Gastronomía — 15/06/2018

Cuentos gastronómicos para un año capital: dulces, confiterías y pastelerías

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Ya es por todos conocido que León ostenta a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.

En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.

Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.

El quinto de ellos, dedicado a los dulces, confiterías y pastelerías, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…

Hojaldre y miel postres Leotopía

HOJALDRE Y MIEL PARA EL SEÑOR VALDÉS

Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía

 

Alicia contenía la respiración. Subía la escalera con cuidado, calculando cada paso, concentrada hasta el extremo en el acto aparentemente sencillo de sostener una bandeja en posición horizontal. Se había prometido a sí misma que el contenido no se iba a deslizar ni un solo centímetro, aunque lo más complicado para alguien que no destacaba por tener buen pulso ni tampoco equilibrio, era mantener estable el líquido que oscilaba como un péndulo dentro de un pequeño tazón. La noche se había complicado un poco. Bastante, en realidad. Ella sabía que un nuevo error provocaría su despido de un modo fulminante. Y sólo era el primer día en su nuevo trabajo.

Bajo sus pies los peldaños de madera crujían como si estuvieran a punto de estallar. El bullicio del restaurante quedaba lejos, a su espalda, ahuecado por la distancia y por la puerta cerrada que separaba el espacio del comedor, del piso superior. Arriba se ofrecía un humilde servicio de hostal, poca cosa, en realidad. Hasta donde ella sabía había sido la vivienda de los dueños, adaptada hace años para recibir a huéspedes despistados que pasaran por allí y no tuvieran la intención de permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar. Alicia podía imaginarlos bajando por la misma escalera que ella estaba a punto de coronar, recta, alineada, sin giros ni codos.

Tras el último escalón se abría un pequeño descansillo de alrededor de un metro cuadrado, tal vez menos, con una segunda puerta que daba acceso al piso superior. Siempre estaba abierta, lo que en ese momento suponía todo un alivio para la joven aprendiz de camarera de sala, que aguantaba sobre las manos blandas y sudorosas el peso de la bandeja cargada. La última tarea que le habían encargado, la que pondría a prueba su capacidad para trabajar allí, era sencilla. Simplemente tenía que llevar un dulce al dueño, un sustitutivo de la cena para el Señor Valdés, que vivía entre los inquilinos del hostal en la habitación número siete. Alicia sabía de él que no se dejaba ver demasiado y suponía, teniendo en cuenta la edad de su difunta esposa, que debía ser un avanzado octogenario, huraño, sin duda. Pero era tradición en su restaurante que los nuevos empleados se presentaran de esta forma ante él, llevándole un postre tradicional de hojaldre y miel. Tal vez así aprovechaba para conocerlos y darles el visto bueno. Al fin y al cabo seguía siendo el propietario del negocio. Aunque era el gerente quien en realidad llevaba las riendas de la acción. El gerente. El mismo gerente que hacía un instante la había conducido con las mejores maneras hasta a un rincón apartado, donde, lejos de las miradas de todo el mundo, había puesto precio a su cabeza. «Confundir los pedidos de los comensales varias veces es un error asumible el primer día, pero derramar un plato completo sobre la camisa de un cliente es algo difícil de disculpar», le dijo sosteniéndole una mirada capaz de penetrar su orgullo. El simple recuerdo la obligó a tomar aire, suspirando varias veces para infundirse ánimo. Después empujó la puerta con el hombro derecho y desapareció al otro lado.

