Gastronomía — 29/10/2018

Cuentos gastronómicos para un año capital: el vino y la morcilla de León

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Ya es por todos conocido que León ostenta a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.

En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.

Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.

El noveno de ellos, dedicado al vino de El Bierzo y la morcilla de León, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…

Morcilla de León

 

MI VINO DE EL BIERZO Y MI MORCILLA DE LEÓN 

Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía

 

Definitivamente, el paquete había desaparecido. Lo había visto hacía un par de horas al pasar por el salón, ahí mismo, sobre la mesa, junto a las botellas de muestra de vino de El Bierzo, disimulado entre una montaña de regalos que no le importaban lo más mínimo. Cabía en un bolsillo de tan pequeño que era. Apenas llamaba la atención, pero para un anciano acostumbrado a no comer otra cosa que verdura triturada, suplementos alimenticios y suero diluido en agua, el olor de la morcilla de León llegaba hasta su nariz traspasando el plástico del envase al vacío, el papel de regalo e incluso el aire y la distancia.

Mientras unas manos firmes empujaban su silla de ruedas hacia el jardín, donde se iba a celebrar la parte pública del homenaje, casi salivaba al pensar en el momento en que la casa se quedara vacía, sin invitados, solo con los servicios mínimos. Ahí empezaría su fiesta particular. En realidad, nada del otro mundo, un pequeño soborno a su cuidador personal, una promesa de silencio eterno y ¡hala!, a soplar las velas con una tostita de morcilla de León sobre miga de pan, mojada con un vasito o dos de vino de El Bierzo. Después, a dormir. No convenía darse un atracón, aunque irse a la tumba con la barriga llena de los manjares de la tierra le parecía un punto y final más que digno.

En el exterior, se habían reunido tantas personas que llegaron a colapsar las rutas de entrada a la finca. Después de todo era un día especial: el señor Rojo, fundador de la bodega más importante de la comarca, la que llevaba el vino de El Bierzo a los paladares de decenas de países de todo el mundo, cumplía cien años. Enólogo irrepetible, empresario de éxito, nariz de oro, visionario, catador único… todos los elogios se quedaban cortos en la prensa local.

A la llamada acudieron hijos, hijas, hermanos y hermanas, primos de primos, nietos, biznietos y hasta tataranietos que rodeaban su silla de ruedas, ponían muecas de interés cuando algún periodista disparaba una ráfaga de fotos y aguantaban como titanes, uno tras otro, los más tediosos discursos que pudieran imaginarse. Terminado el ritual del escaparate y la alabanza, los invitados pasaron al salón interior. Antes del banquete se había preparado un discreto cóctel regado con vino de El Bierzo para agasajar a los invitados y también al protagonista. A alguien le había parecido buena idea que, a la vista de todos, el señor Rojo abriera algunos de los regalos que fueron llegando a lo largo de la última semana. Fue entonces cuando el anciano centenario, nariz de oro, comprobó que el pequeño paquete, su capricho especial, había desaparecido.

Disimulando un arranque de rabia tomó una caja y adoptó una pose digna.  Los invitados, vestidos de honor para la ocasión y sus familiares, muchos de los cuales le resultaban absolutamente desconocidos, aguardaban expectantes. Había comenzado rasgar el papel cuando se detuvo. Algo había pasado, ondulando como la marea, por delante de su nariz. Un olor anhelado, deseado, reconocible y único. ¡Morcilla de León! ¡Eso significaba que el ladrón aún estaba allí!

Dejó de lado la caja que sostenía entre las manos, hizo un gesto para que su cuidador personal se acercara y le habló susurrándole al oído. Aquel hombre enorme, siempre atento, cercano y fiel, desapareció y regresó al instante con el bastón del anciano, una vara de ébano negro con empuñadura de plata que depositó con cuidado entre sus manos rugosas y cuajadas de venas. Después tomó la palabra: «Estimados invitados, familiares, autoridades, amigos… El señor Rojo me acaba de pedir que cambiemos ligeramente el discurrir de la ceremonia. Quiere… Bueno, quiere agradecerles personalmente, uno a uno su interés por estar aquí. Les pide que no se marchen antes de que pueda acercarse para saludarles, por si… en fin, pero qué cosas tiene este hombre… ¿Ya le conocen, verdad? Por si… no les vuelve a ver. Aunque todos pueden comprobar que está sano como un roble. ¡Como un roble!».

Las últimas palabras del cuidador alzando la voz provocaron un emocionado estallido de aplausos y suspiros piadosos, que se transformaron de súbito en un gesto colectivo de admiración y sorpresa cuando el anciano, sentado en su silla de ruedas, blandió el bastón en el aire con la destreza de un espadachín. Después sonrió como un niño inocente, y todos lo hicieron con él.

«¿Por dónde quiere que empecemos, señor Rojo?», preguntó el asistente personal. El hombre centenario aguardó un instante, concentrado, aspirando aromas, esquivando fragancias químicas, perfumes, el olor natural de las flores que adornaban la estancia y el de la comida elaborada que aguardaba a ser servida en manos de los camareros. Su nariz le dio un rastro que seguir. Hizo un gesto suave, la silla de ruedas se puso en marcha, y mientras los invitados brindaban con el vino de El Bierzo y el olor de la morcilla de León hurtada se hacía más y más intenso en las paredes de su sensible nariz, apretó con fuerza la empuñadura del bastón.

Ese día su imagen había abierto las portadas de los principales medios de comunicación local. Al día siguiente, también fue protagonista. La instantánea del gran empresario del vino del Bierzo alzándose sobre su silla de ruedas y descargando el bastón sobre un hombre trajeado tardaría en desaparecer de la memoria. Y pocas horas después, además de convertirse en un meme de la red, pasó a ser un gran ejemplo de la vitalidad del ser humano.

 

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