Gastronomía — 31/12/2018

Cuentos gastronómicos para un año capital: legumbres de León

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León ha ostentado este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía, un honor que desde Leotopía decidimos celebrar rindiendo nuestro propio homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos. Así, desde febrero de 2018 cada uno de ellos (la cecina, el vino, la morcilla, la cerveza, el queso, las legumbres de León…),  ha sido protagonista de un relato gastronómico único que, esperamos, haya sido de vuestro gusto. Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.

El último de ellos, dedicado a las legumbres de León, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…

 

legumbres de León

 

HISTORIA DE LA BRUJA QUE DESEÓ LEGUMBRES DE LEÓN  

Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía

.1.

El hombre delgado se detuvo al darse cuenta de que había perdido de vista al chico. Debió suceder algunos pasos atrás, cuando el bosque se volvió tan espeso que las ramas de los árboles apagaron la luz del día. El sendero que discurría bajo sus pies y que tendría que devolverle a campo abierto se había desvanecido, de modo que durante un instante se quedó quieto, tomó aire y evaluó la situación. A su alrededor solo había madera y vegetación. Y silencio. Sobre todo silencio. ¿Bajo qué extrañas condiciones un bosque se queda callado? No se oían las conversaciones de las aves ni el crujir de las hojas secas cuando los roedores avanzaban entre ellas. Tampoco el sonido del viento, y mucho menos el esfuerzo acelerado del joven ladrón de la saca de legumbres de León al huir de aquel que trataba de darle caza. El sentido de la obligación como guardia del mercado le empujaba a seguir adelante, pero al mismo tiempo una fuerza invisible parecía invitarle a volver sobre sus pasos. De pronto se vio solo, aislado en la inmensidad de la naturaleza, lejos de la ciudad amurallada y del resto de los hombres. Y tuvo miedo. Un miedo que se deslizaba como una serpiente dejando huellas en la piel, desde la parte baja de su espalda hasta la altura de los hombros. Entonces recordó la historia que había escuchado a primera hora de la mañana, cuando comenzaba su ronda por el mercado. El miedo se enredó en su cuello. Y apretó.

.2.

Los habitantes de los campos, las aldeas y las ciudades del reino, aún lamían heridas abiertas en los años de la guerra y la invasión. Por eso, la disposición real que obligaba a celebrar un mercado cada cuarto día de la semana fue recibida con entusiasmo y como una manera de volver a la normalidad. Como cada día que se celebraba la fiesta del trueque y la moneda, aquella mañana la ciudad había saludado al amanecer con un tañido de campana, señal que también anunciaba la apertura de las cuatro puertas del recinto. Los caminos próximos se llenaron de gentes, animales y mercancías casi de inmediato, en un barullo que se trasladó a las calles haciendo difícil el simple ejercicio de caminar. La necesidad obligaba a mercar productos básicos como cebollas, nabos, cereales, legumbres de León o excedentes de cualquier cosecha. El deseo provocaba que la atención se perdiera entre el colorido de las túnicas y de los mantos, de los paños delicados y de los tapices que importaban los judíos desde los puertos mediterráneos y de la frontera islámica. También en los mejores productos de la gastronomía leonesa, lo que ofrecía el vinatero, las carnes ahumadas o los pescados de río. Los oídos se llenaban de voces y ruido, y el olfato quedaba empapado por el olor espeso de una ciudad viva. Al sur se amontonaba el ganado, en una explanada rodeada por una cerca donde se disponían los vendedores, mientras los compradores, antes que nada, tanteaban. Entre la maraña de vacas, bueyes y asnos, o cerdos, ovejas y gallinas, se colaban animales robustos y otros decrépitos que se ofrecían con más empeño que fortuna. Y entre todo eso, historias, muchas historias en las que creer. Como la que contaba el cabrero, que había sucedido la noche anterior.

.3.