Alicia había llegado al local como la tormenta, justo cuando empezaba a caer la tarde. Entonces faltaban algunos minutos para las siete, y a poca distancia del restaurante Sinda & Valdés, que llevaba por apellido comidas y alojamientos, se detuvo para observar. Siempre tenía la impresión de que bajo la lluvia la ciudad parecía atascarse, volviéndose más lenta, más irreal. Protegida por su abrigo y por un paraguas de mano tan endeble que no habría sido capaz de soportar un susurro del viento, analizaba la escena palmo a palmo, como si se tratara de una fotografía en movimiento: vehículos cruzándose en la intersección de las avenidas, el semáforo que alternaba el ámbar con el color de la nada, el agua acumulándose en los charcos dispuesta a saltar sobre la acera, viviendas con mordiscos del tiempo en las fachadas, y el Sinda & Valdés, del que resultaban llamativas las luces del interior y el enorme gato sentado en la entrada, a refugio de la tormenta o atraído por el olor de la cocina. Tenía claro que aquel no iba a ser el trabajo de su vida, pero necesitaba el dinero y allí se lo ofrecían a cambio de cinco horas diarias de su tiempo, fines de semana incluidos y también festivos, en función de las reservas.

Cruzó la calle a las siete en punto, lamentándose de no haber salido de casa con un calzado más apropiado para el aguacero. Cuando alcanzó la entrada descubrió para su sorpresa que el gato no se había movido de allí. Permanecía inmutable, sin alterar un solo músculo de la pose regia que mantenía sentado sobre sus cuartos traseros. Ella notó que tenía humedecido el pelaje atigrado y supuso que, habiendo encontrado un buen lugar en el que resguardarse, no tendría demasiadas ganas de moverse. Desde ahí abajo la miraba sin parpadear, curioso, con dos enormes ojos redondos rasgados por sus finas pupilas. Alicia comenzó a hablarle en el vano intento de distraer los nervios. Por toda respuesta solo obtuvo una mirada congelada que acabó quebrándose en un prolongado bostezo. «Si todavía estás por aquí en un rato, te traeré algo de cena», le dijo, y entró en el restaurante.

Todo cuanto se podía contemplar y sentir en el piso superior parecía llevar encerrado en una burbuja demasiado tiempo. Era algo inexplicable, una sensación que tenía que ver con los colores, con la austeridad en la decoración, con el tono apagado de las luces e incluso con el olor. Alicia aguardó unos segundos a la espera de algún estímulo o pista que le indicara hacia dónde dirigirse. Entretanto cargaba con un bodegón de lo más extraño, que no le parecía en absoluto adecuado para sustituir la cena de un anciano que vivía solo en una habitación. A excepción de algunas instrucciones casi elementales, el camarero que le había entregado la bandeja no había invertido demasiado tiempo en explicarle nada, y ella había llegado a creer que todo se trataba de una absurda broma. Pero la tensión vivida en la sala y la seria conversación con el gerente estaban muy lejos de cualquier tono humorístico. Sobre la bandeja había un plato principal con un pastel de hojaldre y miel, típico de la zona, escoltado por un cuchillo y un tenedor. También una diminuta cajita de metal con tres pastillas de colores que, según le habían dicho, tendría que tomar el Señor Valdés en primer lugar. Eso quizá explicaba el tazón con el líquido, que suponía, sería agua. Pero además llevaba un pañuelo de mujer perfectamente doblado que desprendía un molesto olor dulzón, y una foto de la señora Sinda, de Sinda & Valdés, comidas y alojamientos, ya anciana, mirando directamente a la cámara desde más allá de la muerte. Mientras permanecía inmóvil en el pasillo, se imaginó por un instante hablando con el Señor Valdés, rogándole en vano que primero se tomara sus pastillas de colores, mientras él devoraba el hojaldre ante la foto de su esposa y le sonsacaba las referencias que podía ofrecerle para justificar su trabajo allí. Sintió un escalofrío e hizo lo posible por apartar aquel pensamiento de su cabeza.

