Ya es por todos conocido que León ostentará a lo largo de este recién comenzado 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes a partir de febrero estará dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.
En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.
Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.
El segundo de ellos, dedicado al botillo y la limonada, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…
LA MALA PRENSA
Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía
La calle se despobló poco después de la hora de la cena. Junto a la gente que la había abarrotado desde la caída de la tarde, también se alejaron hasta convertirse en eco suave los rugidos de los tambores, las notas solemnes de las cornetas de viento, los aplausos, el silencio emocionado de los creyentes y de los que nunca creyeron y el lento caminar mecido a hombros de bracero de Nuestra Señora del Dolor, uno de los pasos más hermosos por ornamento y antigüedad que desfilaba en los días de la Semana Santa.
Cuando apareció la silueta, en la avenida gobernaba el silencio. También la oscuridad, suavizada por la luz artificial de las farolas y de los rótulos luminosos de algunos comercios. Llevaba el rostro embozado en un capuchón que solo revelaba el brillo húmedo de unos ojos enrojecidos. Vestía una túnica de faldones amplios imitando el estilo de los papones, pero no portaba señales, cíngulo en la cintura ni puñetas en las mangas. El barro en los zapatos delataba descuido al caminar. Mantenía el equilibrio con problemas. Mascaba entre los dientes una maldición que resultaba incomprensible, incluso para él, y arrastraba las suelas como si cargara sobre sus hombros con el peso del mundo.
Sin prestar atención al tráfico que pudiera cruzarse en su camino, atravesó la distancia entre las dos aceras empleando un tiempo que se antojó eterno, tropezó con el bordillo, comprobó la dureza del suelo, blasfemó y con esfuerzo, volvió a ponerse en pie. Los ojos se le llenaron de la luz poderosa que salía del escaparate. «Levin, tradición y degustación», rezaba el letrero luminoso sobre su cabeza.
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Como si fuera la mejor obra de un maestro de la estética y el buen gusto, el ventanal de la tienda de comestibles era capaz de atrapar la atención de quienes pasaban por allí. El de la capital era uno de los muchos comercios que el empresario David Levin había abierto por toda la provincia. El éxito le acompañaba desde hacía años, en los que venía vendiendo y distribuyendo productos autóctonos arraigados en el terruño. Poco a poco había llegado a crear un imperio de impacto local, suficiente para despertar envidias y más envidias en el gremio de los empresarios.
Sus gestos se escondían bajo el capuchón. Pero el hombre embozado frunció el ceño. Apretó los dientes. Repartió la rabia a partes iguales entre los dedos que sostenían la botella de vidrio en su mano. Medio llena, medio vacía, un gesto rápido y se la llevó a los labios, olvidando que una tela le cubría el rostro. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. En un instante el vino dulce lo empapó todo, le hizo estremecerse, le privó de aire durante algunos segundos. La escena era la de un macabro ejercicio de tortura en el que víctima y verdugo coincidían en la misma persona. Tosió con tanta fuerza que le dolieron los pulmones. Con el mismo ímpetu se arrancó el capuchón, lo arrojó lejos, boqueó apuntando al cielo y consumió el aire frío de la noche hasta saciarse.
Cuando recobró la calma apuntó con un índice tembloroso hacia el letrero del comercio, balbuceando, enredando las palabras con la lengua pastosa y la garganta reseca. «Tendría que haberte matado, judío… Matarte, eso es lo que tendía… lo que tendría que haber hecho. Me has arruinado… lo del otro día…». La amenaza se cortó en seco, reemplazada por un sonoro chupetón al cuello de la botella. El movimiento brusco volvió a desequilibrarle, pero el instinto le impulsó a recomponerse, apoyando con un manotazo la palma en el cristal del escaparate de la tienda de Levin.
Pasó dos, tres, cinco minutos en aquella posición, con la cabeza hundida y la mirada perdida en algún lugar próximo a sus zapatos. De vez en cuando su memoria le permitía volver a paladear el sabor de la uva mencía que le daba cuerpo al vino, el poso de la fruta macerada, la sutileza que aportaban los higos y las pasas, el toque único de la canela. Le apeteció volver a beber, y apuró hasta el final el último trago de la botella de limonada leonesa.
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Al recuperar la pose erguida pudo verse reflejado en el juego de brillos del cristal, como en un espejo transparente. Esa cara enrojecida por la temperatura y la limonada, esos ojos hundidos, esos rizos despeinados, esa máscara irreconocible con el aspecto de Iago Vera. Ahí estaba, contemplando los restos empapados en vino dulce del flamante propietario y fundador del Verante, uno de los mejores restaurantes del Bierzo y de toda la provincia. «Estás borracho, Iago», se dijo. Pero en su mente las palabras no sonaron con su voz, sino con la voz afilada de David Levin, el judío, como se atrevían a llamarle sus enemigos cuando se daba la vuelta. «No», respondió en un susurro, «no estoy… Pfff…», resopló.