«Se hizo tarde cuando venía con el rebaño, y la luna asomó antes de poder llegar a ningún sitio, entre aldea y aldea, justo por allí, donde empieza el bosque. Como estaba cerca de la ciudad, porque podía ver el fuego de las hogueras, paré para hacer noche. Me quedé dormido y en la madrugada me despertaron los perros ladrando. Oye, que si no es por la luz de la luna no lo veo ¿eh? Pero lo vi, vaya si lo vi. Resulta que en mitad del rebaño una de las cabras se me había puesto de pie, así a dos cuartos, y como si la estuvieran llamando de algún sitio echó a andar sin posar las manos. Como si fuera persona o… ¡diablo! Primero me quedé parao, mirando. Oye, ¡que andaba a dos patas! Entonces le lancé a los perros, se me metieron en el bosque con ella y solo me volvieron dos. El otro lo perdí ya pa siempre. Yo creo que se lo llevó la cabra, el demonio o la bruja esa que vive ahí adentro, entre los árboles».

.4.

El hombre delgado se sorprendió girando sobre sí mismo, dominado por el miedo y por la más eficaz de las armas humanas, la imaginación. La del cabrero era una más entre las decenas de historias que se contaban de aquel bosque tan próximo a la ciudad, tan lejano al mismo tiempo, propiedad señorial del obispo y quién sabía si de alguien más. Quizá de esa bruja, de la que tanto se hablaba y se oía hablar… «Basta», se dijo. De inmediato se recompuso recordando cómo había empezado todo: la mañana fría, el mercado, su ronda habitual, la historia del cabrero, una disputa sin consecuencias por el peso del trigo y de pronto, el robo de una pequeña saca de lentejas hurtadas de un puesto de legumbres de León. La responsabilidad de la guardia era mantener la paz del mercado asegurando el beneficio real para la práctica de la compra-venta, de modo que el hombre delgado se lanzó tras el ladrón tratando de no perderle de vista ni un instante mientras esquivaba al gentío. Pero el que huía resultó ser tan escurridizo y ágil que no solo llegó a una de las puertas de la ciudad, sino que la traspasó para lanzarse colina abajo a toda velocidad. Fue ahí cuando el hombre delgado descubrió que corría detrás de un niño, de piernas largas, pero niño en cualquier caso. Eso le dotaba de los beneficios de la juventud. La carrera en campo abierto le permitió recortar cierta distancia. Cuando el calor empezó a quemar en su pecho, gritó a la desesperada esperando que se detuviera o que acaso, algunos de los campesinos que contemplaban la escena impasibles, hicieran algo, pero nada sucedió. El chico se internó en el bosque, zigzagueó entre los árboles, esquivó la maleza y de pronto, desapareció.

.5.

Sintió la burla del ladrón como una bofetada. Después llegó la rabia. Eso hizo que el hombre delgado se pusiera en marcha, ahuyentando de un plumazo a los fantasmas de las historias. Mientras avanzaba, con la misma dosis de premura que de cautela, usaba las habilidades de rastreador que conocía de las jornadas de caza. No era ningún experto, pero todo aquel que hubiera mirado alguna vez a los ojos del hambre sabía que las pistas que dejaba una presa estaban en el suelo, en la corteza de los troncos, en las ramas de los árboles o en el aire mismo. De vez en cuando murmuraba un rezo pidiendo ayuda, sin importarle los fallos en la memoria o la confusión en el ruego, pero agradecía con sinceridad que la oscuridad no hubiese ido en aumento. De pronto algo le obligó a detenerse y escuchar, algo instintivo, casi animal: bumbum, bumbum, bumbum… y algo más que el tronar del corazón. Como un fino hilo de cristal que se deshace en la tierra, se dejó sentir al oído antes que a la vista, el suave curso del agua cerca de allí. Entonces razonó como lo haría un cazador. Después sonrió. Imaginó al chico cansado, agotado y sediento. Debía conocer bien la zona y eso le ayudó a desaparecer. Tal vez tomaría un respiro bebiendo agua, tal vez no. Pero lo que delataba su camino era precisamente el objeto del robo: una saca de legumbres de León, lentejas, que solo se podrían comer usando fuego, agua… y reposo. El agua estaba ahí mismo. El olor del humo llegó enseguida, al poco de volver a caminar. Finalmente, a la vuelta de una arboleda, tras una suave colina más propia del terreno de monte, se abría una meseta entre robles viejos. Ahí estaba. Oculto a cierta distancia, el hombre delgado contempló la casa, construida a base de barro y cañas secas, con una techumbre de ramas por la que se elevaban volutas de humo gris. Con la autoridad que le daba su puesto como guardia de la ciudad en los días de mercado, no habría dudado en acercarse y patear la puerta. Pero una cabra atada con un lazo a una estaca junto a la casa le miraba fijamente, como advirtiendo su presencia. Y la voz de una mujer se escuchaba en el interior.

