Gastronomía — 12/08/2018

Cuentos gastronómicos para un año capital: la cerveza

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Ya es por todos conocido que León ostenta a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.

En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.

Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.

El séptimo de ellos, dedicado a la cerveza, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…

cerveza-leotopia

 

CONFESIONES PERSONALES SOBRE LA CERVEZA Y LA CREACIÓN

Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía

 

Yo, Máximo, confieso que a la hora de escribir me exprimo el seso hasta quedar reseco y a veces, cuando las musas no acompañan, soy capaz de recurrir a la magia o la oración, pero en este caso no tengo muy claro cómo resolver el encargo mensual que se me pide como cuentacuentos. «Un relato para agosto, el mes de la cerveza», me dicen. Pues nada, me pongo a ello y descubro, al cabo de varias horas, que mi imaginación es un erial, un terreno baldío. Así que permítanme, queridos lectores, que les hable un poco de mi. ¿Quién sabe? Quizás el ejercicio de divagar sirva para romper el hielo y conectar los cables que conducen las ideas desde mi mente hasta el papel.

Hablando de papel, —también— debo confesar que soy un entusiasta del oficio tradicional y sigo escribiendo a mano y con tinta. En modo alguno rechazo la tecnología o sus beneficios. Es más, en mi despacho hay un ordenador que utilizo casi a diario para no oxidarme, pero me gusta pensar que soy un artesano. En mi estudio, mi habitación propia, me rodea un amplio espacio vacío, y si extiendo los brazos formando una cruz, las puntas de mis dedos no tocan nada material. Siguiendo la línea de la pared hay estanterías cargadas de libros y mesas auxiliares con montañas de papeles que sólo buscan una excusa para terminar desparramándose por la alfombra. Todo está decorado con tonos cálidos porque he comprobado que me serenan el nervio. Por la ventana puedo ver una soleada tarde de verano, demasiado calurosa para el gusto y el aguante de un hombre como yo, viejo proyecto de escritor entrado en años, que disfruta mucho más de los placeres del frío. Ahí afuera el mundo parece haberse detenido. Las cortinas se balancean por efecto de una brisa interior. A mi lado zumba suavemente el motor de un ventilador desgastado, que dispersa con la misma efectividad aire y ruido por la habitación. Mientras avanzan las manecillas del reloj y esbozo garabatos en el papel, mi cabeza se llena de reflexiones sobre el tiempo. Es curioso el tiempo. No se cansa de trabajar sobre nosotros y nuestras cosas, nos moldea y nos transforma sin parar. Al final, inevitablemente, nos desgasta.

He podido comprobar que, a medida que acumulamos más y más años, los viejos nos volvemos recelosos y preferimos esquivar algunos temas delicados,  como el de la edad. Algunos de mi generación añoran tanto la juventud, que a buen seguro serían más felices dentro del cuento de Fitzgerald, ese en el que los años pasan al revés, en una lenta caída descendente. Otros prefieren no hablar, no dar pistas, no vaya ser que pase cerca la Dama de Negro y recuerde que tiene tarea pendiente. Después estamos los demás, los que presumimos de mala memoria y tenemos que contar con los dedos desde el momento del nacimiento,  para saber en qué punto del camino estamos exactamente.

Por estos asuntos de la edad, a los que se suelen asociar erróneamente atributos como la experiencia o la sabiduría, deben suponer queridos lectores, que a lo largo de mi dilatada vida he participado con mejor o peor fortuna en conversaciones, tertulias y entrevistas de carácter literario donde se intentan desentrañar los secretos del oficio del escritor: sus más oscuros misterios, sus claves secretas, sus trucos o atajos si es que alguna vez existieron… ¿Cómo se juntan las letras en el orden correcto? ¿Cómo se establece el ritmo? ¿Cómo se empieza, se avanza, se termina? Pero sin lugar a dudas, de todas las grandes cuestiones relativas a la creación, la que más veces me ha sido formulada es la siguiente: «¿Señor Ribas Criado, cuál es el origen de sus ideas?» Y sinceramente, les aseguro que nunca he tenido una respuesta para eso. Tampoco la tengo hoy. Sin embargo… sin embargo, a propósito de este asunto me asalta el recuerdo de cómo llegó a mí una de las mejores historias que he escrito jamás. Un relato que casi nadie ha leído y que hoy sigue encerrado en un cajón, de modo que les puedo contar cómo surgió el personaje principal, cómo llegó de pronto al escenario en el que se desarrolla la trama y…