Por un instante sus pupilas enfocaron como una lente, vio más allá de su reflejo y comprobó el diseño del interior del escaparate. Minucioso, cuidado, elegante. «Levin, tradición… y degustación», leyó Iago Vera, esta vez con la voz de Iago Vera, repitiendo lentamente las palabras escritas con hermosa caligrafía sobre una cesta de mimbre, llena de hogazas del mejor pan de la zona. El ventanal de la tienda de Levin mostraba una cuidada selección de productos leoneses de primera calidad, desde las grandes familias de legumbres hasta verduras representativas de comarcas enteras, pasando por carnes y embutidos de la montaña que pendían de barras de metal en un sutil ejercicio hipnótico. Chorizos, morcillas, lomos, cecinas… Y en el mismo centro, en un espacio destacado, iluminado por la calidez de un foco de luz naranja, el botillo, uno de los productos más promocionados durante aquellos días del mes de marzo. Le acompañaba un cartel que servía como presentación: «Ganador del mejor botillo de la provincia: Restaurante Huerto de Campos». Y ahí mismo, envuelto en una enorme tripa y atado con un cordel, el motivo de su hundimiento. Un ejemplar del botillo premiado. Su sangre volvió a hervir.
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Días atrás, cuando la Semana Santa empezaba a despuntar en el horizonte del calendario, las autoridades de la sociedad leonesa se habían congregado en un acto de impulso turístico. Ahí estaban miembros del Ayuntamiento, de las cofradías, de los empresarios asociados y los dueños de los principales restaurantes de la provincia, que como cada año, optaban a los premios gastronómicos. El beneficio del establecimiento vencedor era un prolongado recorrido en los medios de comunicación, presencia destacada en la cartelería y en las guías informativas de las procesiones, y una potenciación del local como punto de referencia en la provincia. Durante al menos medio mes, las reservas para consumir en sus mesas algunos de los platos más importantes de la estación, estaban aseguradas.
Por eso los candidatos presentaban a concurso sus especialidades. En el veredicto siempre había espacio para las sorpresas, pero también apuestas seguras, como la del restaurante Verante, del Bierzo, donde se venía preparando el mejor botillo desde hacía un lustro. Su propietario, Iago Vera, presumía en las entrevistas, disfrutaba de la popularidad, alimentaba un ego que para muchos era insaciable y explicaba año tras año las claves de la elaboración y preparación del botillo del Verante: «Yo lo considero el rey de los embutidos. En mi casa se prepara siguiendo una receta familiar, que no puedo revelar aquí, como puedes comprender», decía entre risas guiñando un ojo al periodista. Era parte de la puesta en escena. La misma respuesta a la misma pregunta. Año tras año.
Más allá del ansia de gloria de su propietario, la calidad del botillo que se ofrecía en el Verante era indiscutible. Seleccionaban con mimo las partes del cerdo a trocear, vigilaban el proceso del adobo con pimentón, orégano, ajo y la cantidad justa de sal, calculaban con exactitud el tiempo de reposo y estaban muy pendientes del secado y el ahumado. A la hora de cocinar empleaban dos horas a fuego lento, añadiendo en los minutos finales el chorizo, los cachelos cocidos en el jugo del botillo y la berza, «siempre de la variante asa de cántaro», como le gustaba recalcar a Iago Vera cuando hablaba con la prensa. La calidad estaba de su lado. También la popularidad. Por eso, apostar por el Verante era un juego seguro.
«Y el premio al mejor botillo del año es para…» Iago ya se estaba colocando las solapas de la chaqueta del traje antes de que David Levin terminara de leer la resolución. Por vez primera Levin, el gran distribuidor de la comida tradicional honraba al concurso con su presencia como miembro del jurado. Le acompañaba la clase política, el obispado, la sociedad gastronómica, la asociación de sumilleres y algunos directores de medios de comunicación. «…Para el restaurante Huerto de Campos, de Sahagún», anunció en tono solemne.
Iago Vera no fue consciente del modo en que su sonrisa quedó petrificada entre los aplausos. Se hundió en el asiento. Quizás llegó a palmear como los demás, quizás no, poco importaba ya. Más tarde, al indagar, comprobaría que la opinión de David Levin había sido determinante a la hora de conceder el premio a un restaurante emplazado en el entorno de Tierra de Campos. El judío le había arrebatado el honor del triunfo, el monopolio de calidad del más emblemático de los productos bercianos, pero sobre todo las horas y horas de promoción ante los micrófonos, las cámaras, las grabadoras, los titulares. Las reglas del juego habían cambiado y el Verante de Iago Vera, había perdido su trono.
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«Levin, tradición y degustación», volvió a leer en mitad de la fría noche leonesa. Mientras observaba el botillo del escaparate —algo inaudito, un botillo de Tierra de Campos—, maldijo voz en grito a un judío que no vendía carne Kósher y que según se decía por ahí, renegaba de sus raíces hebreas. Maldijo a los medios de comunicación, que no se habían acordado de él, a los clientes que no agotaban las reservas del restaurante y a los publicistas responsables de la Semana Santa leonesa, que habían retirado su foto de los panfletos y la cartelería.
