No es la primera vez que se cuenta esta historia. Partiendo casi siempre del testimonio de la tercera generación, otros antes tomaron las riendas de las palabras para repasar los más de cien años de vida de un negocio familiar que ha llegado a ser mucho más que eso, y que ha ido evolucionando sin perder la esencia que mejor le define. La Confitería Montañés de Cistierna es un ejemplo latente de la importancia de la tradición, del éxito empresarial, del reconocimiento público y de la resistencia ante lo adverso de los tiempos.
Cuando terminamos la entrevista, la lluvia se ha apoderado de las calles de la villa. En el interior del obrador de la Confitería Montañés, nos envuelven aromas tan fácilmente imaginables como imposibles de describir, capaces de espabilar el hambre a cualquier hora del día.
Rafael Montañés Piedra (Cistierna, 1961), nos invita a probar el producto estrella de la casa, el mismo que ya vendieran su padre y su abuelo durante tantos años hasta convertirlo en el mejor embajador de la comarca, el Lazo de San Guillermo: «Habéis visto cómo se hacen —nos dice—, como se hornean, pero ahora veréis lo más importante. Veréis a qué sabe algo de verdad, hecho de manera tradicional, con ingredientes de verdad…».
LA IMPORTANCIA DE LA TRADICIÓN
Haciendo memoria, mucha memoria, Rafael recuerda cuando compraban la mantequilla artesanal que abastecía al obrador en una fábrica de Boca de Huérgano, cómo eso ha desaparecido y cómo, a pesar de todo, hoy siguen buscando materias primas entre los productos regionales de la montaña. La evolución, el cambio y la adaptación, han sido tendencias constantes desde aquel lejano 1908 en el que empezó todo.
Nos cuenta que han habido cambios, por supuesto. Habla sobre todo de la maquinaria, especialmente la que tiene que ver con la base del frío, la que permite al hojaldre reposar en calma durante las doce horas que necesita antes de estar listo. Sin embargo, la receta del Lazo de San Guillermo «se ha mantenido invariable desde el tiempo de mi abuelo, ahí no ha habido ningún cambio».
Las manos de los artesanos trabajan la masa, preparan el hojaldre que es la base de los productos de la Confitería Montañés, y les dan forma con cuidado. Por eso Rafael reconoce que no siempre salen igual. «Somos incapaces de calcar dos productos. Nosotros seguimos usando materia prima natural y desde la harina de trigo hasta la mantequilla, no todo está siempre en las mismas condiciones. Eso puede afectar al sabor pero parte de la gracia es precisamente eso, porque el mercado ha perdido la naturalidad que tienen los productos artesanos».
Harina, mantequilla, huevo y azúcar son la base del trabajo de cada día y de los dulces que demandan los clientes: «La gente que viene aquí lo hace buscando la tradición, no productos novedosos ni repostería creativa». Con aquellos mimbres, y algunos más, salen de los hornos las Teclas de León con azúcar glas, los crujientes Palitos de Almendra, los Montañeses sobre los cae como la nieve una fina capa de azúcar lustre y, sobre todo, los Lazos, los conocidísimos Lazos de San Guillermo, producto destacado por las instituciones europeas, por reconocidos paladares y por miles de clientes en todo el país.
LA HISTORIA DE LA CASA
«Entonces fabricábamos helados y vendíamos hielo». Rafael Montañés habla del principio, de una historia que parece novelada y que fue vivida por antepasados cuando el siglo XIX empezaba a despertar. «Sacábamos el hielo para toda la provincia e incluso fuera, lo llevábamos a Bilbao en el tren ferroviario. Todo esto yo lo puedo contar de verlo vagamente cuando era un crío pequeño y de oírlo a mi padre y a mi abuelo». Fue precisamente el abuelo, Nemesio Montañés, quien dio los primeros pasos para poner en marcha el negocio familiar, a raíz de un traspaso que empezó a funcionar como fábrica de pan. Con el tiempo la especialización se orientó hacia el dulce mientras iban surgiendo nuevas ideas.
«Cuando mi abuelo empezó con el dulce pensó que había que hacer algo distinto a lo que se estaba vendiendo, un producto natural basado en el hojaldre. Investigando le dio la forma característica y lo llamó Lazo de San Guillermo, por el nombre del patrón de Cistierna, que tiene la ermita en la falda de Peñacorada. A raíz de ahí empezamos a comercializar este producto en la década de los sesenta y vimos que funcionaba».
La segunda generación llegó con Juan, responsable de la expansión del negocio. «Mi padre era maestro pastelero —nos dice Rafael—. Se sacó el título en la Escuela de Hostelería de Madrid, algo muy meritorio porque no todo el mundo se molestaba en hacerlo. Yo empecé a trabajar aquí con veintidós años aprendiendo de sus enseñanzas, las enseñanzas de mi padre, tal vez por una cuestión familiar, por la necesidad de poder continuar con el negocio». Y así tomó forma la tercera generación, la actual, la formada por Rafael y su hermana Yolanda, quienes siguen hoy al frente de la Confitería Montañés de Cistierna.
Pero no hay que dejar de lado que el éxito de un producto tan importante como los Lazos de San Guillermo, reconocido por la Casa Real española y hasta por un expresidente de los Estados Unidos como Jimmy Carter (quien los probó durante su estancia en León en 1998), oculta una carrera de fondo plagada de momentos complicados, en los que hay que hacer innumerables esfuerzos para poder remar a contracorriente.
