Al abrigo de una buena biblioteca es imposible tener mala suerte. O desentonar, o quedarse en blanco, o sin recursos para el alma. Lo sabemos nosotros y lo sabe Noemí González Sabugal (Santa Lucía de Gordón, León, 1979), que nos acompaña y regala recomendaciones y experiencias a ritmo de blues como si tal cosa. Como si la literatura leonesa no fuese inmensamente afortunada de contar con su estilo sereno y elegante. Como si para llegar a escribir buenas historias bastara con hacerlo con los pies calientes.
¿Cuándo fue la última vez que te pudieron ver sola, leyendo en un bar como este?
Suelo leer en cualquier sitio, porque al fin y al cabo la lectura también es una actividad solitaria, agradablemente solitaria y elegida. Así que… posiblemente hace poco. En un bar no caigo, pero ayer mismo en el tren, por ejemplo.
¿Con una copa de vino?
¿Como la que aparece en Una chica sin suerte?
Exacto.
Pues no, más bien con un café. La cafeína me hace más falta que el vino. El vino me adormece más [ríe].
¿Puede ser que Big Mama imaginara y envidiara a Noemí Sabugal?
Sí, esa escena a la que aludes en la que Big Mama Thornton ve a una chica blanca, rubia, guapa, leyendo, muy concentrada… Sí, puede que ella me envidiara de alguna manera, así como yo la envidio a ella y a su talento musical.
Ella tuvo una vida muy dura. La pobreza y sus circunstancias familiares no le permitieron tener unos estudios, así que posiblemente envidiaría a una persona que pudiera estar leyendo en un bar, accediendo a una cultura que ella no tuvo opciones de tener.
Por otro lado, si coincidiéramos en el mismo bar, a mí también me llamaría mucho la atención y querría saber quién es. Y si la viera en un escenario, la envidia sería la mía, de eso no hay ninguna duda [ríe].
Puede que no cantes, pero tu talento como narradora se remonta a la infancia. De pequeña ya eras toda una cuentista.
Sí, tenía mucho rollo [ríe]. Siempre me gustó contar historias. Guardamos por casa algunas grabaciones terriblemente vergonzosas en las que queda constancia de ello. Aunque todavía no sabía leer, sí tenía ese interés fabulador de crear historias, algo que tal vez heredé de mi abuelo José. Él también era muy fabulador y nos repetía sus historias una y otra vez. Nos encantaba escucharle.
Y una vez que aprendí a leer, la cosa se acentuó todavía más.
Dime que lo primero que leíste en tu vida no fue la tapa de una alcantarilla…
[Ríe] Pues posiblemente. Mi abuelo siempre me decía eso. [Noemí guarda silencio unos segundos, emocionada]. Me emociona mucho hablar de él, teníamos una relación muy estrecha. Él siempre me contaba que de pequeña me paraba a leer todos los carteles y las alcantarillas, así que puede ser.
Tenía la costumbre de mirar hacia al suelo porque encontrar algo tan simple como un tornillo era todo un tesoro estando con mi abuelo. Y, al parecer, ya entonces me llamaban mucho la atención las letras, así que posiblemente «Aguas Sucias de Gijón» —era allí donde pasaba la mayor parte del tiempo con mis abuelos— fuera de las primeras cosas que leyera. Ahora que lo pienso, puede que tenga algo que ver con ese gusto por el submundo y las cosas soterradas de las que he hablado en algunas de mis novelas.
Para mí la lectura siempre ha sido un soporte vital. Es oxígeno. Con el tiempo, me di cuenta de que no sólo necesitaba leer, sino también escribir, crear. Todavía conservo muchas libretas de esos primeros escritos, sobre todo de poesía.
¿Y eso?
Tal vez porque requiere un punto menos de reflexión, porque es más intuitiva. Y precisamente esa intuición, ese deseo en torrente que te sale a través de la poesía, cuando eres pequeña es más fácil de canalizar. Un cuento tiene una estructura, ya no digamos una novela, así que empecé escribiendo poemas dedicados al campo, al paisaje… Porque hubiera sido un poco terrible y triste que una niña de siete u ocho años escribiera poesía existencial, ¿no?
Supongo [risas]. De todas formas, no tardan en aparecer esas Memorias de un libro abandonado, como resultado, además, de un castigo. Eso sí es creatividad.