A derecha e izquierda se extendía el mismo pasillo alumbrado en un crepuscular tono amarillento. Sus paredes desnudas terminaban abruptamente en tabiques compactos sin vías de escape. Solo en uno de los lados, el que debería corresponder al oeste de haber determinado correctamente la posición geográfica del edificio, se había dispuesto una ventana que permanecía entreabierta, dejando libre el paso del frío y de la noche. Las puertas de las habitaciones se alineaban en constante sucesión numérica, hasta el diez. Alicia estaba en una planta en la que solo había habitaciones cerradas, nada más, y no sabía si alguna estaba ocupada por algún inquilino, más allá de la número siete. Avanzó despacio hacia ella, sintiendo la inexplicable necesidad de mirar a su espalda a cada momento. Al llegar, la encontró entreabierta. Una profunda oscuridad amenazaba con escapar de su interior. Podría haberla empujado pero notó algo que la obligó a detenerse. No sabía si era fruto de la negrura o del denso silencio, o de la certeza de no saber lo que se iba a encontrar dentro. Casi sin pensarlo se agachó con cuidado de no derramar nada y dejó la bandeja en el suelo. Después tocó la puerta con los nudillos, varias veces, sin respuesta. Entonces habló. «¿Señor Valdés? ¿Está ahí Señor Valdés? ¿Señor Valdés? Soy Alicia, la nueva camarera. Le traigo el postre de hojaldre, como me pidieron. ¿Señor Valdés…?». Por su cabeza se volvió a cruzar la idea de la broma. Fue un pensamiento fugaz, reemplazado por otro mucho peor. ¿Y si aquel hombre estuviera…? Después de todo era muy mayor. La invadió la necesidad de alejarse de allí a toda velocidad, temiendo que si entraba en la habitación número siete se encontraría al Señor Valdés desplomado en el centro de la habitación. Pero terminó empujando la puerta, caminando algunos pasos hacia el interior de la caverna, arrastrando la mano por la pared tratando de orientarse, pronunciando su nombre en voz alta. Nada. Entonces escuchó un chasquido procedente del pasillo. Después otro. Y otro. Y otro más. Todos sus sentidos se agudizaron mientras se estremecía cada centímetro de su piel. Lentamente regresó atrás, luchando contra las formas que su imaginación dibujaba en la negrura. Despacio, muy despacio, se asomó por el vano de la puerta. Y gritó.

Desde el nivel del suelo el gato la miraba con gesto tranquilo, relamiéndose los bigotes mientras saboreaba el hojaldre y la miel. Lo reconoció inmediatamente.  Era el mismo animal callejero de la puerta, el que buscaba refugio y comida cuando ella llegó al restaurante. De algún modo se había colado en el edificio, la ventana abierta era una buena opción, y ahora paseaba la lengua y los colmillos por el postre del Señor Valdés. Alicia tardó unos instantes en poder reaccionar. Lo hizo horrorizada. «No, no, no…» empezó a balbucear mientras hacía gestos con la mano. «¡Vete! ¡Fuera! ¡Chsst! ¡Chsst! ¡Largo! ¡Deja eso!». El gato la miraba sin entender nada y regresaba al hojaldre, que lamía y mordisqueaba con pasión. De nada servían ni las voces, ni las palmadas al aire, ni las pisadas firmes en el suelo. «Oh, Dios mío», se dijo, incapaz de hallar una solución. El único consuelo pasaba porque el Señor Valdés durmiera como un bendito y no se estuviera enterando de nada.

