Entrevistas, Literatura — 04/11/2018

Vicente Muñoz Álvarez: «En este momento el concepto de generación perdida, de desarraigo, tiene más trascendencia que nunca»

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Decía Dorothy en ‘El Mago de Oz’ que como en casa no se está en ninguna parte, así que decidimos encontrarnos con Vicente Muñoz Álvarez (León, 1966) en el que una vez fue su segundo hogar. Lo recorre, primero con la mirada, y admite que sólo en parte es capaz de reconocer la antigua casa de su abuela. Lo hace sin siquiera un pellizco de esplín, ese sentimiento que da nombre a uno de sus muchos poemas y que se deja caer de manera muy frecuente en sus escritos. Lo mismo que la lluvia, el insomnio, el tabaco, el desasosiego, la angustia berhardiana o la mujer dormida. «Y ojalá nuestros relojes marquen para los dos las mismas horas», implora en uno de ellos. En nuestro caso, por fortuna, ha sido así.

Me he curado en salud y te he traído a un espacio que forma parte de esas «Cosas que todavía te hacen sonreír», a la Torre y llave de Plata, a la Casa Botines.

Estoy encantado, la verdad. No había vuelto aquí, a este torreón, desde hace muchos años. Aquí pasé gran parte de mi infancia y juventud. Aunque parezca mentira, esta parte del edificio eran viviendas, y en una de ellas vivía mi abuela.

En Regresiones hablo de este edificio como «Torre y llave de Plata» en referencia a uno de mis autores fetiche, sobre todo en mi juventud: Howard Phillips Lovecraft. En uno de los relatos[1] que incluye su Viajes al otro mundo, menciona una llave de plata que le transportaba a los recuerdos de su infancia. Era como una especie de salto temporal, de máquina del tiempo.

Yo lo asocié en seguida con la Casa Botines y la torre de mi abuela, que de manera parecida me hace retrotraerme a mis recuerdos más tempranos, de ahí el nombre.

Este entorno para ti es sinónimo de infancia, de cromos, de cómics de fin de semana, de manzanas de caramelo y platillos voladores. ¿Cuál es tu Rosebud [2]?

Pues no sé realmente cuál decirte. Quizá una mezcla de las cinco o seis estampas que reflejo en la primera parte de Regresiones. Son recuerdos que tengo un poco difusos, pero marcados a fuego al mismo tiempo. Me marcaron en muchos sentidos, pero sobre todo como narrador, o por lo menos como ensoñador.

Mi padre tiene una imaginación desbordante y se pasaba el día contándome historias y leyendas, también sobre esta casa, así que potenció de alguna manera su parte siniestra. También tenía una parte luminosa, pero este caserón para un niño de seis años, con las escaleras oscuras, con mi abuela muy mayor… desarrollaba o despertaba un poco el sentido de la ensoñación, que para mí es clave.

¿Por qué?

Porque mi manera de escribir, incluso de pensar, es un poco la de ensimismarme, la de ensoñar… Como decía Edgar Allan Poe, «sin dormir, pero soñando».

En Regresiones hablo de este edificio como «Torre y llave de Plata» en referencia a uno de mis autores fetiche: Howard Phillips Lovecraft

Regresiones (2015) es, efectivamente, un bello y laborioso ejercicio de memoria. Además del lógico proceso de documentación, ¿te apoyaste en algo más? ¿Guardabas algo escrito de la época?

No, qué va. La verdad es que este libro lo arranqué pensando en hacer un repaso de la movida musical leonesa de los años 80, y mi participación activa en ella a través de la banda Veredicto Final. Pero al comenzar a escribir esos capítulos, fluida y naturalmente volví más hacia atrás. Volví poco a poco hasta mis recuerdos más tempranos, y entonces se completó con mi infancia y mi adolescencia.

Pero apuntes no tenía ninguno. A ver, soy escritor desde hace mucho tiempo y tengo relatos y apuntes, pero no ex profeso dirigidos ni a este libro, ni a estos recuerdos en concreto. Regresiones es el resultado de tirar del hilo de la memoria.

Y en este proceso de remembranza ¿ha habido algún recuerdo que hayas contextualizado, que en su momento grabaras de manera naif y ahora hayas comprendido su verdadero significado? Es algo común en otros escritores. Josefina Aldecoa, por ejemplo, recordaba su infancia leonesa en Mujeres de negro (1994) así: «el frío día en que llegaron los alemanes a la ciudad y los niños les pedían las cajas de latón vacías de sus cigarrillos rubios», sin saber en su momento que se trataba de la Legión Cóndor.

¡Qué curioso! Ese recuerdo de Aldecoa, exactamente tal cual lo narras, me lo contó mi padre hablándome precisamente de cuando estuvieron los nazis desfilando en León con la Legión Cóndor. Te lo puedo hasta ampliar. Los niños —entre los que se encontraba mi padre— les decían al pasar: «alemán, caja finish», que era la caja de tabaco de latoncito que llevaban.

En mi caso, creo que lo más parecido es lo que cuento en el fragmento que abre Regresiones, donde me remonto a mi primer recuerdo de la infancia. Tenía tres o cuatro años y me regalaron el típico juego de muñecos de guiñol con la bruja, el diablo… Era un recuerdo que efectivamente tenía un poco difuso, pero al rescatarlo en su plenitud me he dado cuenta de que había sido mi primer contacto con la muerte. La muerte entendida tal cual se la plantean a un niño de cuatro años, claro. En ese momento no lo contextualicé ni lo analicé, pero al escribirlo entendí que fue entonces cuando tomé contacto con la finitud y con que la vida no es eterna.