Siempre he sido —y sigo siendo— muy desordenada, así que mi madre me castigó un día a copiar no sé cuántas veces «Debo recoger mi habitación». Logré camelármela para que en lugar de eso me dejara escribir un cuento. Transformé el castigo en algo satisfactorio para mí, así que fui una buena negociadora. El cuento se llamó Memorias de un libro abandonado y con él gané primero un premio en el instituto y después otro en un concurso provincial organizado por Caja España. Le saqué mucho rendimiento [ríe].
¡Y tanto! ¿Y cómo llega una niña de catorce años a Madame Bovary [Gustave Flaubert]?
De casualidad. Lo cogí sin tener conciencia de qué tipo de libro era, de su importancia en la historia de la literatura. Imagínate, pasé de leer María Gripe a Madame Bovary. Me quedé impresionada, sobre todo con la profundidad psicológica de los personajes.
No lo he vuelto a leer desde entonces —de momento, no soy de releer libros—, pero analizándolo ahora, quizá fue también la primera vez que me encontré con algunas cuestiones que, andando en el tiempo, me han interesado muchísimo en la literatura. Por ejemplo, la ambigüedad moral, los personajes que no son monolíticos, que pueden hacer «cosas malas» intentando conseguir un buen resultado. O esa idea del límite, de la presión social, del individuo frente a la sociedad que también encontré más tarde en La Regenta [Leopoldo Alas, Clarín]. Es una cuestión que siempre está presente, de alguna manera, en mis libros. Quiénes somos nosotros y quiénes son los demás, de qué manera nos vemos contaminados, modificados, o hasta falseados por la sociedades, en definitiva, la vida.
Su lectura me descubrió un tipo de literatura que yo desconocía, pero fue de una manera muy casual. No tuve a nadie que me fuera guiando en mis lecturas. Fui muy a ciegas, leyendo aquí y allá, todo lo que caía en mis manos.
¿No tenías biblioteca propia?
Utilicé mucho la biblioteca de mi pueblo, y en casa sí que había algunos libros —de Pearl S. Buck, por ejemplo—, pero no tenía a nadie que me recomendara. No tenía a ningún gran lector en mi entorno, en mi familia.
Por eso muchos de los libros que entiendo que son el origen de un buen lector —como por ejemplo los de Stevenson—, los leí mucho más tarde, de veinteañera.
¿Cuándo llegas a los cómics?
De pequeña leí las viñetas típicas: adaptaciones de Disney, Mortadelo y Filemón, 13, Rue del Percebe…
Después estuve muchísimos años sin leer cómic, hasta que descubrí la novela gráfica, y me quedé fascinada con obras como Maus [Art Spiegelman] o autores como Marjane Satrapi, Paco Roca, Ángel de la Calle o Alfonso Zapico.
Volví al cómic con muchas ganas, con mucha pasión, porque descubrí que había temas que se me habían escapado. Joe Sacco, por ejemplo, hace algo maravilloso entre el cómic y el periodismo.
Creciste en Santa Lucía de Gordón al amparo del ferrocarril. Y en un tren también te marchaste a estudiar a Madrid Periodismo. ¿Por qué Periodismo y no Filología Hispánica, por ejemplo?
Para escribir. Tenía clarísimo que lo que quería era escribir, no dar clase. Quería ser escritora.
El periodismo, además, te permite conocer muchos mundos, personas y ambientes diferentes, y eso es fantástico de cara a la escritura. Es verdad que también te quita mucho tiempo, porque es una profesión muy exigente —como debe ser—, pero era la elección que más se adecuaba a lo que yo quería dedicarme.
¿Te fuiste siguiendo el consejo de Baroja para todo aquel que quisiera ser escritor: irse a Madrid y ponerse a la cola?
No, en ese momento no conocía su consejo [ríe], pero sigue siendo lógico y tristemente válido. Las grandes ciudades mantienen, en cierta manera, su estatus como epicentro de la edición, de los contactos y de las oportunidades.
Hoy en día puedes escribir desde cualquier sitio —yo he conseguido publicar desde León en una editorial nacional—, porque además han ido surgiendo muchas editoriales interesantísimas fuera de Madrid o Barcelona, como Pepitas de Calabaza o Ediciones del Viento, pero lo haces con la etiqueta de «escritor de la periferia» y con mayores dificultades.
Bueno, precisamente con un artículo sobre la situación de un barrio de la periferia de León, crecido además al calor del ferrocarril, consigues tu primer reconocimiento como profesional. «De cruce de caminos a cruce de culturas» (2005), te valió el Premio de Periodismo de Castilla y León Francisco de Cossío. ¿Fue un tema propio o impuesto por el medio?