Cuando se cansó de comer, el animal pasó a olisquear el pañuelo de olor dulzón, mojó la lengua en el tazón de agua y se habría comido las pastillas de no ser por la rápida e imprudente reacción de Alicia, que se acercó por detrás rodeándole y lo alzó en el aire. «Y bien, ¿qué vas a hacer ahora?», se dijo. Contempló las opciones, que no eran muchas ni tampoco buenas: ¿Bajar con él por las escaleras? ¿Encerrarlo en la habitación del Señor Valdés sin saber lo que había dentro? ¿Tratar de sacarlo por la ventana? Incómodo en el aire, el animal empezó a agitarse y a maullar, lanzando una sinfonía de sonidos que iban del agudo al más grave, síntoma inequívoco de que su malestar iba en aumento. Ella cada vez estaba más nerviosa, más acorralada, más necesitada de una salida de emergencia. Como una ventana, por ejemplo. «Decidido, la ventana». Al fin y al cabo había entrado por ahí, o al menos eso creía. Mientras corría por el pasillo con los brazos extendidos, el gato afilaba sin piedad sus uñas en la piel de las manos, dibujando líneas rojas que Alicia tardaría en descubrir. En ese momento su principal problema era otro. El gato forcejeaba, se retorcía, emitía sonidos más propios de la profundidad del bosque que de un animal de compañía. Pero todo fue a peor cuando empezó a bufar, lanzando un aviso ancestral que le recorrió la columna como un rayo terrorífico. Entonces, sin saber qué hacer se detuvo junto a la ventana y empezó a gritar, presa de los nervios y el pánico hasta que se abrió de golpe la puerta que daba a las escaleras. Allí estaba la mirada del gerente, su gesto sorprendido, pálido, incapaz de comprender. «Alicia, ¿qué le estás haciendo al Señor Valdés? ¡Suéltalo inmediatamente!». Como por arte de magia sus manos se relajaron, el animal escapó hacia el suelo y ella solo preguntó: «¿Estoy despedida, verdad?».

A la una de la madrugada había dejado de llover. La ciudad conservaba un aspecto limpio y fresco tras la tormenta y todo parecía descansar. Alicia cerró la puerta del Sinda & Valdés. Se arrebujó en el abrigo para resistir al frío de la noche y comenzó a caminar de vuelta a casa. Cuanto más pensaba en lo sucedido, más tenía la impresión de haber vivido una extraña pesadilla, de esas que siguen persiguiendo entre las sábanas incluso cuando uno ya ha despertado. A pesar de su ira, el gerente se había encargado de atender personalmente las heridas que las garras del Señor Valdés habían dejado en su cuerpo. Y mientras le desinfectaba con alcohol y le vendaba las manos y los antebrazos con el escaso material rescatado del botiquín, le habló del matrimonio de Sinda y Emilio Valdés, como si se sintiera culpable por lo sucedido y obligado a revelar la verdad: «El Señor Valdés falleció hace casi una década. Su viuda cambió el nombre al negocio, habilitó como hostal la parte superior y empezó a vivir en la habitación número siete con un pequeño gato que recibió el nombre del esposo fallecido. Ella quedó bastante tocada, mentalmente quiero decir. Antes de morir y en un extraño ejercicio legal, la señora Sinda dejó en herencia el edificio al animal, para que tuviera un lugar en el que vivir en su ausencia. Tal era su cariño hacia el animal». Relataba el gerente mientras daba otra vuelta al brazo con el ovillo de venda esterilizada.

«En cuanto a la extraña tradición, así quedó estipulado en su testamento. Cada nuevo trabajador debía presentarse ante el Señor Valdés, llevándole su plato favorito, un hojaldre con miel, nada menos. Ahora se ha adornado de todo un ritual. Cuchillo y tenedor son los símbolos del restaurante. Las pastillas son chucherías para gatos, así coge confianza con el olor del nuevo empleado que se lo da a comer directamente al hocico. El agua es solo eso, agua. Y para que no olvide a la señora Sinda le añadimos un pañuelo impregnado en su perfume y una fotografía de ella en los últimos años. ¿Quién sabe? Quizás funcione». Alicia le dijo que todo aquello era una verdadera locura. El gerente solo se encogió de hombros.

Mientras se alejaba de allí se dio la vuelta para contemplar el lugar. Sinda & Valdés, rezaba el letrero luminoso. Bajo él como un centinela estaba el Señor Valdés, justo en el mismo lugar donde la había recibido horas antes. Tuvo la impresión de que la observaba desde la distancia, pero solo pudo comprobar que en realidad se estaba lamiendo una pata. «Tal vez aún conserve el sabor del hojaldre», pensó Alicia. Ella se miró sus manos, heridas y vendadas. Respiró el aroma limpio de la noche y caminó hacia el futuro, decidida a no volver a mirar atrás.

 

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