 

Tu fiebre lectora comienza a muy temprana edad, avivada por tu padre y por publicaciones como El Jabato y continúa en parte en la escuela, aunque no de la manera en la que tú crees que debería haber sido. Defiendes que no se puede estudiar Historia de la Literatura sin antes amar la Literatura.

Me crie en un ambiente muy proclive, la verdad. Mis padres son grandes lectores —sobre todo mi madre, que era maestra— y en casa teníamos una biblioteca muy grande de cuatro o cinco mil libros.

Desde niño, recuerdo a mi padre bajar al quiosco de Santo Domingo —ese que han retirado hace unos meses— y traernos a mi hermana y a mí tebeos (a ella de Lily y a mí de El Jabato —mi favorito—, El Guerrero del Antifaz o El Capitán Trueno), a mi madre revistas del corazón, y para él fascículos sobre cualquier cosa relacionada con la historia.

De ahí pasé a los cómics de terror, y sobre todo, me acuerdo de una colección que se llamaba Joyas Literarias Juveniles porque me marcó muchísimo. Eran grandes novelas históricas —Ivanhoe de Walter Scott, Sandokán de Emilio Salgari o Miguel Strogoff de Julio Verne— sintetizadas y adaptadas a viñetas que me permitieron conocer y leer alta literatura a una edad muy temprana.

¿Qué pasó? Que con doce años yo ya tenía un bagaje bastante sólido y muy superior al de mis compañeros, y aun así recuerdo como una tortura tener que leer y estudiar, por ejemplo, El Cantar del Mío Cid. Me parece una aberración que un niño de doce años tenga que leer obligatoriamente El Quijote. Esas lecturas no son las más convenientes para levantar la pasión de un niño por la lectura.

Y lo digo así porque sentí en mis propias carnes cómo los alumnos salíamos prácticamente odiando la literatura, y sobre todo, la poesía. Que esto lo diga un escritor que además en ese momento de su vida ya escribía sus propios relatos, denota que algo no funciona. Habiendo, como había, toda esa novela histórica mucho más asequible, o autores mucho más dirigidos al público joven, no entiendo cómo los responsables de programar el aprendizaje de la literatura de adolescentes pueden elegir esas lecturas como libros de referencia.

Vicente Muñoz Álvarez

Leopoldo María Panero decía en El Desencanto (Jaime Chávarri, 1976) que «El colegio es una institución penal que nos obliga a olvidar la infancia». Tú no llegas a tanto, pero sí escribes en tu blog: “Arrastro conmigo, como la bola de hierro de un presidiario, aquella escuela del remordimiento y el miedo… lo cual, todo hay que decirlo, me ha traído a la larga pensamientos muy filosóficos y profundos, pero también grandes conflictos de identidad… fue ese el ambiente en el que a muchos nos tocó crecer, esa escuela de la responsabilidad y la culpa, y eso, no puedo obviarlo, sigue de algún modo pasándome aún hoy factura, décadas de expiación y auto reproche difíciles de asimilar».

La verdad es que tampoco estoy muy por debajo de la consideración de Panero [ríe]. Para mí el colegio fue una institución penitencial pura y dura, sin dulcificarlo ni un ápice. Soy consciente de que me inculcaron valores muy buenos, pero esos valores, a la vez, van cargados de un lastre: el del sentimiento del remordimiento y la culpa del que nos habla Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida [1912]. Como él decía, «la conciencia es una enfermedad».

Esa educación judeo-cristiana —el aprender y crecer bajo un clima de amenaza permanente, el inculcarnos el sentimiento de culpa como valor fundamental — nos ha hecho mucho daño.

Pero también tengo que puntualizar y reconocer que, al mismo tiempo, también nos ha hecho mucho bien. Tengo una especie de conflicto de conciencia al respecto, porque soy perfectamente consciente de que eran buenos valores, pero también soy perfectamente consciente de que tal cual nos los inculcaron, nos han impedido —no sólo a mí, a mi generación entera— disfrutar de una manera más natural y plácida de todo en la vida.

Para evadirte de todo ello tú tenías tu camarote, tu habitación propia, tu «refugio del incesante diluvio de la tontería humana» que diría el Des Esseintes[3] de Huysmans. Y ahí dentro, «los libros como brújula, el cine como timón, la música como faro y la escritura como salvavidas».

Tal cual. Siempre fui un niño bastante introspectivo y solitario, entre otras cosas porque en mi casa tenía mi habitación propia, que era mi santuario. Podía pasarme ahí dentro horas con mis juguetes, mis libros, mis películas, mi música…

Volando, ¿no?

Sí, era mi fantasía de niño [ríe]. Mi habitación en la calle del Carmen era una nave como la del capitán Nemo en la que yo iba a mi bola por el mundo, flotando, feliz. Y no se aleja mucho de mi ideal de vida. Sigo siendo una persona solitaria que disfruta muchísimo con la lectura, con el cine… y que tiende muchísimo más que a la soledad pura y dura, a la ensoñación, como te decía antes.

