Al cruzar el portón de madera que se abre en el número 7 de la Plaza de Regla de León, el ajetreo de la ciudad parece detenerse momentáneamente. Los primeros pasos conducen entre la penumbra hasta un pequeño claustro inundado por la luz, donde un bosque de columnas rodea el patio empedrado de cantos dispuestos en forma de espiga. Sobre los tejados se asoma indiscreta la torre sur de la catedral y en sentido opuesto se prolonga un pasillo por donde circulan los investigadores sin poder evitar que el eco de sus pasos resuene como en el interior de un templo.
A ambos lados del corredor reposan fragmentos descontextualizados de historia labrada en piedra, restos de columnas, tallas, evidencias de ruinas que por algún motivo han ido a parar allí. Cierra el recorrido lineal una cancela acristalada y una hornacina sobre la que reposa el busto mitrado del obispo Almarcha. La puerta de la sala de consulta está muy cerca de allí. Un empujón suave, la madera protesta. En el interior la vista se pierde entre la manufactura del artesonado que cubre las paredes y los techos. Quienes ya trabajan allí escarbando entre la información de los documentos antiguos parecen haberse acostumbrado a la belleza de lo artístico. Tampoco reparan en quienes entran o salen, llegan o se van, como si la concentración tuviese más peso que la curiosidad. Nos encontramos en el Archivo Diocesano de León ubicado en la planta baja del Palacio Episcopal, y acude a nuestro encuentro Fernando Guerrero Alonso (León, 1983), historiador y auxiliar del archivo desde 2013.
Fernando nos habla del lugar en el que nos encontramos: «El Archivo Diocesano de León es el punto de referencia en el que se custodian determinados documentos eclesiásticos y también los libros de registro de las diferentes parroquias que conforman la diócesis. Quien busque documentación fechada después de 1870, puede recurrir al Registro Civil, pero toda la relativa a los años y siglos anteriores estaba restringida a las iglesias. Esa es la que conservamos y ponemos a disposición de los investigadores».
Por un momento dudamos si referirnos a él como documentalista o archivero; «en este caso, los oficios se complementan», nos dice alguien que considera que su formación le ha permitido «valorar y respetar el material con el que trabajamos aquí, los libros y la documentación del pasado».
Cuenta la historia que los archivos religiosos vinculados a la Iglesia fueron los principales guardianes de la realidad registrada desde la Edad Media, especialmente los de monasterios, conventos, catedrales y parroquias. Desde el siglo XVI entran en juego los archivos de las diócesis —asunto particularmente interesante en la provincia al tener dos territorios diocesanos, el de León y el de Astorga—, y habrá que esperar al siglo XIX para constatar cómo surgen nuevos modelos de archivos al amparo de las Diputaciones provinciales y de ciertas iniciativas privadas. Haciendo un ejercicio de memoria, Fernando nos habla de los dos nombres cuyo interés dio forma al Archivo Diocesano de León: «El obispo Luis Almarcha, quien ordenó la puesta en marcha de esta institución en 1948, y José María Fernández Catón, director durante muchos años, responsable de su organización y a quien se debe la llegada a esta sala del artesonado que ahora lleva su nombre».
Son muchos los fondos documentales que se atesoran aquí: «Está centralizada la documentación de 678 pueblos de un total de 873 parroquias filiales, anejos y poblados, más del 75% del territorio diocesano. Sólo del Fondo Parroquial, que no es el único, se conservan cerca de 10.000 libros». Además de su catalogación para que las búsquedas y consultas se puedan realizar de un modo eficiente, uno de los propósitos de los responsables del Archivo Diocesano —con su director Adolfo Ivorra, sacerdote y doctor en Teología, a la cabeza—, es el tratamiento que asegure su conservación. «Algunos libros o documentos que llegan hasta nosotros han sufrido desperfectos o en el peor de los casos están francamente deteriorados. Los que peor se han conservado merecen un cuidado especial porque pueden llegar con humedades, manchas, dobleces, hojas desprendidas… El patrimonio archivístico debe valorarse para que no se pierda».
Un patrimonio tal vez desconocido para un público no especializado o que quizás todavía no se haya interesado en sus enormes posibilidades: «Yo creo que ahora la gente ya conoce el archivo diocesano y tiene una cierta idea de lo que hacemos aquí. Es posible que hace algunos años fuera un lugar más reservado. A menudo la documentación corre el riesgo de no ser apreciada en su justa medida, como sucedió en ciertos momentos del pasado, pero es verdad que ha habido un cambio de mentalidad y el público es consciente de la importancia de lugares como este. La memoria histórica y la recuperación de la memoria familiar han jugado a favor».
Es precisamente ese interés por la recuperación de la memoria familiar lo que mueve a muchos a rastrear entre cajas y cajas de legajos en busca de nombres, fechas y apellidos que rellenen los huecos de los árboles genealógicos, ya que «el perfil más habitual del investigador que viene al archivo es el genealogista ya jubilado. En realidad hay muy poca gente joven». Como experto en el tema que es —no en vano lleva trabajando en asuntos genealógicos casi dos décadas—, pedimos a Fernando Guerrero Alonso que nos dé algunas pautas para que el árbol pueda crecer firme desde las raíces: «A la hora de empezar a hacer un árbol genealógico lo primero y más importante antes de venir aquí es reunir toda la información posible para decidir el punto desde el que partir. Mucha gente comete el error de avanzar por varias ramas hasta que se dispersa. Lo que yo siempre recomiendo es centrarse en una sola y recorrerla hasta que se llegue a un callejón sin salida, ya que una sola rama puede llegar a dividirse hasta resultar abrumadora».
Se acerca la hora del cierre, el archivo solo ofrece servicios por la mañana. Dejamos a Fernando enfrascado en la organización del día siguiente, ya que muchos investigadores volverán, volverán y volverán, porque ciertos trabajos se terminan con tiempo y paciencia. Sentado frente al ordenador reconoce que «la digitalización del Archivo Diocesano sería algo muy interesante, no solo para las consultas sino también para la conservación de los documentos. Pero éstos suelen ser proyectos lentos, requieren mucho tiempo y trabajo».
Tiempo, de nuevo el tiempo, otra vez el tiempo. Ese que al llegar nos pareció tan lento pero que al pisar la calle recupera su normalidad. Ese que avanza imparable y al que nada le detiene. Pensamos y reflexionamos por un momento en una idea tan sobrecogedora como natural: llegará el día en que nuestras vidas se resumirán en nombres y fechas escritos en libros y registros como los que hemos podido ver de cerca, que otras generaciones vendrán a buscarnos a lugares como este, que al cabo de varios siglos podrán saber de nosotros a pesar de que los recuerdos se desvanezcan. Así son los ciclos de la historia, pero tenemos algo a favor. Está en nuestra mano la posibilidad aprovechar el tiempo que se nos ha dado para dejar huella. Una huella que, si no indeleble, al menos que no resulte superficial.
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