Con el orgullo herido y un litro de limonada entre las tripas, arrojó sin pensar la botella contra el cristal de la tienda, que permaneció intacto por su grosor. El proyectil se hizo añicos con un estruendo que quebró la quietud de la calle, si bien los gritos no lo habían hecho ya. Algunas esquirlas volaron hasta el rostro de Iago Vera. Dominado por la rabia mal digerida empezó a gritar sin control, golpeando el escaparate con los puños hasta que sus nudillos empezaron a sangrar. Era el mejor ejemplo de la impotencia, un animal humillado, olvidado por el éxito, enjaulado entre los barrotes de una realidad vacía.
Miró alrededor buscando algo que en realidad ignoraba, tal vez una señal o un mecanismo que diera sentido a su venganza. Atrapó sin cuidado un trozo de vidrio roto, lo empuñó furioso, buscó un enemigo invisible dentro del escaparate con quien poder enfrentarse. Sintió el calor rojo y espeso fluyendo por las nuevas heridas de su mano. Terminó por soltar el arma improvisada, aulló a las estrellas, golpeó el suelo con la planta de sus pies, como si pataleara. Durante un instante estuvo a punto de rendirse. Pero vio sobre su cabeza las letras brillantes del rótulo. «Levin, tradición y degustación». Aquella frase le perseguía, estaba en todas partes. «Levin, tradición y degustación» No importaba si miraba arriba o abajo. «Levin, tradición y degustación». En su cabeza volvió a escuchar la voz del judío. «Estás borracho, Iago». Este respondió que no, moviendo el cuello. «Y el premio al mejor botillo del año es para…». Continuó negando. «¿Por qué has derramado la limonada, Iago?». Se llevó las manos a los oídos, como intentando acallar un eco interno. «Estás borracho, Iago, estás… ¡acabado!». Entonces gritó con más fuerza que nunca, sintió arder su garganta, apretó los dientes, cerró los ojos y se arrojó con todas sus fuerzas contra el escaparate, con la cabeza por delante, como si fuera un ariete con la forma del carnero.
La violencia del impacto resultó extrema. Iago Vera se destrozó contra el muro de cristal. Cayó al suelo, aturdido, con un tremendo zumbido en los oídos. Antes de perder el sentido tuvo tiempo para contemplar una luz blanquecina que se posó sobre sus ojos, cobrando intensidad por momentos. Le pareció escuchar voces lejanas, y habría jurado que dos estelas se entrecruzaban ante sí hasta dar forma a la señal de la cruz. Solo murmuró una pregunta, para salir de dudas: «¿Eres la Virgen?». Después se quedó dormido.
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Así era como aparecía titulado en todas partes: ¿Eres la Virgen? Lo profano ganaba terreno y popularidad en el tiempo de lo sagrado. El vídeo acumulaba varios miles de visitas, y en pocos días fue destacado en la red con el calificativo de viral. En él se veía a un tipo disfrazado de cofrade, completamente borracho, gritando sin control cerca de la madrugada, arrojando una botella contra un establecimiento comercial de la capital. Para muchos lo mejor llegaba a partir del segundo cuarenta y tres, cuando el tipo, volviéndose loco, cogía carrerilla y estampaba su cabeza contra el cristal blindado de la tienda. El sonido ponía los pelos de punta cada vez que se volvía a escuchar, pero al mismo tiempo, resultaba adictivo.
Con el hombre en el suelo, los chicos que lo estaban grabado todo se aproximaban con su móvil para buscar un plano próximo, iluminando el detalle con el flash, dibujando formas en el aire, murmurando entre sí, con cautela primero, con burla después.
Los medios de comunicación no tardaron en acoger el vídeo como un tesoro. Identificaron al hombre como Iago Vera, conocido empresario, y destacaron un fragmento en el que el propietario del Verante, cubierto de hilillos de sangre en la cabeza y las extremidades, extendía la mano hacia la cámara para decir: «¿Eres la Virgen?». Después se desvanecía hundiéndose en la profundidad del inconsciente, mientras el vídeo emprendía el camino hacia la red, para que todo el mundo pudiera verlo.
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Ante la repercusión que el caso estaba tendiendo entre la prensa local y la sociedad leonesa, sobre todo por lo conocido de sus protagonistas y las elevadas cifras que cosechaba la reproducción del vídeo, Iago Vera deseó no haber despertado jamás. No recordaba nada de lo sucedido, desconocía lo que había pasado desde que descorchó la botella de limonada, no podía entender por qué tenía el cráneo vendado, el cuello inmóvil, o por qué estaba en un hospital.
Su familia hizo lo posible para que no tuviera acceso al vídeo ni a las noticias locales, al menos hasta que su estado no hubiera mejorado, restringieron las visitas, rechazaron todo contacto con la prensa y cerraron temporalmente el Verante. De vez en cuando llegaban cartas y tarjetas de socios y clientes, también de amigos que enviaban mensajes de ánimo. Últimamente esas también se revisaban para que el paciente no volviera a recaer en una crisis de ansiedad, como le sucedió el día en que abrió una postal donde estaban escritas las siguientes palabras:
«Recupérate pronto. Firmado, David Levin, de Distribuciones Levin, tradición y degustación».
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