Con esto no quiero decir que sea un misántropo, ni una persona insociable. Sólo que disfruto de ese ambiente, de ese lugar donde refugiarte —como dice Huysmans—, ese espacio puro de reflexión, de escritura y de evasión.

Es uno de sus libros —Al revés—, por cierto, el que te quedarías en caso de tener que elegir una única novela que te acompañara a los infiernos, aunque reconoces que La caída de la casa Usher (Edgar Allan Poe, 1839) y Los subterráneos (Jack Kerouac, 1958) son las historias que más veces has leído en tu vida.

Hay otros muchos, pero Huysmans, Poe y Kerouac son tres referentes básicos e ineludibles para mi formación.

Al revés, a pesar de ser considerada la «Biblia del decadentismo[4]» es unanovela bastante poco conocida, al igual que su autor, Huysmans. Condensa un poco todo lo que hemos hablado hasta ahora. Su protagonista es un dandi que, agotado del tráfago de la sociedad y, sobre todo, de los placeres excesivos, decide recluirse en un caserón a las afueras de París, y ahí recrear, como diría Baudelaire, su «paraíso artificial». Ese es el punto de partida de un libro absolutamente subversivo y maravilloso.

Kerouac —y toda la generación Beat— es otro referente importantísimo para mí. Incluso entre nuestras vidas hay grandes paralelismos, sobre todo en nuestra forma de pensar. El gusto por lo oriental, el uso de paraísos artificiales como evasión, la carretera como metáfora… Y en concreto Los subterráneos me caló hondísimo. Es un libro muy cortito en el que Kerouac desglosa una prosa poética fascinante y donde sobre todo, pone en práctica lo que él llamaba la «prosa espontánea» inspirada en el bebop —el estilo musical del jazz de la época—. Era la típica improvisación de jazz partiendo de un esquema y de una base, un estilo que yo practiqué mucho en Regresiones, por ejemplo.

Y luego está Poe, que para mí es Dios [ríe]. Hay autores contemporáneos que me interesan tanto o más que él, pero Poe es el maestro de la literatura moderna, de la literatura sobrenatural, de terror y policíaca moderna. La Casa Usher me deslumbró. Es un relato con un trasfondo de subconsciente, con muchas referencias solapadas que en una segunda, tercera, cuarta o quinta lectura vas desvelando. Pero sobre todo destaca el ambiente que es capaz de recrear. Hay un ambiente fantasmagórico, absolutamente espectral que me trastornó y me sigue trastornando. Poe es uno de los autores que releo desde hace cuarenta años, mínimo una vez al año. En concreto ese relato me lo habré podido leer unas veinte veces. Podría casi hasta transcribirlo de memoria.

 Vicente Muñoz Álvarez

No te voy a poner a prueba [risas]. A Poe lo relees, pero ¿qué me dices de Kerouac? Uno de los personajes de El buda de los suburbios —Hanif Kureishi, 1990— decía que lo peor que le podías hacer era volver a leerlo con treinta y cinco años.

No estoy de acuerdo. A ver, hay que diferenciar. Quizás tenga razón en que On the road [En el camino, 1957], su novela más emblemática, puede defraudar un poco leído a partir de cierta edad. Quizás sea su libro menos recuperable o disfrutable para un adulto que lo relea con cuarenta o cincuenta años.

Pero Kerouac tiene grandes novelas que no son En el Camino, como Los Subterráneos, Los Vagabundos del Dharma o La vanidad de los Duluoz que se pueden disfrutar más ahora que en su día.

No me interesa esa idea del intelectual fuera del mundo, sino integrado en él

Con todo este bagaje como lector, llega un momento en el que decides ponerte a escribir. Merino nos contaba que él leía cuando no se veía bien, y de ti dice Pacho Rodríguez que «ya escribía por aquellos años en los que escribir estaba mal visto». ¿Cómo es esto?

Pues retomamos la idea de antes sobre la literatura en el sistema educativo. Algo falla cuando se considera que escribir es repipi o relamido.

Yo escribía algunas cosillas desde los catorce, pero cuando realmente me puse a ello fue cuando montamos nuestra banda de rock con diecisiete años. Con Pacho coincidí en COU en los Agustinos, cuando él tocaba en Ópera Prima y yo en Veredicto Final.

Nadie quería o tenía esa facilidad para escribir las letras de las canciones, así que me puse a hacerlo yo. Fue mi primer ensayo de cara a mostrar al público mi forma de escribir. Y fue a partir de entonces cuando la idea del escritor como un ser súper intelectual coñazo, por decirlo de alguna manera, se me cambió. Lo enlacé directamente con la música, y a partir de ahí se me quitaron los complejos.

A día de hoy, no sólo como escritor, sino también como antólogo y editor, sigo rehuyendo y tratando de superar esa idea de escritor como una persona intelectual súper seria, fuera del mundo. Nunca me ha interesado esa etiqueta y he luchado por demostrar lo contrario. Por demostrar que la literatura es un arte más que va dirigido al pueblo y no a una minoría, a una élite. No me interesa esa idea del intelectual fuera del mundo, sino integrado en él.

De Henry Miller decían un poco eso, que era un intelectual que odiaba a los intelectuales.