Me lo sugirió Ángela Domínguez, que por entonces era la subdirectora de El Mundo-La Crónica de León. Fue un reportaje que se hizo, además, de una manera muy apresurada. Me pateé el barrio de El Crucero junto con el fotógrafo por la mañana, por la tarde lo redacté y salió publicado en la edición del día siguiente.
Le guardo mucho cariño porque creo que daba y da una buena perspectiva de multiculturalidad en ciudades pequeñas. De los otros mundos que están en el nuestro. Pensamos en inmigración y nos vamos a Madrid, Barcelona o Sevilla. Desconocemos cuál es la situación en nuestra propia ciudad cuando hablamos de núcleos más pequeños, como es el caso de León.
La idea de arrojar un poco de luz sobre la variedad que tiene la sociedad en la que vivimos me parece muy interesante. De hecho, no sé si era el primer reportaje que hacía de inmigración, pero hice muchísimos más. Conjugaba muchos intereses que yo tenía y lo hice con muchísimo gusto. Y después tuvo un resultado inesperado y muy positivo [ríe].
¿Pensabas ya entonces en cómo asesinar a Sócrates? Tu primera novela —El asesinato de Sócrates, 2005— se desarrolla en gran medida, en ese mismo barrio de El Crucero.
La verdad es que no. Pero dicen que las primeras novelas son, en cierta medida, el resultado de lo que conoces bien, y aunque en principio no creo en dogmas de ningún tipo, es cierto que en mi caso sí fue así. Y además creo que fue positivo, porque al fin y al cabo, hablé de una ciudad que conocía —ese San Martín que era León—, de barrios que conocía y me interesaban—como el del Crucero que en el libro era el del Ferro—, de la inmigración…
De parques como el de Cervantes —que en realidad es el de Quevedo— donde dices «residían todos los regalos de cumpleaños con alas de la ciudad».
¡Es cierto! El asesinato de Sócrates estaba basado en la ciudad que yo conocía. Introduje ambientes —la zona del río, de las lomas…— y elementos muy reconocibles de León, como el vendedor de cupones de la calle Burgo Nuevo.
Y también hice lo propio con parte del mundo del periodismo, de la política y de la empresa que había y hay en León.
Creo que fue Valentín Carrera quien dijo que escribiste el guion y cinco años después la Audiencia Nacional te plagió el sumario…
Sí, la verdad es que tuve una sensación extraña cuando salió a la luz toda la Operación Púnica. Cuando me enteré, recuerdo que publiqué en redes algo así como «Esta noche he vuelto a San Martín».
Y así fue en parte, porque la novela recogía ese enviciamiento de la política. Es muy difícil mantener algo así en el tiempo, de forma indefinida, y menos en un lugar pequeño, donde todo se sabe. En León no era nada positivo cómo se estaban llevando muchas cosas. La Púnica lo que demostró fue una costumbre de hacer las cosas y de entender la política que era muy de reino de taifas, de hacer de tu capa un sayo, de trabajar en los márgenes de manera natural.
Por entonces cubrías sucesos en La Crónica de León. ¿Te quistaste la espinita de todo lo que no habías podido contar como periodista, como decía Vázquez Montalván que hacía?
Es verdad que la literatura te permite mucha más flexibilidad en ese sentido, pero en mi caso me interesaba no sólo denunciar esa falta de limpieza, esa sensación un poco claustrofóbica que me parecía que tenía la política y la empresa en esta ciudad, sino emplear para hacerlo herramientas que sólo te proporciona la literatura. Te hablo de estilo, de profundidad psicológica de los personajes, de búsqueda de una belleza que no te da el periodismo.
Fíjate que Balzac, que vivió en la época del fracaso de los ideales proyectados por el Romanticismo, mostraba en Las ilusiones perdidas —1837—diferentes tipos de corrupción que, en última instancia, llevan a los protagonistas a perder sus ilusiones: la corrupción periodística, la corrupción literaria y la corrupción empresarial. Decía: «Un periódico ya no está hecho para ilustrar, sino para halagar opiniones».
Creo que era George Orwell el que decía que todo lo que no es periodismo son relaciones públicas. Y es así. No se puede perder de vista el objetivo primordial del periodismo como supervisor, como cuarto poder.