.6.

Aunque el curso del agua corría por una hondonada no más ancha que la palma de la mano de un adulto, parecía suficiente para abastecer las necesidades de la mujer que habitaba en la casa. Fluía con suavidad desde algún punto del este, y se alejaba constante hacia poniente, buscando un lugar en el que crecer uniéndose a otros regatos. El hombre delgado había vuelto apresurado sobre sus pasos para detenerse justo ahí, al borde de una frontera de agua que podría salvarse con un simple salto. Pero, una vez cruzado, ¿qué sucedería después? ¿Sería capaz de salir del bosque? Suponía que sí, pero ¿podría afrontar la vergüenza de haber sido vencido por un niño? Con la mente a medio camino entre el presente y la memoria, volvió al momento en que él también había crecido, como el regato que pasaba junto a sus pies, uniéndose a otros hombres pequeños. Estaba en la ciudad, en formación junto a los demás frente al conde y el sayón, recibiendo la vara con la que pasaría a formar parte de la guardia del mercado y el cachetazo que serviría para no olvidar que, a pesar de todo, siempre había alguien más arriba. Orgulloso, había jurado proteger el orden y la disposición real, y a fe que lo había hecho al perseguir la fechoría de un ladrón. Pero ahora se enfrentaba a otra cosa, a la cabra que podía caminar a dos patas en mitad de la noche y a la bruja que hablaba el idioma subterráneo. ¿Y el chico? ¿Qué había sucedido con él? ¿Era un servidor más o solo una víctima? Los engranajes de la imaginación continuaron girando, susurrando al oído de una mente dominada por la ignorancia y la superstición. Entre las mil y una manifestaciones que adoptó el miedo en su cabeza, se coló una escena heroica que atrapó su atención. En ella era un héroe victorioso que inspiraba canciones y narraciones épicas por haberse enfrentado al mal que habitaba en el bosque del obispo. Eso le gustó. Se imaginó regresando a la ciudad, siendo vitoreado, con la prueba de la batalla entre las manos: las cabezas endemoniadas de la cabra o la bruja, el niño (bien fuera capturado o rescatado), o la saca robada de legumbre de León. Cualquier evidencia sería suficiente. Y si moría… mejor no pensar en eso. Miró al cielo, bajó los párpados, volvió a la tierra y buscó alrededor, hasta que vio una rama que le pudiera servir. Después, volvió a murmurar para espantar lo maligno con la fuerza de la palabra.

.7.

«Si eres bruja de ti reniego, si eres demonio vuelve al infierno». El hombre delgado comenzó a repetir la letanía una y otra vez con los ojos cerrados. «Si eres bruja de ti reniego, si eres demonio vuelve al infierno». Primero despacio, concentrado en las imágenes sagradas que podía recordar de sus visitas a la iglesia. «Si eres bruja de ti reniego, si eres demonio vuelve al infierno». Después más y más rápido, hasta confundir las palabras, hasta elevar la voz, hasta infundir a su alma el ardor de un guerrero. «Si eres bruja de ti reniego, si eres demonio vuelve al infierno». Aferró con fuerza el trozo de madera, convencido de que tenía entre las manos la espada de Roldán o acaso la cruz de Pelayo y se lanzó a la carrera sobre la meseta en la que se alzaba la casa, gritando lo mismo una y otra vez. «¡Si eres bruja de ti reniego, si eres demonio vuelve al infierno!». Asustada por el griterío del individuo que apareció blandiendo una gruesa rama, la cabra retrocedió espantada, hasta tensar la soga que atrapaba su cuello. Reforzado al ver el temor del animal, el hombre delgado se lanzó contra la casa con el grito de guerra entre los labios, pateó las tablas torcidas que hacían las veces de puerta y alzó la espada de madera sobre su cabeza. Después contempló lo que había dentro, primero con dificultad, después con más nitidez cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.