Miller es otro de mis maestros básicos. Mi formación literaria es básicamente anglosajona, francesa y norteamericana. Reconozco que, aunque la aprecio, me interesa bastante poco la literatura española. Lo siento mucho.

Los autores que hemos ido mencionando conciben al escritor como un profesional bohemio y «maldito», algo que dista completamente del concepto de escritor como profesor universitario serio, soltando su clase coñazo y recomendando a los chavales de catorce años leer El Cantar del Mío Cid. Yo siempre he ido por otros lados.

Hablando de formación, cuéntame cosas sobre esos primeros talleres literarios que hacías por correo postal, por favor.

Hombre, ten en cuenta que estamos hablando de una época en la que Internet no sólo no existía, sino que ni siquiera se sospechaba que pudiera existir [ríe].

Cuando hacías un curso y el profesor que impartía el taller no estaba en tu ciudad, las clases eran por correo —carta, sello y al buzón—. Si te pedía, por ejemplo, escribir un relato sobre los crepúsculos, hacías el ejercicio, se lo enviabas y él te contestaba. Recuerdo que una de las veces —y esto ya era toda una modernidad— tuve un profesor de Sevilla que me mandaba las correcciones en cintas de radiocasete.

Así nos comunicábamos en el siglo XX. No ha pasado tanto tiempo, pero parece que estamos hablando de la Edad Media.

¿Guardas los casetes?

¡Claro que sí! Soy muy hormiguita para esas cosas. Tengo guardados mis escritos desde los quince años, todas las revistas donde he colaborado…

Dices que lo leías y practicabas todo «sin sospechar que muchos años después, una vez leído y asimilado todo aquello y mucho más, lo iba a desmontar de nuevo todo dentro de mi cabeza y a construir del caos resultante mi propia poética». ¿Cómo explicamos a los más jóvenes que ese es el camino? Que la innovación real nace, precisamente, fruto de la lectura y comprensión de los clásicos, de lo que nos precede.

Tampoco creo que sea la única vía. Existe el talento innato. Miguel Hernández, por ejemplo, era un tío medio analfabeto que consiguió hacer una obra importante. Lo que sí es cierto es que para ser artista en general —escritor, músico, pintor…— hace falta tener una base. No necesariamente, pero esa base es fundamental para tener referencias y poder escribir con criterio y conocimiento de causa. Yo además soy un escritor súper fetichista, así que por mi obra pasan desde músicos hasta películas, libros… Sin ese bagaje, no digo que no hubiera sido capaz de escribir, pero no lo haría de la misma forma.

Lo cierto es que hay un momento en la vida de un escritor en el que comienza a desmontar absolutamente todo lo que ha aprendido y leído hasta la fecha y lo funde dentro de su propia obra, genera su propio estilo.

La mayor parte de los escritores arrancamos muy influenciados por determinados autores. En mi caso, por ejemplo, fueron los escritores de la literatura gótica, Poe, Lovecraft con los mitos de Cthulhu; también la literatura de los Beat y el simbolismo francés… Pero a partir de Regresiones me di cuenta de que había comenzado a desmontarlo todo.

A los jóvenes les recomendaría que leyeran mucho y que oyeran mucha música, porque estoy seguro de que hacerlo les ayudará a mejorar su obra. ¿Que lo pueden hacer sin haber leído un solo libro? Puede ser. Hay gente con mucha imaginación y muy autodidacta. Pero estoy convencido de que mejorarían con unos conocimientos literarios o musicales. Porque para eso millones de artistas han pasado previamente por donde tú estás ahora, y todos esos rastros, huellas y granitos de arena que han aportado hacen tu visión más amplia y la enriquecen.

Vicente Muñoz Álvarez

 

También es verdad que cada generación busca un camino propio y disiente en parte de los de la anterior. Bukowski, por ejemplo, es un autor muy mitificado en los inicios pero al que cuesta mantener en esa posición con el paso del tiempo. Tú mismo lo cuentas en la antología Resaca: Hank over (2008).

Pues sí. Bukowski es quizás uno de los autores más imitados de la literatura moderna, sobre todo juvenil, por dos motivos. Uno porque su literatura realmente es fácil de imitar. Bukowski rehuía del papel del intelectual total y escribía una prosa y una poesía muy asequible, aunque con una profundísima base filosófica. Decía que un intelectual o un artista es aquel que expresa ideas sencillas con palabras complicadas y un genio es el que expresa pensamientos complicados con palabras sencillas. Esa era su filosofía.

Y en segundo lugar es muy imitado porque tiene un sentimiento de la anarquía y de la rebelión que a los jóvenes les deslumbra. En ese momento en el que hay una confusión de valores, en el que ves complicadísimo ubicarte en el mercado laboral… encuentras a un escritor que se emborracha a diario, que se acuesta con mujeres a diario, que se mete en peleas… pero que a la vez es un gran escritor. Y eso a un adolescente le llega muy hondo.

Lo que sucede es que cualquier escritor que con el paso del tiempo evoluciona, ve a Bukowski como algo lejano. Es un autor que se supera fácilmente, y quizá a todos nos haya dado un poco de rabia a la larga haber tenido un estilo bukowskiano. Nos encanta, pero quizás es demasiado fácil como para que tu influencia se limite a él.

Cuentas que pronto aprendiste que todo se trataba de escribir, disentir y volar[5].

