Ya es por todos conocido que León ostentará a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.
En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.
Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.
El cuarto de ellos, dedicado a la cecina, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…
LA CUARTA CARTA A LA CUARTA MUJER
Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía
«Nunca has probado un manjar como este», recuerdo que le dije. Me miró con gesto incrédulo, apartó sus ojos de los míos y se fijó en la bandeja que mi mano temblorosa sostenía hacia ella. Aceptó la oferta. Con sus dedos finos tomó una pequeña lámina de cecina con forma casi geométrica. La veta de la carne parecía conservar el giro de muñeca del maestro que la había cortado. Se la llevó a los labios, desapareció en su boca, debió sentir el sabor y la sal, y al cabo de un instante, sonrió.
¿Cuántos años han pasado desde aquel momento? Para mí, tantos, tantos, tantos… Salgo del recuerdo, vuelvo al presente, a la mañana de un domingo cualquiera. Llueve en la calle. En mi salón, donde soy capaz de respirar la soledad y el silencio, he terminado de componer las tres primeras cartas manuscritas dedicadas a las mujeres que han pasado por mi vida. En ese momento aún no sé que la taza de café se me ha quedado fría. Mientras escribo la cuarta me asaltan los problemas y sólo puedo garabatear un párrafo lleno de palabras sencillas. Me atasco a menudo, me domina la frustración, quiero decir algunas cosas pero no sé cómo hacerlo. Intento espabilar mi capacidad de expresión frotando las arrugas que envuelven mis ojos, me atuso el pelo desgreñado que aún resiste ahí arriba o me miro fijamente las manos. Anchas y ajadas, uñas diminutas, dedos gruesos. Son las manos de un carnicero, no las de un escritor. Eso lo explica todo. Más calmado, vuelvo al recuerdo.
Podría haber sucedido cualquier otra cosa. Podría haberme quedado despachando en la tienda. Podría no haber ido a la feria gastronómica donde los empresarios soñadores mostrábamos nuestros mejores productos. Podría haber llegado un poco tarde, demasiado pronto, o simplemente haber parpadeado justo en el instante en que ella pasaba por delante de mí. Podría haberme quedado callado, no haberla saludado, o incluso ofrecerle los buenos días en lugar de una bandejita de cecina. «Es de mi pueblo, de mi montaña leonesa, de la casa de mis padres…», le dije dirigiéndome a sus ojos. ¿Cómo acaso no iba a gustarle?
Otra vez es el domingo, cerca del mediodía. Apenas he dormido pero en absoluto estoy cansado. Las palabras fluyen de mi cabeza al papel con terrible lentitud, casi a golpes, como la forma de una imagen que el escultor va sacando poco a poco de la piedra. Ica me dejó anoche, durante la cena que le preparé aquí mismo, en casa. Llevaba un vestido negro, como anticipo del luto que tanto deseaba. No me dio un motivo claro, pero al menos se esforzó en excusarse. ¿Quién sabe? Quizás fue porque no llevábamos juntos mucho tiempo, quizás porque ambos acumulamos demasiado peso en los bolsillos, quizás por las horas que pasamos en silencio, o porque nunca le pregunté cuál era su verdadero nombre. Hoy ya no lo sé, pero creo que ayer estaba enamorado. Por eso he decidido incluir a Ica en la lista de todas las mujeres que pasaron por mi vida. Ella es el detonante por el que empecé a escribir esta mañana. No sé si busco un sentido a lo sucedido anoche o durante toda mi vida. Quizás repasando, recordando, hablando con ellas sobre el papel, pueda reconocer un patrón que explique todos los errores de mi vida o acaso los caminos que me condujeron a la soledad. En el peor de los casos será una buena terapia para un domingo en casa.
Volví a la piel de aquella versión más joven de mí mismo. Me acerqué a la mujer que sonreía cuando probaba la cecina. Disimulé el miedo al rechazo. Le hablé de cosas que ni siquiera recuerdo, y a ella sí, le pregunté su verdadero nombre. Me dijo que quería empezar un negocio, jugó conmigo al tira y afloja, prometió decirme cómo se llamaba si le ofrecía otra loncha del manjar de la montaña. Todo parecía tan fácil y agradable a su lado… Confesó que su proyecto era un nuevo concepto de restaurante, una casa de degustación. Buscaba productos que ofrecer a su clientela, y quería vender la cecina que elaborábamos con nuestra receta.
