Gastronomía — 13/07/2018

Cuentos gastronómicos para un año capital: el queso y la miel

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Ya es por todos conocido que León ostenta a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.

En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.

Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.

El sexto de ellos, dedicado al queso y la miel, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…

miel y queso Leotopía

 

LA HERENCIA DE LA REINA DE LA MIEL 

Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía

 

La transformación hacia su nueva vida se completó aproximadamente en treinta días, aunque para ella la duración del tiempo pasó a tener un significado completamente distinto. Cualquier drama humano dejó de parecerle importante y ya solo se preocuparía por la sucesión de las estaciones.

Además, estaba segura de que no iba a experimentar la soledad de nuevo.

Nunca más.

La primera noche después del tratamiento, apenas sintió nada. Se durmió otra vez con un nudo en la garganta, que poco a poco empezaba a resultarle tan familiar como el tic que le hacía arrugar la nariz cuando se ponía nerviosa. Despertó cansada, con la cabeza ligeramente embotada después de una larga sucesión de sueños incomprensibles; había imaginado formas geométricas que podía tocar con los dedos, caminaba por laberintos sin vegetación, y hablaba sin necesidad de mover los labios, empleando un lenguaje indescifrable inventado en el planeta hacía cincuenta millones de años.

El día transcurrió despacio, envuelto en un manto espeso de culpa y decepción mal digeridos. Solo abandonó el sofá para arrastrarse al cuarto de baño en viajes de ida y vuelta, planteándose en más de una ocasión si no sería un alivio empezar a tomar las pastillas que le había recetado su médico de cabecera. Fiel a su manera de entender la vida, no lo hizo.

A la hora de la cena tuvo una extraña sensación de vacío, muy parecida al hambre. No había probado bocado en todo el día, pero mientras preparaba una ensalada de queso y rúcula, empezó a sentir náuseas con sólo asomarse a la fría luz de la nevera. Se durmió abrazada a la almohada dejando que las lágrimas fluyeran libres, lamentando que en aquella cama ya no hubiera nadie más a quien poder rodear con los brazos.

Y así terminó la peor semana de su vida. La semana en la que había perdido su trabajo y al hombre con el que pretendía caminar de la mano hacia el futuro. Ese recorrido ya no lo harían juntos. El motivo de ambas pérdidas era curiosamente el mismo, y tenía los ojos verdes, el cabello castaño claro, la talla de cintura de una veinteañera y una ambición en la vida a prueba de escrúpulos. Ni siquiera se atrevía a pronunciar su nombre. Cada vez que lo hacía, la bilis empezaba a hervir.

Cuando se lo relató a su médico días atrás, después de haber sufrido un severo episodio de ansiedad que hizo que se le cortara la respiración, empleó palabras mucho más gruesas para referirse a la persona que iba a reemplazarla en el trabajo y en el corazón de su novio. Ella no era así, así que de inmediato pidió perdón alegando que estaba muy nerviosa, que su vida se había vuelto del revés, que lo había perdido todo y que no sabía qué hacer. Mientras hablaba, el médico la observaba fijamente por encima de las gafas. Solo apartaba la mirada durante décimas de segundo para escribir arabescos en un papel que tenía sobre la mesa. Al terminar la exposición, el diagnóstico no dejaba dudas. Le recetó descanso, un cambio de aires y una dosis diaria de veinte miligramos de antidepresivo en cápsulas, que podía tomar con un zumo de naranja.

Esa tarde vagó por la ciudad hasta que las calles empezaron a repetirse al pasar. Arrastraba los pies y los hombros entre los desconocidos con los que se cruzaba, y resultaba tan desapercibida en el cuadro de la realidad, como una mota de polvo adherida al tejido del lienzo. A veces tenía ganas de llorar, a veces de gritar, a veces de salir volando en dirección a las nubes, y cuando veía a una pareja enamorada que caminaba a su lado, arrugaba la nariz sin darse cuenta. Dentro del bolso que llevaba cruzado sobre el pecho, también sentía el peso de la cajita de pastillas verdes recetadas por su médico. Prometían apaciguar la tristeza a cambio de un pequeño bombardeo químico, y si no se prestaba mucha atención a los efectos secundarios, no había nada de lo que preocuparse. Pero ella era una de esas personas que combatían el dolor de cabeza aplicando compresas frías, y sólo recurrían al paracetamol cuando la situación se volvía insostenible. De modo que buscó una alternativa. Y no tardó en detenerse frente a un llamativo escaparate.

