tanto en desmontarlas, y eso si no estaban en muy mal estado. Había cines que las trataban muy mal y llegaban con piquetes que había que arreglar, o llenas de aceite que le echaban para que discurriera de manera más fluida por la máquina», dice Luís. «Incluso alguna vez nos mandaron los rollos descolocados, porque desmontaban tan rápido la película que el final te venía en la tercera lata, y casi proyectamos la película descolocada. Ahora esas cosas no pasan».
Sólo le pone dos peros al nuevo sistema de exhibición. En primer lugar, la impotencia de no poder solucionar posibles fallos. «Los proyectores de antes eran como los coches antiguos, cualquier cosa que les pasaba tenía fácil solución. Tú mismo lo arreglabas. Pero ahora, como la máquina diga que no empieza… sólo te queda llamar por teléfono y que te digan algo, tú no puedes hacer nada», nos dice. En segundo lugar, reconoce que la proyección en 35mm despedía una mayor luminosidad, «su color era más natural. La digital me resulta mucho más artificial, aunque supongo que será cuestión de acostumbrarse».
Con respecto al impacto económico Luís lo tiene claro. Ambos sectores —el de la distribución y el de la exhibición—, han salido ganando. «Cada copia analógica podía costarle a las distribuidoras entre mil y mil doscientos euros. Ahora, con el DCP ronda entre los sesenta y los cien. Además, tienen que hacer un número mucho menor de copias. Yo en cuanto la cargo en el ordenador se lo mando al siguiente cine, no tengo que esperar a proyectarla como antes». Para los propietarios de los cines, el respiro económico viene a través de los nuevos acuerdos de alquiler de las cintas. Para empezar, la más que cuestionada práctica de contratación por paquetes o lotes de películas —conocida como block booking [1]—, impuesta por las distribuidoras, ha quedado atrás. «Ahora ya no pagas un tanto alzado por el alquiler de las películas, sino que trabajamos a porcentaje con la distribuidora. Puede que el beneficio sea mínimo, pero nunca pierdes. Por ejemplo, si alquilas la película para proyectarla en su semana de estreno, la distribuidora se queda con el 60% de la recaudación y nosotros con el 40%. El porcentaje se va equilibrando con el paso de las semanas». A esta cifra hay que restarle, igualmente, el 21% del IVA y el porcentaje de pago a la SGAE (entre el 1,5% – 2%), en concepto de derechos de comunicación pública de autores e intérpretes y ejecutantes.
«Creo que si tuviera que volver al sistema antiguo, me plantearía hasta la jubilación», nos reconoce Luís. En ese caso ¿con qué película te despedirías?, le preguntamos. No lo duda ni por un instante: «¡Con Cinema Paradiso! [Giuseppe Tornatore, 1988]. ¿Con cuál si no?».
[1] Sistema por el cual al exhibidor se le suministra un conjunto cerrado de películas en el que hay una o dos grandes producciones de éxito asegurado, mientras que el resto de títulos se corresponden con cintas menores y de resultado incierto en la taquilla.
♦