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Poco a poco, los focos del congestionado cine Mary de Cistierna van devolviendo a la realidad a sus casi quinientos espectadores. No tardan mucho en reaccionar. De hecho, los primeros aplausos todavía se funden con los acordes que acompañan a los títulos de crédito —¡Qué títulos!, ¡Cuánto bueno y bello reunido y unido entorno a un proyecto tan complejo como ilusionante!— de ese pequeño gran milagro que es Media hora y un epílogo.
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Se acerca el final de la película, de su primera proyección a ojos de extraños. La mayor parte del equipo, nos cuentan en uno de los muchos corrillos que se formarán a la salida del cine, tuvo su particular estreno privado hace unos días en la pantalla del teatro El Albéitar.
Hoy han entrado a la sala entre aplausos, pero de sus caras se desprendía un cierto halo de timidez o, mejor, de sentimiento de expectación. Como si todavía no acabasen de creerse lo que ya han conseguido. Y ser testigo de ello es bonito. Como también lo es corroborar —o descubrir, según el caso—la cantera de actrices y actores con los que cuenta nuestra tierra.
Y disfrutar a raudales con la mirada y la forma de comerse el plano —incluso a silencios— de Javier Bermejo, con la elegancia interpretativa de Inés Diago y la rotundidad expresiva de Saturnino García —dueño, entre otras cosas, del primer Goya a Mejor Actor Revelación de nuestro país—, con la sutileza de Ángeles Arias y lo disciplinado de Pablo Parra y Javier Pemart, con lo explosivo de Miguel Ángel Serrano y el tránsito de la dureza a la fragilidad del personaje al que da vida Iván Serrano. Y con el buen hacer de Alberto Díaz, que no necesita texto, ni siquiera mucho tiempo, para demostrar su genialidad. Porque sí, digámoslo ya, Media hora y un epílogo es una película coral.
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No tienen ni idea de lo que está sucediendo. Revuelven sus tazas en la cafetería sin imaginar que a escasos metros —en la sala de ámbito cultural de El Corte Inglés de León— se está creando algo mágico. Porque, al contrario de lo que pueda parecer, cuando más a fondo se conocen las tripas del negocio cinematográfico, más asombroso parece el resultado. Aunar fuerzas para hacer coincidir agendas, buscar localizaciones, proyectar el diseño y producción de maquillaje y vestuario… Los desafíos a los que se enfrenta cualquier equipo de rodaje son interminables. Y aun así, se acometen, y de qué manera. El de hoy es nuestro primer contacto con gran parte del equipo de Media hora y un epílogo.
Se encuentran en pleno proceso de montaje y postproducción de la película, pero hoy se reúnen para volver a rodar. Epigmenio Rodríguez, «Epi», no está conforme con el resultado de una de las secuencias. Son sólo un par de segundos, pero necesitan volver a grabarse.
Epi es exigente, como lo es el resto del equipo, que, lejos de lamentar el descuido que les ha llevado a tener que volver a rodar, han asumido este momento como un regalo inesperado que les ha permito alargar un poco más este sueño conjunto que es Media hora y un epílogo.
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La meticulosidad de la que hablábamos se confirma. Ahora mismo, en pantalla grande, vemos una persecución como las de antes. Reconocemos la escena, pero hay algo distinto. A la salida de la proyección, Rodolfo Herrero, operador de cámara de la película, ratifica nuestra sospecha: «No nos quedamos conformes con el resultado [de lo que rodaron en El Corte Inglés], y volvimos a grabar a Veguellina, donde se había filmado al principio del rodaje», nos cuenta.
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Miguel Ángel Barajas sube al escenario del cine Mary. Como maestro de ceremonias del preestreno de Media hora y un epílogo, hace partícipe a todos los asistentes del sentir general del equipo. «Esta película es vuestra», nos dice. También que «todo llega» —tras más de dos años de trabajo— y que, humildemente, «estamos un pelín orgullosos del resultado». Nos mete en ganas como sólo él sabe hacer. Un último acicate para los ya ansiosos espectadores. «No cuenten el final a los que todavía no la hayan visto», nos pide. Y su imploración nos traslada irremediablemente al antológico final de Testigo de Cargo (Billy Wilder, 1957). Buena señal. Y allí mismo, ya presos de la ensoñación, todos nosotros firmamos el pacto de silencio. Eso está hecho. El puzle que propone Media hora y un epílogo será resuelto como debe.
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A estas alturas de la película ya hemos reconocido, al menos, tres de las cuatro localizaciones principales donde Media hora y un epílogo ha sido rodada: León, Veguellina de Órbigo y Mansilla de las Mulas. Valdefresno está al caer. Tiempo al tiempo.
