La idílica relación entre el séptimo arte y la ciudad de Astorga vivió su mayor época de esplendor en la década de los años sesenta, cuando hasta cinco salas competían entre sí por lograr abarrotar sus palcos y butacas con cada sesión. El cine Velasco, por supuesto, ya era uno de ellos.
De hecho, el Velasco, es el único que ha logrado mantenerse en el tiempo y convertirse en el tercero de nuestros cuatro fantásticos, uno de los cuatro cines de sala única, gestión privada y dedicación exclusiva al séptimo arte que quedan en León y provincia.
Su historia arranca en 1911, cuando don Venancio Velasco construye el edificio que todavía ocupa el número 9 de la céntrica calle Alonso Garrote de Astorga y que, en sus inicios, sólo albergaba espectáculos teatrales. Cuando en 2013 José Antonio González Rubio publica su Breve historia del cine en Astorga. Lo que el viento se llevó —fruto, por cierto, de un trabajo final para la Universidad de la Experiencia— recoge cómo «la primera función teatral en este local tuvo lugar el 5 de marzo del año 1911, domingo para más señas, con la tragicomedia Caridad».
Tiempo después, el teatro —uno de los más antiguos de la provincia leonesa— decide diversificar su programación, ofreciendo asimismo la proyección de películas. Cuando ésta pasa a ser su única actividad, don Venancio opta por ceder sus derechos de explotación, de manera que la gestión del mismo recae primero en las manos del dueño del periódico local El Pensamiento Astorgano, Magín Revillo, y, más tarde, en las del industrial confitero Eustaquio Velasco —Taquio—.
Por entonces, ya competía con el teatro-cine Gullón (abierto al público desde 1923), el cine Asturic (1949-1962), el cine Tagarro (1958-1991) y el Capitol (en marcha desde1956). Tal vez por eso, cuando en 1964 Lorenzo López Martínez compra el cine Velasco, «estaba muy abandonado y funcionaba mal, aunque siempre fue el de mejor sonoridad», nos cuenta su hijo. Vicente López García (Astorga, 1951) tenía entonces trece años y reconoce que, en ese momento, ni él ni su padre sabían nada de las funciones y roles de un exhibidor cinematográfico: «Hasta su adquisición, nuestro negocio familiar era una tienda de ultramarinos, así que al principio lo teníamos arrendado. Pero yo era un niño curioso, al que le empezó a llamar mucho la atención todo este mundo, y me pasaba horas y horas en la sala de proyección. Los trece años son una edad muy buena para quedarte prendado del cine… Yo soy Totó», nos dice, en referencia a ese muchacho —protagonista del film Cinema Paradiso— al que todo cinéfilo pone cara y corazón.
Con el tiempo, Vicente aprendió a desenvolverse solo en la cabina, y decidieron encargarse ellos mismos de su gestión. «A veces me arrepiento de haber aprendido, porque pasé tanto tiempo aquí metido por amor al arte… Fíjate cómo sería la cosa que hasta me dedicaba a pintar las paredes», nos cuenta divertido mientras señala uno de sus particulares grafitis: un espectacular mural coloreado a mano resalta entre viejos carteles, postales de cine, bobinas y desconchones. Nos encontramos en la antigua cabina de proyección del cine Velasco, el espacio en el que Vicente, o Viloga —según el alias con el que firmaba sus dibujos tomando la primera sílaba de su nombre y apellidos—, creció al calor del 35 milímetros, de sus proyectores, del sonido que emitían y del olor a celuloide.
Sus palabras dejan entrever lo agridulce de una profesión que, para Vicente, llegó a tornarse ingrata. El niño que jugaba a colarse en el cine con sus amigos —«y que nunca lo lograba»— pasó a desvivirse por él como un chiquillo enamorado durante cuarenta años, para finalmente, decidir darse un tiempo y desvincularse, en parte, de su gran amor.
«Llegó un momento en el que estaba agotado, y no veía salida. La gente apenas venía al cine, las películas tardaban meses en estrenarse, e Internet nos comía la tostada», dice. Así las cosas, el 8 de enero de 2007 el cine Velasco proyecta su última película en analógico —El Perfume, de Tom Tykwer — y cierra, temporalmente sus puertas.
Vicente nos invita a continuar nuestra charla a pocos metros de esa cabina de proyección impregnada de recuerdos y vivencias. Exactamente, en el local anexo al del cine Velasco, que comparte con él incluso el número de la calle y donde Vicente ahora gestiona una aseguradora. De uno de los cajones de su mesa saca un abultado álbum y nos insta a tomar asiento. Hace bien. En el momento en el que lo abre somos conscientes de que esconde más de cien años de historia del cine de nuestra provincia.
«Tengo programas de mano de cuando era todavía el teatro Velasco, entradas de cine de salas de Bembibre, Villafranca, Veguellina de Órbigo, San Justo de la Vega, Val de San Lorenzo… Y recortes y recuerdos de todo tipo del cine Velasco», dice mientras va mostrándonos algunos de ellos. Vicente conserva desde boletines de repaso del celuloide, al documento sancionador que les notificaba la multa a pagar por proyectar La frígida y la viciosa (Carlos Aured) en el año 1982. También, como no podía ser de otra manera, preserva los recortes de prensa que tienen al cine Velasco como protagonista, y muchas de las reacciones que provocó el anuncio de su cierre.
«Este fue el epitafio que pusimos cuando cerramos [Después de 42 años, cerramos nuestras puertas. Estamos encantados de haber formado parte de vuestras vidas], y estas son sólo algunas de las cartas que me escribió la gente cuando se enteró. Algunos me daban las gracias por todos estos años, otros me decían que esperaban que hubiera una solución para poder abrir de nuevo…», nos enseña.