Esperen un momento… ¡Me acabo de dar cuenta! Aquella historia, tanto tiempo silenciada… ¡Es como atravesar dos pájaros con una sola flecha! ¡Maravilloso! ¡La literatura y sus milagros! ¡Se acaba de encender la luz en mi estudio y mi corazón palpita nervioso! Les iba a decir que esta historia, tanto tiempo silenciada, me sirve como ejemplo para hablar del proceso de la creación, de cómo surgen mis cuentos. Pero al mismo tiempo puede solucionar el encargo de Leotopía del mes de agosto, ¡porque todo sucedió en una cervecería! ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! ¿Cómo se llamaba aquel local? Déjenme que piense… Mmm… ¡Biggins! ¡Eso es! ¿Cómo olvidarlo? Hace tiempo, en un local llamado Biggins, apareció como de la nada uno de los protagonista de mis historias, se presentó ante mí y me dio los mimbres necesarios con los que tejer un relato. Y fue allí donde probé por vez primera la cerveza artesana, no era cerveza artesana de León, pero sí cerveza artesana, claro que sí. ¡Semejantes sorpresas a mi edad! Bien, bien, bien. Déjenme que me arremangue, que coja aire y me disponga a escribir con más ganas que hace solo un momento. Porque todo sucedió…

En realidad no importa cuando. Digamos que hace tiempo había contraído una deuda similar a esta. Una revista literaria con la que colaboraba activamente, de cuyo nombre no puedo acordarme, me encargó un cuento de unas mil palabras, con la que completar una antología de autores que iba a salir al mercado en formato libro. Aunque entonces ya llevaba muchas páginas a cuestas y muchos personajes creados, me asaltó una de las peores enfermedades del escritor, la que se manifiesta a través del autodesprecio. Nada me parecía bien, nada me servía, nada me hacía sentir satisfecho. Los días pasaron rápido sin darme tregua mientras todo lo que ponía por escrito terminaba en la papelera. Ideas, esbozos, tramas… me parecían planos y sin fuerza, faltos de interés incluso para mí. Cerca de la fecha de entrega, probé incluso varios métodos para despertar la creatividad, nada excéntrico, sino más bien remedios tan naturales como beber una infusión caliente cuando el cuerpo no quiere quedarse dormido. Paseaba, leía a otros autores a los que admiraba con envidia, me perdía buceando entre árboles y paisajes y practicaba la meditación sin ser capaz de dejar la mente en blanco. Pero nada. El escritor que había dentro de mí me había dado la espalda y no parecía dispuesto a regresar.

Una tarde cualquiera, cuando ya habíamos entrado en la estación templada y el frío se apartaba de la ciudad, caminaba como un ser poseído por el viento sin prestar atención al suceder del mundo. Llegué a olvidar cuántos minutos duraba una hora, acaso también el significado de la palabra minuto, y solo fui consciente de la distancia que había recorrido entre las avenidas al notar calambres por debajo de las rodillas.

Me detuve sin motivo frente a la puerta de un bar en la maraña de callejuelas del barrio antiguo. Se llamaba Biggins, un nombre que en ese momento no tenía por qué decirme nada. Más tarde descubriría que se había tomado de una remota isla escocesa localizada en los mapas del Mar del Norte, dentro de un archipiélago a medio camino entre Noruega y las Feroe. ¿Qué fue lo que atrajo mi atención de un local como aquel? Algo indefinible sin duda. Algo seductor, tal vez un sonido, un color, un aroma olvidado pero familiar.

Antes de darme cuenta ya estaba dentro sentado en un taburete de patas largas, con mi libreta de notas y apuntes abierta sobre la barra y una cerveza artesana al alcance de la mano. La había aceptado por recomendación del camarero: «Ligeramente tostada y con matices de cereal», me dijo. Disimulando mi escaso conocimiento en los asuntos de la cerveza casera acepté su particular sabor amargo, más de lo habitual. Entonces empecé a escribir.

Recuerdo del Biggins que trataba de imitar la esencia de los templos de la cerveza escocesa, esos que se descubren por azar en las historias de la gente que quiere alejarse del mundo. Las paredes eran de madera, habían desarrollado un tinte verdoso casi natural y el olor a humedad, derivado de la falta de aire, podía rezumar sabor a sal si se le ponía un poco de imaginación. Entre el decorado había algunas fotos de la isla de la que el bar tomaba su nombre. El paisaje de Biggins-isla no tenía montañas sino lomas bajas. Todo alrededor eran inmensas y gélidas praderas verdes en las que pastaban rebaños de ovejas. El Biggins-bar, el de la cerveza casera, presentaba un paisaje tan desolado a esa hora de la tarde como el de la isla escocesa. La escasa clientela se reducía a pequeños grupos de conversación serena que favorecían la sensación íntima de concentración. Entonces, tras un largo tiempo y como de la nada, apareció el personaje que tanto había buscado, y con él, una historia que contar.