Al terminar la peor semana de su vida, empezó otra en la que no estaba dispuesta a poner demasiada esperanza. Notaba la casa completamente vacía, tan desprovista de vida como una fiesta con música y luces brillantes a la que no hubiera acudido nadie. Además era el primer lunes en muchos años, exceptuando los periodos de vacaciones, en que no tenía nada que hacer tras haber sido despedida.

Se asomó a la ventana dejando que el sonido de la ciudad se colara en sus oídos.  Respiró hasta lo más hondo los aromas de la mañana. Trató de hallar un estímulo que refrescara sus emociones. Y de pronto sintió un zumbido pasando veloz junto a su oído. Al volverse, descubrió que una pequeña abeja había atravesado sin permiso el hueco de la ventana para colarse en el salón. Durante un par de minutos revoloteó en círculos en torno al centro de la habitación, antes de posarse suavemente en la superficie de la mesita de café. Ella arrugó la nariz. Detestaba tener que enfrentarse a cualquier insecto, a sabiendas de que el duelo solo podía terminar con un golpe seco o una huida fugaz hacia la calle. Pero ahora estaba sola, así que se acercó despacio, tomó una revista que dobló con cuidado y la levantó sobre su cabeza dispuesta a descargarla sobre la abeja, que en ese momento estaba en una posición de absoluta vulnerabilidad. Pero de pronto, se detuvo. Un súbito recuerdo, del que no se había percatado, hizo que bajara su arma. Entonces observó su mano izquierda y las pequeñas picaduras que aún no habían perdido el color rojizo.

Entre los nuevos negocios que habían aparecido en la ciudad desde la anunciada nueva era de la recuperación económica, llamaba la atención por lo inusual de su oferta, un centro de salud física basado en la apiterapia, el poder sanador de las abejas. Esos pequeños insectos estaban dotados de un aura casi místico, producían salud en sus colmenas-factorías y eran capaces de llenar el mundo de belleza libando el néctar de las flores. Después de observar la oferta del escaparate entró en la tienda. Allí descubrió un mundo desconocido, donde se ponían a disposición del cliente todo tipo de productos relacionados con las abejas: agua de propóleo para la hidratación de la piel, crema para el contorno de los ojos, antiarrugas, cicatrizantres, jabones, champús, cera en pastillas, jalea real y por supuesto, miel. En su mente tomó forma un pensamiento que se resolvía con la siguiente pregunta: ¿por qué no?

Entonces dejó que el dependiente le aplicara un tratamiento estimulante a base de la picadura de cinco abejas sobre el dorso de la mano, capaz según le dijo, de sanar todos los dolores. Al parecer, el organismo era capaz de reaccionar al veneno inoculado reforzando las defensas. No se opuso a la compra de un complemento vitamínico a base de jalea real, ni de un par de tarros de miel de considerables dimensiones. Por último, acabó tomando un tonificante natural de carácter experimental, disuelto en un vasito de agua, a base de feromonas de una abeja reina extraída de una colmena aquella misma tarde. Esto último era una absoluta rareza, pero también un regalo de la casa, así que, ¿por qué no…?

Y la primera noche después del tratamiento, apenas sintió nada. Pero pasadas las horas se notaba más y más cansada, especialmente durante la mañana. Tendría que tratar de comer algo. Aquella ensalada de queso que había empezado a preparar y que aguardaba en la nevera, o al menos una tostada con un poco de leche, con una de esas pastillas de jalea real, para que el estómago se fuera animando. Mientras hablaba en voz alta sobre posibles combinaciones para el desayuno, se descubrió portando a la pequeña abeja sobre la superficie horizontal de la misma revista que iba a emplear para aplastarla. Finalmente la acercó a la ventana y la arrojó fuera mientras comprobaba cómo retomaba el vuelo.