Para mí son tres pautas o tres conceptos muy importantes. Escribir, porque para mí escribir es como respirar; disentir porque tanto en mi filosofía personal como sobre todo en mi escritura, hay un fuerte componente crítico[6]; y volar refiriéndome un poco al sentido de la ensoñación, porque para mí la escritura es vivir varias vidas en una sola y dejar volar tu imaginación, pero con un sentido crítico.

Para mí, la literatura tiene que replantearse el mundo donde vivimos, estar incardinada en el tiempo y en la sociedad. El escritor tiene que ser consecuente con el mundo en el que vive, y debe reflejarlo, no solamente crear un mundo totalmente aparte. Esa es mi forma de entender la literatura, aunque respeto absolutamente las demás.

Empiezas a escribir con catorce años pero hasta los veinticinco no publicas El pueblo oscuro, con el que, por cierto, ganas el Premio de Letras Jóvenes de Castilla y León.

Tenía material como para montar cinco libros anteriores a El pueblo oscuro [ríe], pero los considero puros ejercicios literarios. No se me ocurriría jamás publicar eso, y de hecho si algún día me veo al final, lo quemaré para que no se pueda ver.

Lo guardo por puro fetichismo, pero creo que nadie —salvando algún genio precoz, algún Rimbaud— debería sacar sus primeros escritos a la luz, porque les falta muchísimo trabajo. Yo ahora mismo leo lo que escribí con dieciséis años y lo veo con cariño, pero es una pura tentativa.

De hecho con El pueblo oscuro no publiqué ni una tercera parte del material que tenía escrito, sólo lo que me pareció más recuperable. Fue un homenaje a la literatura gótica, romántica, decadente y simbolista. De hecho está dedicado a Lovecraft, a Poe y a Ramos Sucre, un escritor venezolano modernista que me interesó mucho en su día. Es un libro que diez años después volví a rescribir con el título de Marginales, y he seguido retocando mucho, cosa que no he hecho con la mayor parte de mis libros posteriores.

Una de las auténticas manías de un escritor incipiente, por ejemplo, es la adjetivación. Por eso, con el tiempo, siempre encuentras cosas que puedes mejorar y pulir. Yo en ese sentido soy muy reciclador. Quizás de repente de un libro de hace diez años cojo un relato o un poema y lo meto en otro contexto…

Vicente Muñoz Álvarez

Es el único de tu obra que podemos catalogar como de ficción junto con Del Fondo (2018), ¿no?

Sí, pero también tiene una base autobiográfica importante. Eran unos cincuenta microrrelatos, una especie de bestiario humano en el que estaban bastantes de mis obsesiones. El psicópata, el remiso, el soñador… todo eso eran figuras que a mí me interesaban, y en las que yo de alguna manera me reflejaba, aunque bajo un tono de ficción pura.

Si hablamos de obsesiones, tenemos que volver a hacerlo de soledad, tanto en prosa como en verso. Animales Perdidos (2013) es un poemario de soledad y abandono; y el protagonista de El Merodeador (2007), dices, se ha vuelto adicto a la soledad.

La soledad es básica para cualquier creador. Sin soledad y sin tiempo para materializar tu arte —sea el que sea—, no puede haber obra.

El Merodeador es uno de mis libros favoritos y también uno de los más oscuros que he hecho. Me marché a escribirlo al campo, buscando una especie de retiro creativo, y casi me encontré la cruz de esa moneda. Mi experiencia no se correspondió con la quimera que yo me monté en la cabeza [ríe]. El lugar donde acabé resultó ser mucho más ruidoso que la propia ciudad.

Fue un poco lo que le pasó a Thomas Bernhard, por eso —y porque le considero de lo mejor de la literatura mundial— el libro está dedicado a él. De pequeño le diagnosticaron tuberculosis infantil y tuvo que recluirse en el campo, por eso su obra gira en torno al encierro de un escritor y esa cárcel de sombras. Todo lo que se suponía bucólico se convierte en una auténtica tortura y expiación personal.

A mí, la desmitificación del campo, de esa situación, me hizo escribir un libro tremendo sobre la soledad y sus fantasmas. Para mí la soledad es muy importante —tanto en mi obra escrita como en mi vida personal—, con lo bueno y con lo malo. La soledad tiene cosas fantásticas, pero también crea muchos fantasmas, es parte del juego.

Buenas o malas, al final son sensaciones que te ayudan a crear, más aun en un tipo de obra confesional como la que tú haces. ¿Qué me dices de las distintas formas de mostrar la identidad? Bukowski, por ejemplo, era Hank para los amigos y Chinaski para sus lectores y Kafka, Blanchot o Auster usaban la inicial para firmar. A ti a veces te llaman V. o Vic, pero siempre rubricas como Vicente Muñoz Álvarez.

Sí, mi nombre es mi nombre, es Vicente Muñoz Álvarez. Es verdad que a lo largo del tiempo me han llamado de distintas maneras, pero no tengo ningún pseudónimo. Estoy muy orgulloso de escribir bajo mi propio nombre y apellidos.

¿Cuándo escuchas por primera vez eso de «Estudió Derecho pero se perdió en el camino»?

Cuando terminé la carrera me tiré tres años preparando oposiciones, estudiando diez horas diarias, y acabé al borde de la locura. Así que decidí darle un giro a mi vida. Como en ese momento mi padre estaba a punto de jubilarse, me animó a que le acompañara en sus viajes como representante de calzado y probara suerte en el sector.

