Abrir un artículo con una cita de la RAE, no equivale precisamente a tocar con las teclas la cúspide de la originalidad periodística, pero puestos en el camino de la lengua y sus manías, descubrimos que los académicos lidian casi a diario con numerosos palabros, y definen este término como un sinónimo coloquial de lo que le resulta raro al diccionario.
Sin ánimo de ofender es fácil imaginar —o al menos suponer—, que al norte del Sistema Central se habla un castellano más puro que al sur de Sierra Morena, dato sin pretensión alguna que no impidió a ilustres hispanistas extranjeros como Gerald Brenan, enamorarse hasta las trancas del paisaje del olivo. Continuando con el ejercicio de la suposición, quizás muchos leoneses sean de los que opinan que por aquí la lengua romance del español se habla mejor que en cualquier otro lugar, con nuestras expresiones heredadas, eso sí, pero sin acentos apreciables ni dejes llamativos…; es decir, sin tener en cuenta localismos entrañables como el abuso del diminutivo, esos laísmos y leísmos que tanto nos traen de cabeza o el tono cantarín que nos hermana con gallegos y asturianos.
Si seguimos rascuñando bajo la piel de nuestra forma de hablar, no tardaremos en encontrar palabras y expresiones que se abandonaron al pasar del campo a la ciudad, pero que siguieron vivas en los pueblos casi hasta anteayer, y que en ocasiones, han logrado colarse de manera aislada entre nosotros.
Irene Fernández Gutiérrez nació en Villacil en 1949. Durante años trabajó en el Banco Pastor, filial ahora del Popular, y tras su prejubilación hace más de una década comenzó a poner por escrito un registro personal por mera curiosidad que la llevaría a convertirse en coleccionista de palabros en vías de extinción.
Supo así que a los niños que se saltaban las normas mucho antes de la «nueva educación» no les daban un capón sino un torniscón —o un mosquilón si era con la mano abierta—. Que los más pequeños casi siempre son incapaces de controlar esos narrios —secreciones nasales masivas del color del aguacate—, a los que sólo un buen sorbido hacia adentro o un moquero de tela podían poner freno. Que con la llegada del calor los gatitos suelen colocarse a la retestera del sol y que si no aceptan de buen grado la compañía humana resultan escarduzos. Que una buena picadura de insecto forma una tortolla de categoría. Que en la cocina las manos se limpiaban con una rodea, y la parte más sabrosa del pan de hogaza era la encetadura. Que al lambrón se le llena el papo antes que el ojo y precisamente por eso corre el riesgo de empapizarse. Que los adultos malhumorados se expresan reburdiando. Que a la exhibición del cuerpo no se le llama hacer nudismo sino estar engitas y que al llegar a casa estingarriado o estingarriada —también es válido sustituir la letra t por una c—, lo mejor es una cena ligera antes de cocharse en el lecho.
Cuenta Irene que fue durante su trato diario con los clientes del banco, cuando comenzó a fijarse en los nombres propios de quienes pasaban por allí, auténticos palabros también. Cierto día, alguien tuvo la lindeza de decirle a ella que su nombre «era feo», ignorante sin duda, que en el griego antiguo Irene (Ειρήνη) es un término alusivo a la paz. Al igual que con la terminología popular en desuso, ha ido elaborando un registro con nombres llamativos, palabros que lejos de su contexto etimológico no están exentos de cierto aliño cómico. Recuerda de su etapa laboral que atendió las necesidades de un tal Procopio, de Excupiticinio o de Cojonciano, entre otros, y esbozando una sonrisa es incapaz de disimular la malvada pregunta que ya circula por nuestras mentes: «¿Cómo llamarían de pequeño a este último?».
El santoral ha sido durante generaciones, responsable de la pervivencia de infinidad de nombres peculiares, algunos de los cuales están marcados por una profunda raíz histórica. Tiempo atrás los recién nacidos eran nominados como el santo católico del día, y no pocas veces esos nombres se inscribían con errores de sílabas o letras en los registros eclesiásticos o municipales. «Muchos descubrieron que no se llamaban como pensaban cuando empezaron a recibir los Documentos Nacionales de Identidad», afirma Irene.
Con sus particulares registros entre las manos, cita matrimonios que ella ha conocido personalmente como los de Régulo y Herócita, Melitina y Afrodisio o Nicerata y Hemeterio, y bromeando está de acuerdo con nosotros en que no hay mayor honor que llamarse Olímpico de Jesús. Una rápida consulta a sus notas nos permite descubrir nombres que se pueden ordenar fácilmente por su procedencia geo-histórica, y que estuvieron presentes, o lo siguen estando, en muchos pueblos de la provincia de León. Entre los de origen griego —además del ya conocido de Irene—, destacamos Eurípides, Leónidas o Afrodisio; Emérita, Agripino o Lupicinio entre los romanos y sólo por citar algunos ejemplos Fredesvinda, Cunegunda o Alberico entre los germano-godos.
Los nombres propios atienden a modismos, costumbres, tradiciones, herencias o creencias. A veces incluyen alusiones a la familia, al padre, la madre, a un antepasado común, o a los valores que hicieron destacarse a éste por encima del resto. Pura historia.
Los palabros que normalmente no entendemos por aquello de la caducidad semántica resultan ser como espectros efímeros, reflejos descontextualizados del tiempo, herencias de un pasado que no volverá. Pura historia, otra vez. Sólo por eso merecen ser rescatados, definidos por la filología y conservados, y si la sociedad lo tiene a bien, devueltos a la vida con el uso cotidiano. Si con el esfuerzo de unos cuantos la palabra almóndiga ha encontrado un hueco el diccionario, cualquier cosa es posible en el universo de la lengua popular.
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