El cielo sigue limpiando la ciudad a base de una lluvia intermitente. La cuarta carta toma forma solo cuando me doy cuenta de que en realidad no estoy escribiendo una carta. Es más bien una relación de recuerdos. Bebo un sorbo de café que me hace arrugar la nariz. Lo detesto cuando está frío, su sabor me estremece. Repaso las tres cartas previas que ya tengo escritas para comprobar que, efectivamente, son otra cosa. Vivencias, narraciones, momentos. Dejaron de ser cartas cuando supieron, como si tuvieran alma y pensamiento, que nunca serían enviadas, que jamás buscarían a su destinatario ni viajarían de correo en correo hasta dar con el buzón adecuado. La primera en la lista de las mujeres que pasaron por mi vida fue mi madre. A ella dedico las palabras más sentidas, las que más duelen. Después vino la historia de mi hermanita, la pequeña, piel pálida, llanto suave. Se fue hacia las nubes demasiado pronto y nos dejó a todos un nudo en la garganta que no se diluye, ni entonces ni ahora. El tercer escrito está dedicado al primer amor, a la inocente adolescencia de entonces, al rubor en las mejillas y a los dedos entrelazados… Se acerca la hora del aperitivo. Me pregunto si quedará algo de la cena de ayer. Se me acaba de antojar un poco de cecina.
Vuelvo a tener menos arrugas, más pelo, menos derrotas, más ambición. Dejamos los negocios apalabrados, hablamos de otras cosas, paseamos por la feria probando los sabores de productos sin el aroma ahumado del roble y la encina. Ella podría haberse aburrido, yo podría haber dado un paso atrás, pero se divertía y yo me dejaba llevar. Ella confesó que no le gustaban las ataduras, que hacía tiempo había abandonado la mayoría de sus sueños y que sólo se permitía pequeños placeres, como dormir al raso en los parques. Le dije que estaba loca, que yo jamás haría algo así, le advertí del peligro. Pero cuando quise darme cuenta estaba tumbado junto a ella sobre la hierba, imitando sus juegos, quedándome, como ella, dormido bajo la cúpula oscura.
Los domingos de lluvia son días condenados. Alimento para la pereza. De haber salido el sol, habría bajado a la calle sólo para despejarme, para pensar en lo de Ica, en la lista de las mujeres que pasaron por mi vida, en el motivo por el que quería dedicarles cartas que no eran cartas. Pero entonces no habría terminado la cuarta, la de aquella mujer que en apenas doce horas agitó los cimientos de mi vida, hizo que me olvidara por un día del negocio familiar y que no temiera las consecuencias verbales de mi jefe, que no era otro que mi padre. Ahora tengo sed. He comido demasiada cecina. Toda la que había preparado para la cena de anoche. Es curioso que, recordando lo vivido con otra persona, acabe devorando simbólicamente los restos de mi relación con Ica. Cosas de la psique, supongo. Vuelvo a recordar.
Nos despertamos abrazados, con frío y humedad. Ella se apartó deprisa, rebuscó en su chaqueta, comprobó la pantalla de su teléfono móvil y esbozó un gesto de urgencia. Minutos después estábamos en un taxi camino de la estación, callados, avergonzados, asustados. El autobús que la devolvería a su vida podría haber salido a las diez, a las once, o nunca jamás, y sin embargo anunciaba su marcha demasiado temprano. Tanto que nos privó del amanecer, del desayuno caliente, de las miradas tranquilas y de las conversaciones pendientes. Mi mente almacena una sucesión de fogonazos: el portazo al cerrar el taxi – la entrada en la estación – la cola en la ventanilla – las miradas frente a la puerta del autobús. Sonreí, sonrió, nos acercamos, nos evitamos en el último momento, nos fundimos en un triste abrazo. Ella se apartó, «algún día iré a buscar esa cecina de la casa de tus padres», me dijo. Caminó hacia atrás, ofreció su espalda, subió por la escalerilla y se sentó junto al cristal. Otro fogonazo. Un saludo con la mano, el autobús se aleja y yo me quedo allí parado.
Y creo que allí sigo, o al menos una parte de mí. Detenido en la estación con los pies fijos echando raíces en la memoria. Me sorprendo al comprobar la cicatriz que aquella mujer dejó en mi vida. Apenas la conocí, apenas recuerdo algo más que su nombre, he olvidado el color de su pelo y también el sonido de su voz. Nunca volví a verla, no visitó la casa de mis padres, nunca supe de su vida ni de sus negocios. Pero se me ha quedado grabada como un tatuaje en la piel. Es media tarde. Ha parado de llover. Pienso cómo habría de terminar la cuarta carta a la cuarta mujer, la carta que no es carta para la mujer que aún es misterio. Durante algún tiempo la llamé chica de la cecina. Después dejé de pensar en ella, de que podría haber hecho cualquier otra cosa y que sin embargo, no hice nada. Todavía tengo sed y creo que conservo un regusto a cecina en el paladar. Rítmicamente golpeo el bolígrafo contra el papel. Tengo que encontrar un buen final. Y cuando lo tenga, podré empezar el siguiente escrito, el dedicado a la quinta mujer que pasó por mi vida. La quinta mujer… aquellos sí que fueron buenos tiempos…
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