 

 Comienza entonces tu vida entre zapatos y libros, esta disociación (mental e incluso temporal) entre lo que eres y a lo que te dedicas —que también hoy en día es más frecuente y dolorosa— y que reflejas a la perfección en Días de ruta (2014).

Con exactamente treinta años cambié de prefijo, de trabajo, de objetivos, de vida… Fue un cambio muy grande y, efectivamente, un contraste que traté de reflejar en Días de ruta. Está dedicado ex profeso a mis dos facetas: la de representante de calzado —a la que me dedico medio año, una campaña en primavera y otra en otoño— y la de escritor —a la que le dedico el otro medio—. Intenté plasmar esa especie de juego de balanzas extrañísimo de mis dos oficios, que van desde el estrés máximo, el trajín, el mundo del capitalismo llevado al extremo más crudo y descarnado, hasta la ensoñación pura y dura de pasear por el bosque con el perro y escribir.

Ya en Mi vida en la penumbra (2008) tocabas el tema de la generación perdida, en relación a la tuya. Hablando con Violeta Serrano, ella también considera a la suya en la misma situación.

Estamos en un momento de crisis de valores tan grande, que el concepto de generación perdida —de desarraigo— tiene más trascendencia que nunca. Es, en general, un momento muy adverso para la creación. No para la creación en sí, sino para lograr proyectarla, vivir de ella o, por lo menos, defenderla dignamente.

Estamos en un momento de mucha crisis, y por eso la generación perdida quizá tenga más peso que nunca, pero me temo, siempre habrá una generación perdida.

Vicente Muñoz Álvarez

La tuya no es una literatura autocomplaciente, de evasión, como tampoco lo es el cine que disfrutas y del que has escrito en Cult Movies: Películas para llevarse al Infierno (2011) y Cult Movies: Películas para la penumbra (2015).

Sí, ya tengo entre manos el tercero, que se llamará Películas que erizan la piel.

¡Perfecto! ¿Por qué esa fijación con los 70? La mayor parte de las películas seleccionadas pertenecen a esa década.

Tengo una obsesión y una fijación total con esa época por muchas razones. La primera, porque fueron los años en que yo era un niño y en que se te graban a fuego ciertas estéticas e imágenes. Me despierta unas regresiones muy extrañas. Agradables y mágicas por un lado, y terroríficas por otro. Es una época muy decisiva para mí. Me interesa muchísimo por ejemplo el cine de Carlos Saura de los años 70 precisamente por eso. Cría Cuervos [1976] es una película que gira en torno a la infancia y cómo se graban en nuestra cabeza ciertas escenas que son absolutamente determinantes para nuestra evolución posterior.

Los 70 también tienen una trascendencia tremenda por la cultura del ácido. Desde que Hoffman, y sobre todo Timothy Leary, la introdujeron a mediados de los años 60 en San Francisco, tiene una importancia básica en la estética cinematográfica. Y toda esa estética lisérgica, pop… para mí es básica. Además, enlaza también con la Nouvelle Vague francesa y el mayo del 68. Se funden tres o cuatro movimientos culturales importantísimos que no han tenido parangón en ninguna otra corriente cultural posterior. La estética de los años 68 al 75 es básica y me tiene obsesionado.

¡Otra obsesión! [risas] Como cinéfilos que somos, te vamos a recomendar alguna otra que tendrían cabida perfecta en tus compilaciones. Pánico en Needlle Park (Jerry Schatzberg, 1971), la primera película en la que una estrella del cine se mete heroína en primer plano, y La Calumnia (William Wyler, 1962), la primera película norteamericana que trata el tema del lesbianismo con naturalidad.

No las he visto, así que las tomaré en cuenta. Muchas gracias.

Gracias a ti por descubrirnos cosas como Gritos en el pasillo (Juan José Ramírez Mascaró, 2007).

¡Gracias! Es maravillosa [ríe].

Vicente Muñoz Álvarez

Gabriel García Márquez acuñó el término rever en su época como crítico cinematográfico. Tú utilizas el verbo «videar» en lugar de ver o de visionar.

Sí, tiene mucho que ver con La naranja mecánica [Stanley Kubrick, 1975]. Alexander Delarge —el protagonista— y su banda hablaban en Nadsat. Decían «audiar» en vez de escuchar, «drugos» en vez de amigos… Y yo seguí el juego con «videar». Me gusta mucho jugar con las palabras.

Pero no soy para nada un crítico de cine, sólo un cinéfilo empedernido. Los Cult Movies tienen un tono bastante coloquial y desenfadado ex profeso. No son libros que me haya planteado como literatura, sino como una serie de comentarios coloquiales sobre ciertas películas. Por eso me permito licencias que en mi obra no utilizo.

Pero sí que juegas mucho con el lenguaje. En Regresiones, por ejemplo, apuestas por un texto cargado de puntos suspensivos. Ahora que lo pienso, muy en la línea de Muerte a crédito (1936) de Louis-Ferdinand Céline. Además, él también aborda en esa novela el aprendizaje de la muerte, el despertar, la infancia…

¡Es que se nos había olvidado mencionarle! Céline es otra de mis grandes influencias. Tanto Muerte a crédito como Viaje al fin de la noche —su primera publicación—, son dos de las grandes novelas del siglo XX y de todos los tiempos, me atrevería a decir.