Y tampoco lo complicado que es que así sea, sobre todo si tenemos en cuenta la propiedad de los medios de comunicación. Esa es la cuestión clave, junto con la dependencia económica de unos medios que hoy en día se encuentran en un estado de fragilidad. Por eso el dinero público acaba muchas veces sirviendo como moneda de cambio.
Pero a pesar de todo, sigo confiando y creyendo en su función controladora, porque, al final, si no lo cuenta un medio lo cuenta otro. Aunque tarde un tiempo. Mira lo que ha pasado por ejemplo con Jordi Pujol. Una mentira o una situación irregular es muy difícil que se mantenga de manera indefinida. Eso era lo que quería denunciar en El asesinato de Sócrates.
Y lo haces teniendo en cuenta el lenguaje seco y la capacidad para retratar atmósferas de Hammett, el desarrollo psicológico de los personajes de Chandler o el tratamiento del problema racial de Chester Himes.
Reconozco que no he sido una gran lectora de novela negra. No me he centrado sólo en este género, siempre he sido muy omnívora en este sentido, pero por supuesto tuve muy en cuenta a los canónicos. A Hammett, a Chandler, pero también a Fred Vargas, a Patricia Highsmith…
Cuando leí las novelas de Hammett, que son las primeras a las que me acerqué, encontré que esa atmósfera era la perfecta para mi historia. Entendí que el género era el más adecuado para poder abordar de una manera completa lo que quería contar.
Ricardo Magaz considera que el género negro es un término muy ambiguo y muy amplio, pero al final sus elementos comunes y definitorios son tres: la transgresión, la muerte y el sexo.
Bueno, no en mi caso necesariamente. Si vamos a lo canónico Chandler decía que la novela negra era aquella que trataba el crimen, el mundo del crimen en sentido amplio.
Desde luego en mi caso, el verdadero interés del género está en las posibilidades que ofrece para tratar y reflejar lo social. Es la novela de la alcantarilla, de las aguas sucias, de aquello que se barre bajo la alfombra. La diferencia que se ha establecido entre lo que es novela negra y novela policíaca es que la primera es un reflejo de la sociedad. Agatha Christie construía una trama en lo que lo interesante era descubrir o adivinar quién había sido el asesino. La novela negra, en cambio, es la novela de la corrupción, de la delincuencia, de la prostitución… y también de la oscuridad personal, de la ambigüedad moral de los protagonistas de la que hablábamos antes. Ese ha sido uno de los grandes hallazgos del género.
Los protagonistas de Hammett, Chandler o Highsmith no son monolíticos. A veces incluso, no son ni decentes [ríe]. No son personajes correctos, funcionan muy al límite y a veces se lo saltan. Ese mundo oscuro en el que se mueven a mí me interesaba mucho.
Y en cuanto al sexo, creo que puede aparecer o no. De todas formas en mis novelas —sobre todo en las dos primeras— el sexo que aparece es muy triste, muy insatisfactorio. Es un sexo que pone de manifiesto la intemperie sentimental de los protagonistas, su incapacidad sentimental, su miedo a amar, a ser vulnerables.
Es verdad. Marcos y Julián, pueden llegar a ser más hombres de madera que el propio Pinocho. Tu revisitación del personaje en Demasiado humano es maravillosa.
¡Gracias! Forma parte de un proyecto de Cristina Fallarás de cuentos pensados para adultos, aunque la verdad es que no hace mucha adaptación. La mayoría son tremendamente crueles y tristes. Mucha gente no lo sabe, pero al Pinocho que ideó Carlos Collodi, por ejemplo, le acababan colgado de un árbol. Le pidieron un final más dulcificado y acabó siendo un cuento infantil, pero esa era su verdadera historia.
¿Por qué Pinocho?
Por la idea de contraposición entre lo natural y lo artificial. Es algo que me interesa muchísimo y que está presente en grandes de la literatura como Philip K. Dick. ¿Qué diferencia lo natural de lo artificial? ¿Qué es más humano, un robot o un humano incapaz de sentir o de solidarizarse con los demás?
Y para trabajar esa idea de lo artificial, de determinar qué es realmente lo humano, Pinocho era perfecto. Él ya era una persona, pero quería serlo de verdad, de carne y hueso.
Además, aproveché que acababa de regresar de Marrakech para ubicar la historia allí y darle una vuelta más…
Disfruté muchísimo imaginándome a Pinocho en chilaba, cotizando en la seguridad social con sus 95-97 años [risas].