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En Media hora y un epílogo hay relojes —de pulsera, de farmacia, de péndulo—, hay amor —maternal, de pareja, paternal, fraternal—, más relojes —despertador, de móvil, de pared—, y también fatalidad. Hay, en definitiva, un interés particular de su director y guionista, Epigmenio Rodríguez, por mantener y reflejar sus pesquisas entorno a la variable del tiempo y a la referencia del «inferno de los vivos» de Ítalo Calvino. Y una historia cuyo trasunto pasa por evidenciar que la vida, finalmente, son decisiones (robar un pañuelo, distraerse con una fotografía familiar…), y momentos (abrir una puerta, calzarse unas zapatillas de andar por casa…).
Eso sí, lo son, en este caso, maravillosamente iluminados, sobre todo si tenemos en cuenta que el escenario es completamente nocturno. Nos hemos fijado especialmente en ese vagabundo que en algunos planos parece recibir solo la luz tenue de una farola. Puro Rembrandt.
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«Matar el tiempo matar el tiempo matar el tiempo». Los versos de Luis Miguel Rabanal son nuestro primer regalo como espectadores. Y también un adelanto de lo que nos espera. Así comienza esta Media hora y un epílogo que se aleja por completo del montaje y estructura tradicional y cuya máxima dificultad estriba en lo complejo de empastar, sin fisuras —encomiable el trabajo de supervisión del raccord y continuidad de la cinta—, el material rodado con ritmo y eficacia narrativa.
A falta de un segundo visionado, nos atreveríamos a decir que todo está medido con tal precisión, que cada personaje/trama tiene en la gran pantalla —¡Oh casualidad!— su media hora correspondiente.
Epigmenio se suma a la lista de directores que se han atrevido a «jugar» con el concepto de tiempo, no sólo en fondo, también en forma. Y esto son palabras mayores. Del «efecto Rashômon» de Akira Kurosawa —consistente en unir varios puntos de vista de una misma historia a través de distintos personajes—, a La soga (Alfred Hitchcock, 1948) rodada íntegramente en tiempo real, pasando, más recientemente, por el Boyhood de Richard Linklater (2014), en la que el tiempo cinematográfico se presenta directamente como metáfora del tiempo en la vida.
Tarkovski decía que «el cine es el arte de esculpir el tiempo». Pues eso.
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¿Ya hemos hablado de las miradas, verdad? Imposible no volver a mencionarlas ahora. No hacer referencia, en especial, a la de Javier Bermejo, que, junto con sus «drugos» recrean una nueva —pero no menos escalofriante— tribu urbana que, como no puede ser de otra manera, ahora graban sus tropelías con el móvil.
Y de una mirada inconmensurable a otra. La de Alberto Díaz. O, mejor dicho, las de Alberto Díaz. Una en Primerísimo Primer Plano —PPP— que ayuda a enfatizar la complicada circunstancia de su personaje y que se ha quedado incluso como imagen promocional de la película. Otra, la que se presupone como suya en un fantástico plano subjetivo rodado en ángulo oblicuo.
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Aplaudimos de nuevo, y, con nosotros, el aforo casi al completo del cine Mary. Mientras lo hacemos no podemos quitarnos de la cabeza el final de Media hora y un epílogo. Sin desvelar nada más (lo prometido en sesión cinematográfica es sagrado), me inclino por la justicia poética como colofón del que ya es el primer largometraje del director de Taranilla.
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Una treintena de personas sube al escenario. Reciben emocionados aplausos y más aplausos del público. Apenas aguantan unos minutos. El segundo pase espera.
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El número 23 de la calle La Unión de Cistierna es una fiesta. En honor no sólo de todo el equipo de Media hora y un epílogo, sino de todas y cada una de las personas que ayudaron a que este proyecto saliera adelante. Familiares, medios, colaboradores, contribuyentes de la campaña de crowdfunding… Para todos ellos, el sábado 5 de mayo hubo alfombra roja, photocall y mucho, mucho agradecimiento.
Epílogo
Los que hace apenas una semana disfrutaron—primero en sepulcral y expectante silencio y luego entregados al aplauso— del preestreno de Media hora y un epílogo, reconocerán en seguida el juego de espejos que acabamos de proponer. Los que no, tienen la oportunidad de solucionarlo acudiendo a partir de hoy mismo a cualquiera de las salas en las que se estrena de manera oficial —cines Van Gogh, Mary, La Dehesa, Paramés, Avenida y Velasco—.
Hace un tiempo Epi nos confesaba su admiración por el director Alberto Rodríguez. «Me interesa bastante lo que hace. Ha llegado a crear un mundo propio muy interesante. A veces medio en broma lo comento con alguna gente y digo ¡fíjate si aquí lo hiciéramos bien, si fuéramos capaces la gente del cine de unirnos un poco más, podríamos ser capaces de hacer lo que han hecho ellos en Sevilla! Han ido creciendo poco a poco, de manera muy honesta y han conseguido crear un pequeño mundo, una subindustria en Sevilla», nos contaba. Dimidium facti qui coepit habet, o lo que es lo mismo, «Quien ha comenzado ya ha hecho la mitad».
Ojalá muchas más Media hora y un epílogo. Ojalá.
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