.8.

Experimentó cierto alivio al descubrir al chico, sano e intacto a pesar del pánico reflejado en su rostro. Estaba de cuclillas en un lado de la caseta, sosteniendo la mano de un hombre que trataba de incorporarse del lecho de paja sobre el que descansaba con un esfuerzo sobrehumano. Tenía arañazos en la cara, un abultado vendaje en su pierna derecha y una herida abierta a la altura del hombro que parecía tratada con algún tipo de ungüento o de poción. En el centro de la estancia un hogar delimitado por un círculo de piedras caldeaba el ambiente. Sobre el fuego, el agua hervía en una cazuela ennegrecida dejando escapar el olor inconfundible de de un guiso de lentejas. Pura gastronomía leonesa. La bruja estaba justo detrás, sosteniendo en una mano el cucharón de madera con el que removía la comida. Contempló sus ojos durante un instante que se volvió eterno y sintió que cualquiera podría perderse en ellos, pero no había nada más que invitase a la batalla. Ella no parecía dispuesta a usar el poder de las artes negras. Solo temblaba como si el verdadero mal hubiera acabado de asomarse por la puerta. El hombre delgado bajó la rama, pero fue incapaz de decir nada. Todos guardaron silencio. Entonces, el chico habló.

.9.

Las murallas de la ciudad se hicieron visibles tras los últimos matorrales. El día había caído con rapidez y pronto sonaría el toque de la campana para refugiarse de la noche, pero en la capital todavía se respiraba el ambiente del mercado, que poco a poco se desvanecía como la luz de una vela. El camino de vuelta había sido rápido y sencillo. El chico caminaba delante, demostrando que conocía cada rincón del bosque del obispo como la palma de su mano. No cruzaron muchas palabras, pero antes de despedirse le dio las gracias con su voz infantil y volvió a pedirle perdón. La primera vez lo había hecho en la casa, cuando el hombre delgado observaba atónito bajo el hueco de la puerta. Las explicaciones no se hicieron esperar. Tampoco los ruegos. Así salió a la luz la necesidad de la familia que vivía oculta en mitad del bosque, la débil salud de la madre y el motivo de la convalecencia del padre, triturado la noche anterior por las mandíbulas de uno de los perros del carnero al ser descubierto robándole una cabra. Pero la pieza era tan buena que compensaba cualquier herida. Mientras trataba con remedios naturales las heridas del hombre, la mujer —que había pasado de ser bruja a madre—, pronunció unas palabras que el chico se había tomado demasiado en serio: «Las legumbres de León son mano de santo para recuperar las fuerzas. Si tuviéramos lentejas podríamos hacer un buen guiso». Y al amanecer, se puso en marcha para robarlas en el mercado. Resultó que el único mal que habitaba en aquella casa era la pobreza. El hombre delgado prometió no decir nada de lo que había visto, pero necesitaba una prueba de la batalla librada contra la oscuridad con la que volver a casa. La bruja-madre pareció leerle el pensamiento. Ató su melena con un cordel y usando un cuchillo, con un rápido movimiento la cortó y se la entregó. «Diles que luchaste con la bruja, que le arrancaste el cabello, que la dejaste malherida, pero escapó». Así sería. Salió del bosque cuando las campanas avisaban del fin de la jornada y las primeras estrellas empezaban a despuntar en el cielo amoratado. Caminaba firme, apoyando el paso en la rama que había usado en la batalla, y portando en la mano el mechón de cabello. A medida que se acercaba a la muralla terminó de dar forma a su relato, una canción en la que el chico moría a manos de una bruja y de su cabra alzada a dos patas. En la que él luchaba con una rama sin filo ni metal y sobrevivía, llevándose como trofeo el cabello de la mujer. En la que no jugaba papel alguno el hombre malherido porque así debía ser. En la que todo había comenzado por una saca de legumbres de León. Al fin y al cabo, aquella era solo otra historia más en la que creer. Y quizá con el tiempo, recordar en las noches sin luna.

 

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