Céline está muy presente en mi obra. Es cierto que Regresiones puede tener bastantes conexiones con Muerte a Crédito —porque él narra el inicio a la vida adulta de un niño en un ambiente bastante sórdido, decadente y deprimente que era el París de los años 20 de entreguerras—, pero su influencia todavía está más clara en Perro de la lluvia [1996], uno de mis primeros libros de relatos. Hay cuentos, quizá no tanto temáticamente, pero sí técnicamente, muy influenciados por él.

Céline es otro de los autores a los que es muy difícil leer y no quedar completamente trastornado e influenciado por él. Tiene un estilo tan sumamente personal… Con la diferencia de que imitar a Céline no están fácil como imitar a Bukowski.

De Céline, dicen que estaba rodeado de perros, pese a que contaba que no le gustaban nada, que sólo les tenía por el ruido. Entiendo que tu amor por ellos es verdadero. Tu obra está plagada de perros perdidos, perros mojados, perros que ladran inacabablemente…

Sí, Céline los tenía por el ruido pero yo los tengo porque los amo. Para mí los perros son importantísimos. Los quiero mucho.

De tu perra Wendy cuentas que presenció «todos tus cambios de muda y de piel». Su madre se llamaba Mona, entiendo que por June Edith Smith[7], la mujer de Henry Miller, ¿no?

Sí, exacto, muy suspicaz. Y el nombre de Wendy fue por Peter Pan —que para mí es una referencia importante— y por una canción del cantautor valenciano Bustamante que hablaba sobre una tal Wendy.

Vicente Muñoz Álvarez

Cambiamos de tercio. En Los que vienen detrás (2002) inauguras una de las marcas de la casa: la fusión de prosas e ilustraciones. Del Fondo, por ejemplo, es ya un libro objeto en este sentido.

No en todos, pero sí en muchos, es verdad. He tenido la gigantesca suerte de haber sido ilustrado por los mejores de este país: Miguel Ángel Martín, Toño Benavides, Mik Baro, Andrés Casciani…

Desde niño —quizás por aquello que hablamos de mis inicios como lector de cómics— me fascinaron los libros ilustrados. Me recuerdo en mi época de lector compulsivo y mi ideal de libro era ilustrado, porque aparte de poder soñar con las letras soñabas también con las imágenes.

Cuando en el año 96 fundé mi fanzine Vinalia Tripers, la idea era salirnos por completo del estilo de revista literaria al uso. Con una maquetación sobria, lo que queríamos sobre todo era fusionar las tres o cuatro ramas creativas que a nosotros nos interesaban, que eran la música, el rock and roll, el cómic, el cine y la literatura. Era y es una revista de relatos ilustrados para adultos y el sello de la casa desde entonces ha sido darle un relato a un ilustrador.

Me parece que la ilustración enriquece mucho al texto. Es como una doble lectura. Primero para el propio autor, porque es muy gratificante ver cómo ponen imagen a tus textos y ver la comparativa entre ambos. Y segundo porque de cara al lector, porque enriquece y amplía laimagen que el escritor quiso dar con esa otra visión que aporta el ilustrador.

Son muchos los tripperos que recuerdan cómo fue después del número 4 de la revista cuando salió el 0. En el número 1 se decía que el 0 estaba agotado cuando ni siquiera existía. ¿A quién se le ocurrió esta maravilla?

Pues a los cuatro miembros de Vinalia en aquel momento, porque Vinalia siempre fue y sigue siendo un juego de experimentación. Y sobre todo una apuesta por salirse de lo convencional, por romper la idea de la que hablábamos al principio tanto del escritor como de la propia literatura, como algo compartimento estanco, serio, coñazo. Siempre ha sido un campo de experimentación para muchas cosas y como no habíamos sacado número 0 en su día y vimos que otras revistas sí, cuando íbamos a sacar el número 5 dijimos «¿Y si hacemos pasar este por el número 0?» Fue un juego, un puro juego metaliterario.

Ahora mismo hemos entrado en otra fase, un poco de descanso, con la celebración del 20 aniversario y la publicación del número 15. De todas formas Vinalia no fue sólo en sí la revista, sino un sello que no morirá nunca aunque el fanzine deje de existir, porque va asociado a mi propia trayectoria literaria. Es un sello independiente, cultural, que lo mismo deriva en un fanzine que en hacer un corto, una antología, un documental, un periódico…

Vicente Muñoz Álvarez

Precisamente de tu faceta como antólogo me interesa hablar concretamente de dos trabajos. El primero relacionado con 23 Pandoras: Poesía alternativa española (2009), una obra que creías le debías a las mujeres poetas.

Pues sí, porque tanto con el fanzine como con mis dos antologías anteriores a 23 PandorasGolpes, que hice con Eloy Fernández Puerta y Resaca / Hank Over que coordiné con Patxi Irurzun—, la nómina de autores estaba muy desequilibrada. De hecho, en Golpes no hay ninguna mujer, y en Hank Over, de 37 autores más de 30 son hombres.

El tipo de literatura, un poco transgresora y disidente con la tradición que buscábamos en todas ellas, nos llevó a recopilar, no de manera premeditada, a muchos más autores que autoras. Encontramos a muchos más hombres escribiendo este tipo de literatura.