Piensen en la última vez que vieron a alguien por primera vez. Un desconocido que se les acerca por la calle, ese amigo de un amigo al que acceden en una fiesta, o peor aún, una cita a ciegas. ¿Qué es lo primero en lo que se fijan? Respondan honestamente, por favor, porque yo haré lo mismo. ¿Pensamos todos en rasgos físicos? ¿Color del pelo? ¿Forma del rostro? ¿Altura? ¿Maneras de vestir? Confiesen, vamos, somos humanos.

Cuando yo conocí al que sería mi personaje, todo esto vino después. Lo primero en lo que me fijé fue en sus bolsillos, porque descubrí de inmediato que en ellos guardaba la forma de una historia. Pasamos directamente al espacio de la intimidad. En realidad nunca me dijo el motivo por el que se acercó a mí, supongo que fue porque me vio trabajando. Los personajes son así. Aparecen de la nada y no suelen dar razones. Creo que me estuvo espiando durante aquella tarde, quizás desde el fondo del Biggins o desde la mesa que había a mi espalda, y cuando vio que era el momento adecuado, se hizo visible. Le invité a sentarse a mi lado, le dije que estaba trabajando en dar forma a una historia y de inmediato sugirió que tenía algo para mí. Se presentó, dijo que se llamaba Hilo, —de Hilario—, Roldán de apellido. Me habló de su vida, del lugar en el que había nacido, de los mejores veranos que podía recordar, de su infancia, su adolescencia y su hogar, el home con mayúsculas. Los recuerdos del hogar son poderosos, tanto que definen el carácter de una persona y desde luego, el de un personaje. Poco a poco lo fui conociendo sin dejar de garabatear en las hojas de papel. A medida que indagaba en su interior, fue tomando forma el aspecto externo de Hilo Roldán. Vi su color, sus rasgos, los detalles más ocultos. Yo tomaba notas de todo lo que él me decía mientras apuraba el vaso. No hablamos sobre asuntos triviales como las bondades de la levadura de cerveza, si la cerveza engorda, o si es mejor tomarla caliente o en una jarra helada. En realidad hablamos de sus sueños y de sus miedos, de sus propósitos y objetivos, del amor y de la pérdida y finalmente de su historia, que empezaba en la mañana de un lunes cualquiera que, según me dijo, resultó ser de lo más inusual. «Quiero que escribas lo que me ha pasado», sentenció el personaje. Entonces, simplemente, sonreí. Porque después de una tarde vivida —y sufrida— entre cerveza artesana y apuntes literarios, esquemas de argumentos y esbozos de ideas tachadas con rabia, había llegado a mi cabeza, en el momento menos esperado, la historia de Hilo Roldán, un personaje que vivía en algún lugar dentro de mí y que esperó el momento adecuado para darse a conocer.

«¿Señor Ribas Criado, cuál es el origen de sus ideas?», me preguntan casi siempre. No lo sé, debo responder. ¿Tal vez influya el ambiente de una cervecería como el Biggins? ¿El de un cine con las luces encendidas? ¿El de cualquier rincón de la ciudad? ¿O hay que escapar al lugar más recóndito de la Tierra? En realidad creo que las ideas de la creación están por todas partes. Incluso a su espalda, amigo lector, en este momento. Solo tiene que darse la vuelta, y escuchar.

En cualquier lugar, pero siempre en la frontera entre la realidad y la mentira, entre la experiencia personal y la fabulación. ¿Que dónde ponemos el límite? Eso no lo puedo decir, pero en realidad no importa demasiado. Todo lo que un escritor pone sobre el papel ha estado en algún momento dentro de él, como Hilo Roldán y su historia estaban dentro de mí, ¿no les parece? Juzguen ustedes, disfruten de la literatura y solo traten de desentrañar la verdad de un cuento si es estrictamente necesario. Ese es mi último consejo antes de terminar.

Debo reconocer que me ha divertido poner por escrito este juego literario. Por mi parte, creo que he cumplido con el mes de agosto, aunque septiembre está a la vuelta de la esquina. Quizás a partir de entonces, en algún momento, les hable en esta revista —a la que ahora me debo— de lo que me contó Hilo Roldán en el Biggins. Ya veremos. De momento me apetece una cerveza bien fría. ¿A ustedes no?

 

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