Mientras bromea sobre la idea de montar un museo, nos abre la puerta —literalmente— que pone al descubierto que, pese a todo, el cine sigue siendo su verdadero amor. El cuarto trasero de ese pequeño local de seguros es un templo que a cualquier entusiasta del séptimo arte le desataría alguno de los síntomas relacionados con el síndrome de Stendhal. Cientos de carteles de películas enrollados, fotografías, guías, figuras o latas de celuloide ocupan cada esquina de la habitación.
«Cuando decidí arrendar de nuevo el cine Velasco, me traje para aquí la mayoría de mis tesoros», apunta Vicente. Efectivamente, la sala permaneció cerrada desde el 9 de enero de 2007 hasta el 15 de marzo de 2013, cuando reabrió sus puertas de la mano de un nuevo gestor.
A diferencia de las monosalas que ya hemos visitado —cine Mary y cine Paramés—, el cine Velasco dio el salto al digital de la mano de una empresa privada, ajena al negocio familiar. Vicente sigue siendo el propietario del edificio «y sigo asistiendo casi todas las semanas, como un espectador más», pero es la salmantina Proyecfilm la que se encarga de su gestión desde 2013 hasta la fecha.
Volvemos a entrar en el cine, ahora de la mano de dos de las empleadas que se hacen cargo de su día a día. Lorena Martínez Calvo y Natalia González Badal reconocen que su reapertura insufló vida a la ciudad, y que, el hecho de que ahora se proyecten estrenos hace que incluso haya gente «que se entera en la taquilla de la película que va a ver. Ya tienen como hábito venir cada fin de semana, sin importarles el título». Junto con un tercer trabajador, se turnan cada semana —de viernes a lunes, de 17:00 a 01:00h— para atender la taquilla, el ambigú y la proyección de la película.
El desembarco de Proyecfilm supuso una remodelación casi total del espacio. Desde su apertura como teatro en 1911 había sido acondicionado en puntuales ocasiones —como por ejemplo, con la reducción del número original de butacas (350), o la construcción de un pequeño escenario para facilitar la celebración del Certamen de Cortometrajes de Astorga, que el municipio acoge desde 1988 bajo la dirección de Luis Miguel Alonso Guadalupe—. Pero desde 2013, la sala cuenta con 176 localidades, proyección digital en alta definición, y sonido dolby digital. Mientras avanzamos hacia el piso superior para conocer el enclave de las nuevas máquinas, las chicas nos cuentan cómo el perfil más habitual de espectadores es el de familias con niños pequeños, matrimonios y chicas jóvenes. «Hace unos años un chico también nos reservó la sala para él sólo como sorpresa de San Valentín para su novia», afirman graciosas.
El desembolso económico de Proyecfilm, una empresa familiar especializada, como reza su slogan, en llevar «cine donde no hay cine», ascendió a 60.000 euros. Una inversión que, de acuerdo con su fundador y gerente «de momento, nos ha salido rentable. Corremos mucho más riesgo que el resto de exhibidores, porque nosotros tenemos que hacernos cargo, además, del alquiler de la sala, pero vimos negocio y nos arriesgamos. Hasta ahora, no nos podemos quejar».
Joaquín Fuentes (Salamanca, 1958) lleva cerca de sesenta años buscándose la vida en el sector. «Dejé el sueldo fijo que me proporcionaba el trabajo en un banco para dedicarme a poner películas por los pueblos con mi padre con un proyector de 16mm, una sábana por pantalla, la silla que cada uno se sacaba a la calle por butaca y un ladrillo caliente envuelto en un paño como calefacción», nos explica al teléfono.
La historia de Joaquín, como la de su padre y la de su hijo —Alberto se convertirá en la tercera generación al frente de la empresa—, se recoge en clave documental en Cine Ambulante, donde durante unos minutos, abandonan su rol habitual para convertirse en los protagonistas frente a la cámara.
Instituida como empresa desde el año 1993, Proyecfilm gestiona más de diez salas de cine de Castilla y León, Extremadura y Andalucía, pero también alquila e instala equipos audiovisuales para, por ejemplo, ofrecer cine al aire libre. «Siempre estamos buscando poblaciones donde pueda ser rentable una sala de cine, como en el caso de Astorga», donde nos dice, están teniendo una media de 20.000 espectadores al año.
Cuando le preguntamos por los principales desafíos del sector, Joaquín no duda ni un instante. «Lo que más ha perjudicado a los cines de pueblo es la despoblación, y luego, la falta de aprecio por lo que se tiene en casa. Todavía hay gente que no valora que en su propio pueblo tenga la posibilidad de ir al cine, y se desplaza hasta León, por ejemplo». También apunta a los videoclubs como causantes de la primera gran crisis de su negocio, allá por los años ochenta: «Fueron los primeros piratas del cine. Lo digo alto y claro. Todas las películas que tenían eran piratas, y se las alquilaban a los bares, que a la misma hora que en mis cines, ponían la misma película. Internet no hizo más que poner la puntilla».
Reconoce añorar en cierta medida el cine de entonces —sus procesos manuales, la ilusión de la gente reunida en las plazas…—, pero también que, «de no haber aparecido el cine digital, ni el cine Velasco estaría abierto, ni tú ni yo estaríamos ahora mismo hablando», dice tajante.
Por suerte para todos ellos —los que desde 1911 han vinculado su vida personal y profesional a este edificio— y para todos nosotros —los que en algún u otro momento hemos disfrutado de sus espectáculos en cualquiera de sus variantes—, no ha sido así. El cine Velasco se mantiene firme en su decisión de continuar ejerciendo como espacio de ensoñación y magia colectiva. Ojalá lo haga por muchos años más.
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