Ya es por todos conocido que León ostentará a lo largo de este recién comenzado 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes a partir de febrero estará dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.
En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.
Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.
El primero de ellos, dedicado al chorizo, chorizo de León, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…
CARNE SALVAJE
Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía
.1.
Nadie lo hacía como Ella. Nadie se desenvolvía en la cocina como Ella, nadie atendía las necesidades de los animales domésticos como Ella, nadie negociaba en los mercados como Ella… Solía pensar que, de haber nacido hombre, le habrían prestado un poco más de atención. Pero no fue así, y tal vez, solo por eso, las obligaciones la persiguieron desde pequeña. Apenas se había dado cuenta de que la vida pasaba cuando se vio prometida y casada con un desconocido de un pueblo cercano. No tuvo hijos ni mucho amor, perdió a sus padres envejecidos por la pena y cuando al terminar la guerra, su esposo no regresó a casa, Ella se enjuagó las lágrimas y se puso al frente del negocio familiar.
Se trataba de una pequeña explotación situada a las afueras, más cerca del monte que de los vecinos y con más problemas que recursos, pero de cuya hornera salían desde el tiempo de los abuelos excelentes embutidos de caza mayor. Ella había escuchado decenas de veces la misma historia. La de cómo la familia había tanteado la carne de ciervo y de venado antes de especializarse en el jabalí, y cómo lograron la receta exacta de un embutido de cerdo salvaje de textura firme e inmejorable sabor. A Ella le correspondería narrar un nuevo capítulo, para quien quisiera escuchar: el de cómo esa receta se había recuperado tras sobrevivir al tiempo y a las armas.
De su madre aprendió a mezclar los ingredientes en su justa medida: magro de jabalí con panceta de cerdo —aunque en la época del hambre y la escasez lo segundo no siempre era posible—, una fina lluvia de sal que se medía en puñados, el polvo rojo del pimentón que coloreaba la carne, ajo suficiente para darle vida y orégano para reforzar el sabor. Cuando la masa resultante se embutía en la tripa del animal y se curaba con el frío de las semanas, el resultado era un chorizo de jabalí inimitable en la comarca.
Ella no solo había recuperado la receta, sino que se había especializado atendiendo a las ventas e incluso a los encargos, hasta el punto de convertirla en su único medio de vida. Algunos hombres del pueblo, los más jóvenes y los que no había perdido la cabeza en el frente, convertidos ahora en cazadores la abastecían de materia prima. El precio a pagar no era barato pero Ella lo aceptaba para concentrarse en el proceso de elaboración. Cuando el chorizo de jabalí estaba listo lo distribuía en las ferias y pequeños mercados que poco a poco volvían a organizarse en un intento por recuperar la normalidad perdida. Entretanto el presente, se iba alejando poco a poco de los años del odio.
.2.
No sabría decir el momento exacto en el que la carne de jabalí empezó a escasear. Las batidas de caza que se organizaban en los montes apenas duraban unas horas y sin importar demasiado el resultado, los hombres volvían a casa cuanto antes. Ella tenía la sensación de que después de la guerra muchos parecían haberse cansado de disparar, incluso los que sólo la conocían de boca de quienes tuvieron la desgracia de pasar por allí. Para algunos, el motivo real era que el cerdo salvaje se había ido de las altas montañas, algo que no tenía ningún sentido, pues era bien sabido que por estos montes del norte el jabalí era casi una plaga. Por eso su familia se había especializado en él. Por eso Ella había retomado el negocio. Pero la falta de carne para dar forma a su famoso chorizo era poco menos que una sentencia de muerte. Y otra vez enjuagó las lágrimas y tomó las riendas.
Si de su madre había aprendido a mezclar los ingredientes, de su padre había heredado la rudeza y cierta destreza en el manejo de las armas. Él siempre la trató desde niña como a ese hijo varón que la vida nunca le dio, y en no pocas ocasiones la obligó a acompañarle en las cacerías, individuales o comunales, que perseguían el rastro de los animales del monte. Resultaba curioso que aquellas experiencias y no otras fueran para Ella el recuerdo más vívido de una infancia sin infancia. Sobre el resto, parecía haberse extendido un turbio manto de olvido que impedía ver más allá de los horrores de la guerra.
Ahora, mientras recorría los mismos senderos de entonces, cubiertos por la maleza en el lienzo del otoño, sostenía con fuerza el arma de dos cañones que su padre siempre tuvo a mano, incluso en el lecho de muerte. En el silencio roto por las aves invisibles y el pisoteo sobre la hojarasca, se sentía acosada por recuerdos lejanos, aullidos frenéticos de perros tras su presa, ecos metálicos de disparos que se proyectaban hasta el fin de la tierra, gritos indescifrables de hombres que cobraban fuerza cuando cesaba el tronar de la pólvora. Quizás, después de todo, era un buen cúmulo de recuerdos para salir a cazar.