Hace tiempo que Cistierna, puerta de la montaña oriental leonesa, se ha convertido en un lugar complicado para la supervivencia de cualquier negocio. La falta de oportunidades ha derivado en una incesante despoblación que no es más que un reflejo a menor escala de la tendencia lacerante que vive la provincia. A los leoneses se los lleva fuera la necesidad, a los veraneantes el mes de septiembre y los inviernos se presentan por allí con especial dureza, tanta que los meses del buen tiempo no son suficientes como para compensar el resto del año. Y eso obliga a pensar, a calcular e incluso a definir la oferta: Por eso todo es determinante para definir la estrategia de la oferta: «Dejamos de fabricar helados cuando irrumpieron las grandes marcas —apunta Rafael—. En un pueblo como este sólo podemos dedicarnos a fabricar helado en agosto, pero ¿y el resto del año? No, no nos interesa. Sobre todo ahora, cuando todo el mundo lo vende, el quiosco, el supermercado, las cafeterías… Ya sé que no sería el mismo, pero semejante inversión no merecería la pena».
A pesar de todo, la historia de la Confitería Montañés sigue viva en Cistierna y cada día, no sin esfuerzo, de la mano de la tercera generación, se escribe una página más.
LA CONFITERÍA MONTAÑÉS, HOY
Al otro lado del mostrador está Yolanda, hermana de Rafael y cara visible de la Confitería Montañés. Ella atiende al público «como ya lo hizo mi madre antes que yo —nos dice, reconociendo que— de vez en cuando ella todavía nos ayuda». Buena conocedora de los gustos de sus clientes, apunta que lo que más se vende es dulce, «todo tipo de pastelería, tartas, pasteles, mouses…», pero también se demandan las empanadas de la casa, especialmente la de hojaldre con bonito y tomate. «Dentro del salado trabajamos mucho bajo pedido. En ocasiones especiales hacemos otros tipos de empanada, como de pulpo o de berberechos, tenemos una quiche muy rica de jamón y queso, e incluso podemos asar jamones o lechazos del valle del Esla».
Haciendo una valoración general de toda una vida de trabajo, su hermano Rafael asegura que «en realidad ha sido un oficio agradecido, si le quitamos los diez años de la crisis. A nivel económico ha sido muy complicado y hemos tenido muchos dolores de cabeza». Como para buena parte de los ciudadanos del país, la situación económica que viene atravesando España desde 2008 y que lenta, muy lentamente vamos dejando atrás, ha obligado a replantearse muchas cosas y a hacer verdaderos esfuerzos para poder continuar. «Hemos tenido épocas muy buenas en las que había hasta noventa puntos de venta en Madrid. Ahora no tenemos ninguno. Algunos cerraron por jubilación, a otros se los llevó la crisis por delante, otros cambiaron de negocio… En las grandes ciudades trabajamos bajo pedido».
Tampoco se hace ya otro de los productos estrella del abuelo Nemesio, los Aros de San Guillermo. «También están basados en el hojaldre, aunque se les da un aspecto y un toque totalmente distinto. Llevan una cocción, son redondos como un volován y nacen como homenaje a nuestro santo patrón en el día de San Guillermo, el 28 de mayo». Su preparación conlleva la elaboración de una especie de jarabe a base de azúcar y vino dulce en la que se baña el hojaldre. Después se añade el granillo, un tipo distinto de azúcar que hay que elaborar porque al parecer, no se puede conseguir en ningún sitio. «En la provincia de León ya no lo hace nadie —afirma Rafael, y añade que—, con el baño del jarabe y el granillo queda espectacularmente crujiente». Sólo se puede comer ese día, pero ahora mismo es un producto que, como otros, solo se elabora bajo demanda.
Preguntamos por la continuidad de una nueva generación en el negocio, cuestión carente de originalidad pero no por ello menos necesaria. La respuesta genera dudas porque la herencia está en el aire, como la brisa que viene y va. «¿Quién sabe? —dice Yolanda—. La vida da muchas vueltas. A mí me gustaría que hubiera continuidad, pero no quiero pensar en eso, me resulta triste». Parece un atrevimiento pensar a largo plazo en los tiempos que corren, tiempos de cambio, de derrota y esperanza, donde el suelo todavía es quebradizo cuando allá a lo lejos, en el horizonte, parece que asoman los primeros rayos de sol.
Avanzamos hacia una realidad de la que ya nos advirtió el Nobel portugués de Literatura José Saramago, en aquella novela titulada La Caverna (2.000), donde la artesanía poco a poco va quedando relegada a lo marginal y la tradición se disuelve en la lenta sucesión de los días. Pero ¿es acaso posible imaginar una villa de Cistierna sin Confitería Montañés y sin tantos y tantos productos que son ya un emblema de la tierra?
A ese rincón que apunta hacia la plaza del Ayuntamiento, a sus aromas y a sus sabores están ligados los recuerdos de mucha gente, visitantes y vecinos que alguna vez pasaron por allí y que regresaron para repetir las mismas sensaciones. Por eso es necesario que la Confitería Montañés viva al menos otros cien años. Porque volver a ella es regresar a la casa del Lazo, al cosquilleo en el paladar, a la felicidad del dulce en la infancia y a los momentos compartidos que no queremos olvidar.
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