Claro, Pinocho tenía que ser representante de una empresa de barnices, qué menos [ríe], así podía abrirse la camisa y pintarse en el pecho para demostrar su buena calidad.
Hablando de ciencia ficción, en 2015 publicas el relato Berlín Mechanical Men —ilustrado magníficamente por Pablo J. Casal—, en el que el carbón es la base de ese futuro distópico que dibujas.
Lo hice a posta, claro. Nuestro pasado fue nuestro mejor futuro. Es una paradoja, pero es así. Fue el momento en el que León fue más rico.
Me invitaron a participar en una antología steampunk, algo que no había probado nunca, e incluir el tema del carbón me pareció perfecto. Al fin y al cabo, el género hace precisamente referencia a la época de la tecnología del vapor, a la época victoriana, así que el carbón aparece como algo fundamental.
Es nada más y nada menos que el alma de los robots.
La historia me permitía trabajar otra vez esos límites entre lo humano y lo real, haciendo un guiño al Yo Robot de Asimov, el tema laboral, el del carbón… Son robots que sienten e incluso piensan, en algún caso, como humanos, pero que están desprovistos de derechos. Por eso aparecen —como se ve en esta ilustración de Pablo [señala]— aquellos que los defendían y luchaban por sus derechos laborales (los prorrobóticos) y aquellos que sólo les daban la misma consideración que se les daba a los esclavos (neoluditas).
La historia formó parte de la antología Retrofuturismos, y además se publicó por capítulos en La Nueva Crónica, donde desde 2013 tienes una columna semanal. En la primera de ellas te preguntabas qué sostenía a las columnas periodísticas. ¿Ya has encontrado la respuesta?
Fue una metacolumna en la que efectivamente reflexionaba sobre su sentido, y aprovechaba, además, para citar a uno de los columnistas que más admiro: Julio Camba. Era extraordinario. Tenía un sentido del humor y una originalidad a la hora de mirar de los que a veces están muy desprovistos nuestros periódicos, y es una pena.
La empecé con mucho respeto y ahora, visto desde la perspectiva que dan los años, puedo decir que estoy bastante contenta. Hacer una columna semanal exige tener siempre las antenas orientadas a la información. Has de ser capaz de captar lo que está pasando y escribirlo de manera diferente.
Las mejores columnas no son sólo aquellas en las que la opinión me parece más acertada. Tienen que tener algo diferente, aportar una mirada original, dar una vuelta de tuerca a la actualidad y, desde luego, estar escritas de una manera estéticamente interesante. Es un género que me interesa por lo que tiene de cercano con la literatura. Te permite una mayor flexibilidad, te da más margen. En mis columnas he hecho microrrelatos, he hecho columnas de ficción…
Has hecho hasta verso.
Sí, también. He cogido Aullido de Allen Ginsberg y lo he convertido en una columna pasándola por León. Eso es algo que no me puedo permitir en una pieza periodística normal. Por eso la columna de opinión me gusta tanto, por su cercanía en cierta medida con la literatura.
Pues volvamos al mundo literario. ¿Cómo de cerca crees que estamos de tener que preocuparnos por la advertencia que nos dejó Ray Bradbury: «No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe»?
Me considero más integrada que apocalíptica, y además, más optimista que pesimista. Pienso que, como dice aquel, cualquier tiempo pasado fue anterior, pero no mejor.
Estamos en el momento de la historia en el que hay más potenciales lectores que nunca. ¿Qué pasa? Que también es verdad que hay más potenciales posibilidades de ocio que nunca. Pero también hay más tiempo de ocio que nunca, y ahí es donde debe entrar la literatura.
No creo que estemos peor que nunca, pero sí que podemos hacer muchas más cosas por mejorar el interés de la gente por la literatura. La educación, por ejemplo, tiene mucho camino por andar. Pero también los programas públicos de apoyo a autores, de apoyo a la traducción para que sus obras se conozcan y distribuyan dentro y fuera de España…
Muchas veces el problema está en que las políticas públicas consideran la cultura como un mero elemento decorativo. No valoran el trabajo y la riqueza que pueden generar. Eso en otros países no pasa. Tengo un amigo que tradujo su libro al alemán y fue de invitado a la feria de Colonia para promocionarlo. Cuando volvió, me contó alucinado cómo allí la gente no sólo se compraba el libro, sino que pagaba por escucharle presentarlo. Es decir, había una valoración de lo que es el trabajo intelectual, artístico, de creación.