Había tomado la decisión durante la soledad de la noche anterior, mientras apuraba un poco de caldo con pan para cenar y observaba hipnotizada la pequeña lumbre que caldeaba la cocina. Tal vez vio su futuro en el bailoteo de las llamas o en los huecos de la despensa, y de pronto sintió un sensación irrefrenable que hubo de calmar hasta la llegada del amanecer. Si los cazadores no cazaban, ella se convertiría en cazadora. Cuestión de vida o muerte, simple supervivencia. Necesitaba la carne para atender los encargos, abastecer el mercado de chorizo de jabalí, ganar las pocas monedas con las que podía seguir en pie. Conocía los pasos, los comederos, los refugios, y por hacerlo sola, tenía la ventaja del sigilo. Los animales no se habían ido de los montes. Nunca lo habían hecho. Sólo había que localizar al grupo y elegir una pieza. Cuestión de vida o muerte. Simple supervivencia.
.3.
Sabía perfectamente que el jabalí era un animal esquivo, prudente y receloso, pero feroz en el cara a cara si se sentía amenazado. Los casos de hombres desangrados por el desgarro de sus colmillos eran suficientes para no bajar la guardia, así que permanecía atenta a cualquier señal. Durante horas no dejó de caminar ni apartó la vista del suelo más allá de lo necesario. Buscaba rastros, pistas, huellas del pasoo del vivir de las manadas, y no tardaron en aparecer. Las impresiones de las pezuñas en el barro eran muy evidentes, distinguibles a simple vista de las de otros habitantes del bosque. También descubrió las marcas que dejaban en los árboles al rascar, los surcos en el terreno por haber hundido el hocico en busca de raíces, o los grandes lodazales de barro fresco donde se teñían del color de la tierra al rebozarse.
Antes de que la tarde comenzara a caer, pudo contemplar al grupo en un claro abierto entre la maleza. Había contado más de diez ejemplares, algunos de gran tamaño y otros simplemente pequeños lechones que correteaban juguetones. Los observaba envuelta en los matorrales, con la vana esperanza de que el aroma de ciertas hierbas aromáticas pudieran disimular el olor humano. Cualquier movimiento en falso, cualquier ruido, cualquier alteración del reposo podría tener consecuencias imprevisibles.
Clavó la mirada en un ejemplar joven pero bien formado, de buena alzada y aspecto saludable. No había comido nada desde el amanecer, y empezó a salivar al pensar en cómo trataría aquella carne para aliviar su dureza antes de embutirla en la forma del chorizo. Con el cuerpo tendido en tierra y la escopeta de su padre cargada, movió con suavidad el doble cañón en dirección a su presa, que olisqueba el suelo mientras daba pasos cortos y se escondía y reaparecía entre los demás animales. Por un momento tuvo un tiro limpio, una ventana abierta que sólo duró un instante, un suspiro emocionado en el que Ella sintió cómo se le aceleraba el corazón. Pero antes de que pudiera presionar el dedo índice, el animal levantó la cabeza y clavó su mirada en el punto exacto donde estaba escondida. Eso la detuvo, no supo por qué.
Una punzada recorrió su espalda cuando el jabalí levantó el morro para olfatear la química humana y lanzó uno de esos chillidos agudos que más parecían rugidos hacia el fondo de las entrañas. El grupo se agitó y se dispersó nervioso desapareciendo en un fugaz parpadeo, pero el animal elegido se lanzó veloz en su dirección, como una bola de pelo oscuro que rodara por el suelo poseída por la furia de la venganza. Ella solo tuvo tiempo para incorporarse torpemente, sujetar con firmeza la escopeta y en una posición arrodillada e incómoda, apretar el gatillo. De nuevo los recuerdos, de nuevo el eco metálico, de nuevo las imágenes del pasado. Pero el animal siguió avanzando, impasible y abalanzándose entre chillidos de sacrificio sobre el bulto que se ocultaba en los matorrales, la arrolló sin piedad.
Todo sucedió demasiado deprisa. Había salido despedida hacia atrás, o hacia adelante, no lo sabía bien. Ahora estaba boca abajo, fuera de su refugio, expuesta, pero con la seguridad que le daba sostener el frío cañón de la escopeta en la mano. No lo había perdido y eso le daba una segunda oportunidad, en caso de que fuera necesario. Se incorporó con dificultad sintiendo una dolorosa punzada en el vientre. El colmillo del animal había hecho su trabajo incluso a través de la gruesa capa de ropa, y la herida abierta dejaba escapar la sangre que lentamente teñía los tejidos. A su lado volvió a escuchar el bramido del jabalí, colándose en su cabeza hasta hacerle daño. Ella se arrastró de espaldas soportando el dolor y se alzó ligeramente al toparse con una pared dura, tal vez un árbol, una piedra o el límite de su vida. No le importaba demasiado porque toda su atención estaba puesta en la mirada del jabalí que vigilaba desde la distancia. También estaba herido, como ella, y por el pelaje de su cuello descendían gotas con el brillo del rubí. No parecía tener intención de rendirse. Tampoco Ella, que no podía irse de allí con las manos vacías. Contuvo la respiración cuando vio al joven jabalí lanzarse de nuevo a la carga. Se llevó no sin problemas la escopeta al hombro, sintiéndola mucho más pesada que hacía un momento. El animal corría y chillaba. Ella aguardaba su oportunidad en silencio. En menos de un suspiro ambos volverían a cruzarse para decidir su suerte. Estaba más cerca, más cerca, más cerca… Aguantó la respiración y pensó en el sabor del chorizo de jabalí. Después de todo, era una cuestión de vida o muerte. Simple supervivencia.
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