En esta década las cosas han evolucionado bastante y las mujeres afortunadamente se han soltado mucho a la hora de escribir, pero entonces, sobre todo la poesía escrita por mujeres, era muchísimo más tradicional y con unas constantes temáticas muy concretas que no encajaban en ese momento con lo que buscábamos.

«Esto parece un campo de nabos», nos decían algunas poetas. Para quitarme esa espina, decidí hacer una antología sólo de mujeres. Poesía alternativa, al margen de la tradición, fuera del canon y que incluyera sólo voces femeninas.

Busqué desde la primera generación —a la que yo mismo pertenecía— hasta la más joven, que en ese momento creo que tenía unos 21 años. Una de ellas, curiosamente, es Sofía Castañón, hoy diputada por Podemos en las Cortes. Para que veas las vueltas que dan las antologías y los poetas [ríe].

¡Y tanto! La segunda antología de la que quería que hablásemos es El descrédito: viajes narrativos en torno a Louis-Ferdinand Céline (2013). Tú defiendes que es necesario desligar al hombre del creador.

Esa fue la premisa básica de la antología, sí. Quisimos reivindicar la obra de Céline, que es una obra imprescindible del siglo XX, dejando totalmente al margen su vida.

Céline es un autor absolutamente estigmatizado y marginado por su colaboracionismo con los nazis en el régimen de Vichy, en la Francia ocupada. Con él se ha cometido una injusticia histórica que no se ha cometido con otros autores y artistas. Mi planteamiento es que si tenemos que descalificar a un artista por su vida, por sus actos en vida, las bibliotecas se vaciarían, los museos se vaciarían… desde Picasso a Thomas Mann.

Recibimos un montón de palos, de críticas… nos llamaron nazis, nos dijeron que un autor así no se podía reivindicar… Pero mi punto de vista es que la obra tiene que estar completamente disociada de los actos de las personas. Hicimos esa apuesta, y unos la entendieron, y otros no.

Vamos terminando. En esta época de revivals y reencuentros, ¿es posible que podamos volver a disfrutar de Veredicto Final?

No [ríe]. Montamos la banda entre un grupo de amigos íntimos cuando teníamos unos diecisiete años y estuvimos unos cinco o seis años pasándolo fenomenal y viviendo la música y la noche leonesa. Pero llegó un momento en el que cada uno tiró por lo suyo, entre otras cosas porque ninguno éramos músicos de formación. Nos divertimos y divertimos mucho a otra gente, pero nuestra aventura acabó ahí.

Eso sí, marcó nuestras vidas en una época en la que León era una ciudad que bullía de movimiento, no sólo musical, sino también cultural. Hoy en día esto no es ni la sombra de lo que fue. Era una ciudad muchísimo más interesante. Y lo digo, no por la visión nostálgica de la juventud, sino con pleno conocimiento de causa. Creo que se está involucionando, sobre todo en el sentido de la innovación y de la vanguardia, que hoy se ha perdido por completo.

¿Por dónde nos llevará la última Travesía de Vicente Muñoz Álvarez?

Por las vivencias y experiencias, buenas y malas, de mis últimos tres años de vida. En realidad, junto a Días de ruta (2014) y Regresiones (2015), cierra una especie de trilogía autobiográfica en la que he abordado mi forma de ser y estar en la tierra: filosofía, literatura, trabajo, amor y desamor, presente y pasado, emociones y sensaciones, etc, etc.

52 años / ser amado / y estar vivo /poco importa / el resto

Vicente Muñoz Álvarez

[1] Hablamos, en concreto, del relato ‘A Través de las Puertas de la Llave de Plata’, incluido dentro de Viajes al otro mundo.

[2] En Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), la palabra Rosebud hace referencia al trineo como símbolo de la infancia (perdida) de su protagonista, Charles Foster Kane.

[3] Des Esseintes es el protagonista de la novela Al revés (À rebours) de Joris-Karl Huysmans publicada en 1884.

[4] De acuerdo con la RAE, entendemos por decadentismo la tendencia estética de fines del siglo XIX caracterizada por el cultivo del arte como fin en sí mismo y el gusto por las formas exquisitamente refinadas, con desdén de las convenciones pequeñoburguesas.

[5] En Parnaso en Llamas (2006): Poema ‘Escribir, Disentir, Volar’.

Me recuerdo ahora perdido / a los 8 a los 12 a los 14 años / esperando soñando / y evadiéndome hacia dentro / a lo profundo / para escapar con la imaginación / de aquellos muros / Creo que fue entonces, / como autodefensa, / cuando aprendí las tres únicas cosas /que a la larga han importado: / escribir disentir volar / y cuando, verdaderamente, /al margen del mundo, /descubrí mi propio camino.

[6] Un ejemplo de ello lo encontramos, por ejemplo, en este fragmento del poemario Animales Perdidos (2013):

El no llegar a fin de mes / los sueños rotos / los amigos muertos / los recibos de la luz / del teléfono del alcantarillado / el alquiler el tráfico / la comida basura el odio / la soledad la rutina el tedio / la angustia el aislamiento / los planes de jubilación / los desahucios los despidos […].

[7] En sus obras, Henry Miller se refería a su mujer June Edith Smith como Mona o Mara.

 

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