Cirilo Santos, número 19. Esta es nuestra siguiente parada, a unos noventa kilómetros de nuestro último destino. La calle lleva el nombre del hijo del primer boticario de Santa María del Páramo, pero el verdadero protagonismo se lo lleva el cine Paramés.
El edificio lleva presidiendo la travesía desde su inauguración, en 1954, cuando el abuelo de José María Casado Cabello (Santa María del Páramo, 1959) decidió ampliar su negocio familiar. «Ya había puesto en marcha en 1928 el ‘Cine y Patio Casado’, y, como funcionaba bien, decidió construir este. La gente les llamaba el cine viejo y el cine nuevo, porque convivieron hasta los años setenta, cuando el primero de ellos cerró. Comenzaron proyectando cine mudo, y se llamaba así porque, en los descansos de la sesión continua daban baile», nos cuenta José María.
Ubicado en su día detrás de la iglesia del municipio, el ‘Cine y Patio Casado’ hoy es un bloque de pisos más, que, sin embargo, José María aún recuerda vívidamente. Fue su hogar —«Ahí me crié, en la zona de la vivienda que tenía el edificio»—, y también el escenario de sus primeros pasos en el mundo del cine. Su abuelo enseñó a su padre las artes del oficio y éste, a su vez, hizo lo propio con sus hijos, de manera que el apellido Casado lleva tres generaciones siendo sinónimo de amor por el séptimo arte en la zona del páramo leonés. «No descarto que haya una cuarta. Mientras siga funcionando…», contesta a nuestra pregunta.
De momento, el cine Paramés ha logrado convertirse en uno de nuestros cuatro fantásticos, en uno de los únicos cuatro cines de sala única, gestión privada y dedicación exclusiva al séptimo arte que quedan en León y provincia. El camino hasta aquí, nos cuenta, «no ha sido fácil».
Desde su inauguración con la proyección de El Manantial (King Vidor, 1949), el Paramés ha vivido y sobrevivido a todo tipo de circunstancias. «Este mundo es muy bonito, pero también muy esclavo. Antes teníamos un portero, una taquillera, alguien que se hacía cargo del ambigú, dos operadores… pero ahora lo hacemos todo entre mi hermano Santi y yo. Del cine no se vive, se subsiste. Antes lo combinaba con el trabajo en el campo, pero ahora, desde el cambio al digital, la cosa va un poco mejor», reconoce.
Ha vivido en primera persona las inclemencias de un negocio, el de la exhibición cinematográfica, al que la estabilidad abandonó desde finales de los años ochenta. El boom o auge repentino de los videoclubs a punto estuvo de hacerles colgar el cartel de «The End» definitivamente. «La taquilla bajó muchísimo en aquella época. ¡Si es que hasta en los bares ponían películas!», cuenta José María para, instantes después, apuntar el título de la cinta con la que comenzó a notarse esta primera crisis del sector en el cine Paramés: «fue con Volver a empezar [José Luís Garci, 1982]. Cuando la estrenamos, había dos personas en la sala. Estuvimos a punto de desaparecer».
Entonces, las sesiones eran los domingos, lunes y jueves. Este último convocaba a un gran número de personas de la zona que, de manera habitual «tenían la costumbre de venir a Santa María a comprar, de bares, a sellar la bonoloto, la quiniela… pero eso también se acabó porque la gente se ha marchado». El jueves también era el día elegido para la proyección de la llamada «sesión golfa».
José María recuerda entre risas las llamadas «luces de la moral», aquellas que en su momento —«Yo ya no lo viví, me lo contó mi abuelo»— se instalaban en las salas para que quedaran encendidas durante el espectáculo en pro de la moralidad. «Para evitar que las parejas se metieran mano, vamos», nos aclara divertido.
El segundo gran descenso de espectadores lo vivieron a partir de mediados de los noventa, con la llegada de Internet y la generalización de la descarga de películas. «Pasamos de tener 20.000 espectadores a 5.000 en un sólo año. Desde 1995 hasta 2004 la taquilla no hizo más que bajar», cuenta José María. En este tiempo, una única y gran excepción: «Titanic [James Cameron, 1998] fue el récord total. La película más taquillera del cine Paramés, sin duda. Se puso una semana entera seguida y logró llenar hasta atrás casi todas las sesiones. No recuerdo cosa igual».
Son palabras parecidas a las que recogimos días antes en el Cine Mary de Cistierna. De nuevo, nos encontramos ante el relato de dos hermanos, tercera generación de un negocio familiar, a los que, «el buque de los sueños» les hizo reflotar sus ilusiones de manera pasajera. Porque su verdadera salvación, en ambos casos, vino de la mano del cine digital. «Llegó un momento en el que las distribuidoras apenas hacían copias analógicas, y los espectadores ya no estaban dispuestos a esperar un mes o dos para ver un estreno. Era dar el salto al digital o cerrar», admite.