Esa valoración en España se produce de una manera un poco esquizofrénica. Por una parte se admira a aquellos que producen cultura y arte, pero por otra nunca se les apoya y se les califica de veleidades. La palabra artista casi se ha convertido en una especie de insulto extraño.
En España siempre ha ocurrido, y de ello han hablado Valle Inclán, Unamuno, Baroja… Se valora, pero no se apoya. No se considera que ahí haya que invertir dinero, sino que la política del todo gratis se impone en la cultura antes que en otras cosas.
Dices que en el ámbito educativo queda mucho por hacer. ¿Cómo hace Noemí Sabugal para trabajar en prensa, alimentar a la musa, e instruir a adolescentes?
A la educación he llegado de manera un poco exploratoria. Me interesa, y valoro muchísimo el trabajo de la gente que se dedica a ello porque creo que es fundamental. Y este es el primer punto a mejorar, su valoración social. El maestro o el profesor, no es un «cuida niños». Ni las escuelas o los institutos son «aparca niños» o «aparca adolescentes».
Necesita, igualmente, un mayor apoyo por parte de la política. Tienen que tomársela en serio y dedicarle más recursos. Reducir el número de profesores y aumentar el ratio de alumnos por clase tiene consecuencias.
En el caso de la literatura hay otra cuestión importante que debería tenerse en cuenta y revisar: los programas educativos. A veces estás tan atado que los chicos, por ejemplo, estudian autores que no han leído, que no conocen y cuya vinculación es nula.
Hablábamos con Vicente Muñoz Álvarez de ello y nos decía que antes de estudiar Historia de la Literatura tienes que haberte enamorado de ella previamente.
Estoy totalmente de acuerdo. También es necesario crear una mayor vinculación con la escritura. Tienen que escribir sus propios relatos, sus historias, ver que es algo personal, que es algo que les interesa. Tú eres el protagonista, escribe tu relato, tu microrrelato, tu poema. Cuéntame algo que salga de ti.
Pero los programas educativos actuales son excesivamente rígidos en este sentido, y no favorecen este tipo de cuestiones creativas.
Y tampoco permiten profundizar en según qué cuestiones importantes a la hora de forjar una opinión crítica. Por ejemplo, no todo el mundo entiende la importancia de la documentación en el proceso creativo. En tu caso se aprecia indudablemente tu vertiente periodística en ese gusto por la precisión, por el peso de la verosimilitud del relato. En tu siguiente novela, Al acecho —2013— todo lo que sucede, a excepción de la trama central, ocurrió de verdad.
Supongo que el trabajo periodístico se ha reflejado en los libros, pero para mí ya es una necesidad. Si te hablo de algo, tengo que estar informada y tengo que saber de qué hablo. En el caso de Al acecho además, había mucho trabajo de hemeroteca.
Y en Una chica sin suerte fue igualmente importante y laborioso. Ten en cuenta que estamos hablando del año 65 así que no podía armar una historia únicamente intimista. No podía centrarme sólo en quién era y a dónde se dirigía Big Mama Thornton desde un punto de vista artístico o creativo y pasar por alto que en ese mismo año habían matado a Malcolm X, se había promulgado la Ley del Derecho al Voto de Lyndon B. Johnson o se habían producido las marchas de Selma a Montgomery. De hecho, toda esa parte de documentación es la base sobre la que yo construí mi historia.
Eso sí, hay que tener en cuenta que la documentación es fundamental, pero no puede ahogar la historia. Todo lo contrario. Tiene que estar al servicio de lo que quieres contar, de la historia y de los personajes. Si no, hablaríamos de otra cosa. Estaríamos ante un ensayo.
Si lo que me interesa es la Guerra Civil y la República, o el año 65 o la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos o Vietnam y la Guerra Fría, no hay nada mejor que coger un ensayo. Aprovecho además para reivindicarlo, porque es un género que me interesa mucho —y creo que cada vez me va a interesar más—, pero que en España todavía no tiene mucho público.