La tostada para el desayuno no resultó del todo mal. La había embadurnado de queso para untar con una capa de miel por encima, y se había preparado un café. Lo devoró todo con un par de dosis de jalea real, y aunque las nauseas no aparecieron, experimentó un constante dolor intestinal a lo largo de la mañana. Pero al menos las fuerzas parecían haber regresado por momentos. El estado de ánimo no mejoró, entre otras cosas porque pasar el día observando fotografías de tiempos más felices, era como zambullirse en un estanque de dolor y pena.

Sumida en una nueva fase de castigo emocional, donde solo cabía el recuerdo, el lamento y el llanto, decidió aislarse completamente del mundo. Cerró las persianas como si fueran las de la casa del pueblo al final de las vacaciones, no volvió a encender las luces, y rodeada por la oscuridad, construyó a su alrededor una burbuja de paredes gruesas donde poco a poco se fueron diluyendo los recuerdos de la persona que un día había llegado a ser.

Comió por última vez apurando el contenido de los tarros de miel y las últimas pastillas de jalea real, y dejó que el sueño se apoderara por completo de su cuerpo y de su mente. Soñó sin saber si la cúpula del cielo era de sol o de luna, soñó con los hilos que la ataban a la tierra, con una abeja enorme que decía ser la Reina de la Miel despojada de su trono, y recibió sus recuerdos a través de un canal imposible de definir. Ella sería la nueva Reina de la Miel, dijo una voz en su cabeza, y sin que lo notara su cuerpo empezó a exhalar una química natural que era como una llamada, un grito que rebotaba entre las montañas para llegar más y más lejos.

Soñó con volar y con dirigir, con ordenar y con crear vida y el mundo onírico se adueñó de todo. No pudo verlo con sus ojos humanos, pero comprobó con el resto de los sentidos, algunos nuevos y sorprendentes, cómo el enjambre de la Reina de la Miel se desplazaba, cómo el resto de los humanos se asustaban a su paso y cómo las miles de abejas que lo componían aguardaban cerca, muy cerca, a la espera de una orden suya. Las puertas de la percepción se abrieron en ella como si atravesara la pintura en un cuadro de William Blake. Pudo ver cómo sucedía lo imposible, cómo había llegado hasta ella la herencia de la Reina de la Miel, cómo la química de su lamentable estado emocional se había combinado con el veneno y las feromonas de la abeja reina apartada de la colmena, cómo la jalea y la miel habían fortalecido la semilla, cómo todo lo invisible e incomprensible se había combinado en un caldo primigenio que daba forma a un nuevo tipo de vida. Y entonces, muerta de hambre, la nueva Reina de la Miel abrió los ojos.

Caminó con torpeza en la oscuridad del salón, estirando sus extremidades, las antiguas y las nuevas, las que llevaban días sin usarse y las que jamás se habían empleado. Se acercó a la ventana y habló en su nuevo lenguaje, el que se hablaba en las colmenas desde hacía cincuenta millones de años, y al otro lado, estalló un estruendo de voces y zumbidos imposible de definir. Con un impulso abrió la ventana y alzó la persiana, rompiendo el velo de la oscuridad que le había servido de crisálida. La luz de un nuevo amanecer bañó su rostro y el zumbido de decenas de miles de abejas que aguardaban a su reina, estalló en sus oídos.

La Reina de la Miel renacida en ella les dio la bienvenida a su nueva colmena, permitió que la rodearan, dejó que se adueñaran de la casa. Su primera orden fue «comida», y el enjambre se puso en marcha para satisfacerla. Aún tardaría un tiempo en reconocerlos a todos, hijos, amantes, obreros y zánganos, unidos permanentemente en una red invisible de lazos inquebrantables, pero no había prisa, porque ahora el tiempo se medía de otra manera.

Más tarde, cuando hubiera satisfecho su apetito y fortalecido su conexión con la colmena, recordaría por última vez, como en un sueño distante, que tuvo otra vida en la que gozó y sufrió, en la que sintió compañía y soledad, plenitud y vacío. Después lo olvidaría para siempre, porque era la Reina de la Miel y como tal, tenía mucho trabajo por delante.

 

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