Coincidiendo con su sesenta aniversario, en julio de 2014, el cine Paramés estrena su nuevo equipo de proyección digital, y lo hace, además, con otra de las cintas que han marcado un hito en la historia del cine español: «La primera película que proyectamos con la máquina digital fue Ocho apellidos vascos [Emilio Martínez-Lázaro, 2014]. Entre la inauguración del nuevo proyector y la película elegida… ¡no te imaginas cómo estaba la sala! ¿Y sabes lo que nos pasó?», nos pregunta divertido. Negamos con la cabeza, expectantes. «La máquina se paró en mitad de la proyección. Todavía no habíamos instalado el extractor, era verano, y se concentró mucho calor en la sala de proyección. Los sensores de la máquina lo detectaron y se apagó automáticamente. Es muy sensible, ¡sabe más que tú!», ríe.
Pasado este primer «susto digital», José María sólo tiene buenas palabras para definir el cambio. «La calidad de la imagen y del sonido es mucho mejor, y tuvo muy buena acogida en la zona, la verdad. Ese primer año incluso aumentamos el número de sesiones, y proyectábamos también los viernes. Ahora tenemos una media de entre diez mil y trece mil espectadores al año. No me puedo quejar».
Ha sido la modernización más importante en la historia del cine Paramés, pero no la única. Las butacas, por ejemplo, han pasado de ser más de 350 asientos de sky duro, a 288 «mucho más cómodos, y más separados entre sí». También como el cine Mary, ha ido haciéndose a retazos de otras salas que fueron cerrando. «Durante años tuvimos butacas que procedían del cine Condado de León y el letrero de la fachada, el que pone CINE, lo traje del cine California de La Bañeza», nos cuenta.
Ya en el piso superior del cine Paramés, donde desde hace más de veinte años se encuentra el ambigú —«funciona a las mil maravillas. Cuando hay gente arden las palomitas»—, José María nos enseña la sala de proyecciones. Un cuarto presidido por la nueva máquina digital, cuya instalación corrió a cargo de la misma empresa que hizo lo propio cuando los primeros proyectores de lámpara con electrodos de carbón fueron sustituidos por los clásicos de 35 milímetros: Cinematografía Pereira de Madrid. «Tanto las máquinas como la pantalla ya se habían cambiado en los años ochenta, aprovechando unas ayudas del Ministerio de Cultura de la época», apunta.
Es cierto que los costes económicos derivados de la migración digital —en su caso, más de 80.000 euros— han corrido en exclusiva a cargo de los propios dueños de los cines. Pero también lo es, como nos cuenta José María, que hubo una época en la que las instituciones velaron y protegieron económicamente al sector. Las ayudas a las que hace referencia, se enmarcan dentro de las convocatorias de subvenciones a las empresas de exhibición cinematográfica para el acondicionamiento de las salas, que se mantuvieron durante el período en el que Pilar Miró ocupó el cargo de Directora General de Cinematografía en España.
Además, contaron igualmente con el apoyo de la Junta de Castilla y León que, a través de la Consejería de Educación y Cultura, durante años concedió subvenciones a titulares de salas de exhibición cinematográfica situadas en zonas rurales o de baja rentabilidad, «pero todo eso se acabó hace tiempo», nos cuenta resignado.
José María explica, paso a paso, la nueva mecánica de su renovada profesión. «La torta de la película ahora se llama DCP, ya no enhebramos la cinta, sino que la ingestamos, y no nos mandan sacos con latas, sino un disco duro y una clave por Internet… ¡Se acabó el romanticismo totalmente! Antes veías la película, la tocabas, la palpabas, e incluso la arreglabas. Ahora hasta puedes darle play a la película a distancia… Todo ha cambiado, pero es lo que hay, y yo me adapto a lo haga falta», nos dice en una sala de proyecciones donde la vista se nos escapa, instintivamente, a la butaca roja de sky que conserva desde la inauguración del Paramés.
Todo ha cambiado, es verdad, excepto el espíritu y las ganas con las que José María ha afrontado la metamorfosis de un sector al que sigue amando y respetado como el primer día. Entramos con él en la última de las estancias que nos quedan por visitar. El espacio donde antes se almacenaban bobinas, tarros de acetona y programas de mano de películas, ahora gira en torno al ordenador portátil desde donde organiza todo. «Hoy en día no puedes gestionar un cine sin Internet. Es increíble. Al principio me costó un poco —me tuve que hacer una chuleta y todo—, pero me adapté rápido y ahora está ‘chupao’, incluso las redes sociales, que también manejo yo desde aquí».
Se inauguró con El Manantial, vivió su primera crisis con Volver a empezar, reventó la taquilla con Titanic, comenzó a renacer con la proyección digital de Ocho apellidos vascos y «el día que tenga que clausurarse, lo hará con la que coincida. No soy nostálgico en este sentido».
Nos vamos, y, al hacerlo, nos damos cuenta de que lleva por nombre el propio gentilicio del municipio porque en realidad, el cine Paramés es precisamente eso, un habitante más de Santa María del Páramo que se resiste a dejar su tierra.
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