Tal vez porque aquí todavía estamos —cada vez menos— muy pegados al ensayo academicista, universitario. Parece que los ensayos tienen que ser para los expertos. En Gran Bretaña siempre han concebido el ensayo como vehículo de comunicación. El ensayo se hacía para que lo leyera la gente, como debe ser. Es algo que están trabajando muy bien, por ejemplo, Emilio Gancedo —Palabras mayores. Un viaje por la memoria rural, 2015—, Paco Cerdà —Los últimos. Voces de la Laponia española, 2017—, Virginia Mendoza —Quién te cerrará los ojos: Historias de arraigo y soledad en la España rural, 2017—, Ignacio Martínez de Pisón —Filek: El estafador que engañó a Franco, 2018—, o Juan Soto Ivars.
Hablando de fuentes y documentación, ¿qué opinas sobre El Voyeur de Gay Talese, sobre el periodismo gonzo[1], sobre sus límites?
En España hay gente que ahora mismo está haciendo un periodismo gonzo muy divertido como es el caso de Sabina Urraca.
Es un tipo de periodismo que ya hicieron otros como Nellie Bly, que se internó en un manicomio. No es algo que haya inventado Gay Talese. Él es el continuador de los reportajes hechos en primera persona, y junto con otros como Hunter S. Thompson, han incorporado una vertiente muy canalla, muy gamberra.
¿Cuáles son sus límites? Los mismos que los que nos pondríamos en cualquier otro ámbito creativo. Límites también puede tener una novela. ¿Por qué tenemos que seguir hablando de Lolita como una novela que incita a la pederastia? Si mi protagonista es un pederasta, tengo que ser creíble y verosímil con cómo es ese personaje. La cuestión moral tiene que ser preexistente. Tú ya sabes que eso está mal, pero el personaje tiene que ser creíble. Lo que no puedes hacer es moralizar a través de tus libros.
En la literatura puedes escribir de cualquier cosa, puedes hacer un Justine de Sade y tiene su espacio, su hueco, su interés. ¿Hay que reprobarlo moralmente? Ese es otro debate diferente. No estás delinquiendo al escribir Justine o Lolita, aunque a Vladimir Nabokov le llevaron a juicio por ese libro.
Ocurre lo mismo con el periodismo. ¿Qué límites puede haber? Puedes cometer un delito ejerciendo el periodismo, porque hay límites legales relacionados con el derecho al honor o la intimidad. Más allá de eso, para mí establecer límites es peligroso.
Vamos ya con Big Mama Thornton. ¿Os conocisteis vía YouTube, verdad?
Sí. La descubrí, precisamente, documentándome para una novela que no ha salido todavía. Buscaba información para recrear un grupo de blues que me había inventado en el que sólo cantan mujeres y me encontré con un vídeo suyo cantando Hound Dog. Me quedé flasheada. La música, la voz de esta mujer, la personalidad que tenía… Empecé a leer cosas por Internet, a ver fotografías, pero no encontré ninguna biografía suya.
Tiempo después me enteré de que Michael Spörke iba a publicarla y me puse en contacto con él. Él es un hombre muy singular. Es alemán, parapléjico y político, así que tiene dos tipos de obras: las relacionadas con políticas de integración de personas con discapacidad y las relativas a su pasión, la música. En 2009 publicó la biografía de Janis Joplin [Living with the Myth of Janis Joplin], y a través de la canción Ball and Chain llegó a Big Mama Thornton. A mí me ha pasado un poco al revés. Estoy escuchando más a Joplin a través de Big Mama Thornton.
La verdad es que Big Mama Thornton: The Life and Music me fue muy útil en algunos momentos, y por eso está incluido, por supuesto, en los agradecimientos de Una chica sin suerte. Es cierto que no cuenta nada sobre la gira europea de Thornton —salvando alguna reseña de los conciertos, apenas hay información al respecto porque ninguno de ellos llevó un diario o publicó nada— pero sí que me ayudó a hacerme una idea más certera de cómo habían sido esos primeros años de la vida de Willie Mae.
He trabajado con toda la documentación que he podido para acercarme a ella y no falsear al personaje en ningún caso. Algunos testimonios hablan, por ejemplo, de una mujer dura, que decía muchos tacos, que había salido a los catorce años de casa y había viajado con músicos de blues ella sola. Siempre iba con navaja, a veces incluso armada con pistola… Pero también era una mujer muy sensible.
¿Y cuándo comenzó Big Mama Thornton a hablarte?
Una chica sin suerte ha sido una novela muy de voz, de personajes. Siempre se dice que hay escritores de brújula o escritores de mapa. Yo no me quedo sólo con uno, normalmente me oriento con todo lo que puedo, y más, pero en este caso hablamos de una novela más de brújula, más intuitiva. ¿Por qué? Porque escuché esa voz. De ahí los capítulos en primera persona. Quería que hablara por sí misma, que se manifestara.
En la lectura se nota un cierto pudor y mucho cariño a la hora de perfilar el personaje. Una cierta protección.
¿En qué sentido?
Pues, por ejemplo, no profundizando demasiado en algunas cuestiones delicadas.
Sentía una cierta conexión con una persona que había tenido una vida muy dura, muy a la intemperie en lo sentimental. Supongo que te refieres, por ejemplo, al tema del hijo. Es una de las cosas que desconocía y que sólo he encontrado en el libro de Michael Spörke. Ella nunca hablaba de ello, así que lo reflejo muy por encima en la novela. Pero tenía que estar ahí porque dar un hijo en adopción o que te lo quiten —no se saben exactamente las circunstancias—, procura un dolor indiscutible que no podía obviar a la hora de construir el personaje.
Con respecto a si era lesbiana o no, tampoco es una cuestión que esté clara, así que incluyo algunos párrafos ambiguos al respecto. Puede haber un deseo o simplemente una cierta envidia, como hablábamos al principio. Las mujeres a las que mira le parecen preciosas y con una vida que ansía, aun siendo consciente del talento que tenía. Porque tengo clarísimo de que sabía que lo tenía. Su pasión por la música era enorme.
Es un claro ejemplo de autodidactismo, y también de artista que sufre con los vaivenes propios de la profesión. La inseguridad, la incomprensión, el miedo al fracaso…
Es algo que me interesaba mucho trabajar, y sobre lo que se ha escrito mucho. Hay muchas publicaciones en torno a la vida de músicos, de escultores, de cineastas… ¿Por qué? Pues porque es normal que sintamos una conexión con otras personas que han intentado transmitir algo con sus creaciones. Y yo la sentí.
Big Mama Thornton era una creadora en el sentido más amplio de la palabra. No sólo cantaba lo que otros le podían escribir. Sin saber solfeo ni tener ningún tipo de formación musical, componía sus propios temas, y tocaba la armónica y la batería, algo muy habitual, por otro lado, en el mundo del blues.
El origen del blues está en los cantos de los esclavos, en los cantos de trabajo, que puede haber en cualquier sitio, como el «A la luz del cigarro voy al molino» de León. Se entonaban para animarse, para marcar un ritmo de trabajo y para sacar fuera la sensación de tristeza.
Ese origen de pobreza del blues me interesaba muchísimo. Muchos de sus músicos y cantantes eran analfabetos, así que la música se transmitía de forma oral y se aprendía de manera intuitiva e instintiva. No sólo no sabían solfeo, es que muchos no sabían ni leer ni escribir.
Es gracioso cómo reflejas la «manía» que les tenían, por ejemplo, a los Beatles.
[Ríe], claro, es que en ese momento el pop les estaba arrinconado completamente. Nadie les reivindicaba como músicos. Sólo algunos, aprovechando su gira Europea, les dieron su lugar. Sabemos, por ejemplo, que los Rolling Stones se pusieron el nombre por una canción de Muddy Waters y que tanto ellos como Robert Plant de Led Zeppeling asistieron a los conciertos de la American Folk Blues Festival durante esos años.
En la calle Alcalá de Madrid, en el sótano de la Sede del Instituto Cervantes, existe una cápsula del tiempo en el que los grandes de las letras hispánicas depositan su legado en cajas de seguridad que no se abrirán hasta que los firmantes consideren oportuno. En el caso, por ejemplo, de Antonio Gamoneda, será en 2032. ¿Qué contendría la caja de las letras de Noemí Sabugal?
¡Guau! Difícil pregunta. Me parece muy pronto para que me den un casillero, yo si eso me pongo a la cola como decía Baroja [ríe].
No lo sé todavía. Quizá dejaría algo más relacionado con el tema vital, pero para eso tengo que vivir un poco más. Ahora mismo posiblemente metería los libros que he escrito y poco más.
Lo que sí espero es que Gamoneda no nos haya hecho la gran pascua de meter la segunda parte de sus memorias allí… [ríe].
[1] El término, que hace referencia a una corriente periodística en la que el profesional vive en primera persona aquello sobre lo que informa, y lo experimenta, fue acuñado por el periodista Bill Cardoso para referirse al tipo de periodismo que practicaba Hunter S. Thompsona partir de la publicación del artículo Kentucky Derby.
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