Durante los años veinte del siglo pasado, era bien sabido que la estación de Montparnasse no pasaba por ser el lugar más apacible de la ciudad de París y Georges Méliès lo sabía. La década llegaba a su final y en la memoria de los mayores todavía perduraba como un fogonazo la imagen del terrible accidente que no mucho tiempo atrás, había terminado con una locomotora colgando de la fachada del edificio. Para los jóvenes aquello no era más que un lejano cuento que quizás algunos pudieron escuchar siendo niños. Ellos eran los representantes vivos de toda una generación que había malgastado a la fuerza sus mejores años entre el barro de las trincheras, y en sus mentes, los horrores de la Gran Guerra parecían ser más nítidos que cualquier otro recuerdo.
En Montparnasse la luz se colaba con fuerza por los enormes ventanales que dejaban entrever el cielo. Los viajeros abarrotaban los andenes, circulaban por los pasillos dando forma a la multitud, buscaban las salidas, parloteaban con propietarios y dependientes de los pequeños comercios de la estación o descansaban sentados mientras sobrellevaban la espera de la mejor forma posible.
Fijémonos en uno de ellos. Quizás sea un viajero que va o que viene, que pasa por allí casualmente o que lo hace con una poderosa intención. No importa, son matices que no determinan el devenir de nuestra historia. Imaginamos que es un hombre joven, y puestos a imaginar, lo imaginamos en la treintena o con diez años más. Es periodista, camina con mirada atenta, despierto como manda su profesión. Mira a un lado, mira al otro, se detiene. Frunce el entrecejo, parece que gira levemente la cabeza. Por un instante duda pero inmediatamente deja de hacerlo. Camina algunos pasos y se detiene frente a una juguetería. Debajo de un oscuro sombrero, los ojos del dependiente le miran con tristeza. Ronda los sesenta, pero aparenta más edad de la que realmente tiene. Está rodeado de cachivaches, instrumentos musicales para niños, caballitos de madera, balones que cuelgan de las alturas, muñecas, muñecos, coches, barquitos… apenas hay espacio libre. Sólo el suficiente para que asome la cabeza. Y en ese momento, el viajero, el periodista, ese personaje que nosotros hemos imaginado pero que es tan real como lo es esta historia, sonríe ante la certeza de lo evidente. Le ha reconocido. Muchos le daban por muerto pero allí, atendiendo un humilde quiosco en la estación de tren de Montparnasse, aguardaba encadenado por la vida y el infortunio uno de los padres del cine: Georges Méliès.
¿Es posible afirmar que la vida de Méliès fue desafortunada? ¿O habría que pensar todo lo contrario? Como los grandes genios, Georges Méliès fue un soñador no exento de rebeldía que pronto se alejó del sendero dispuesto. Apasionado de la magia y el ilusionismo, se afanó en conocer los grandes trucos de los mejores artistas antes de desarrollar sus propios artificios, adquirió el teatro Robert Houdin y renovó su oferta con representaciones escénicas, magia, espiritismo, mesmerismo y actuaciones de autómatas, hasta apartarlo de sus años más difíciles.
Pero hay un momento exacto en el que se puede definir la inflexión de su vida, una fecha, diciembre de 1895 y un lugar, el sótano del parisino número 14 del Bulevard de los Capuchinos. Los rumores eran ciertos. Los hermanos Lumiére habían diseñado un artilugio capaz de proyectar imágenes en movimiento, y para exhibir ante el público las posibilidades de su diseño con fines comerciales, organizaron un pase en el que mostraron las grabaciones documentales con las que pasarían a la historia. Maravillado por lo que había visto, Georges Méliès trató de que los Lumiére le vendieran aquel extraordinario invento, y ante la negativa, se puso manos a la obra. Tras consultar a científicos, ópticos y mecánicos, Méliès tuvo lista una cámara en apenas medio año. Con ella rodó su primera película, una llamativa partida de naipes en el jardín de su propia casa.
Pronto descubrió que el cine le permitía sintetizar en una pequeña grabación buena parte de sus destrezas artísticas: el ilusionismo, las representaciones teatrales, el diseño de escenografías, el dibujo, la pintura, la mecánica y la tramoya del entretenimiento. Como buen autodidacta supo sobreponerse a los errores tratando de resolverlos mejorando progresivamente la técnica. Uno de los problemas más frecuentes tenía relación con la costumbre de rodar las películas al aire libre, una práctica que exponía la producción a la arbitrariedad de los elementos. El baile de la luz entre las nubes terminaba proyectando sombras y los decorados se echaban a perder si la lluvia cumplía con su amenaza en un día encapotado. La solución sólo podía cocinarse a fuego lento en la mente de un genio como él. Ideó y ordenó la construcción de un palacio de cristal a la altura de sus fantasías, un estudio cinematográfico —el primero de sus características— completamente transparente, situado en una parcela familiar en la localidad de Montreuil. Su trabajo no sólo quedaba protegido del viento o de la lluvia. También disponía, casi a su antojo, de luz natural, controlando la intensidad que llegaba hasta la escena.
Año tras año las películas salían del estudio y circulaban con éxito bajo el sello Méliès Star Film. La buena acogida se traducía en dividendos que permitieron mejorar las posibilidades del palacio de cristal, incorporando fosos con trampillas o pasarelas y sistemas de poleas que permitían alzar o descender escenarios y personajes, logrando así una variedad de posibilidades inimaginables hasta la fecha.
Georges Méliès recurría a los mismos trucos visuales que había perfeccionado en el teatro, y no dudaba en combinarlos con todas las posibilidades que ofrecía la técnica de principios del siglo XX: fundidos, sobreimpresiones de cámara o juegos en la sala de montaje, donde incluso se coloreaba la película pintando artesanalmente cada uno de sus fotogramas. Como resultado, Méliès ha sido condecorado con el título honorífico de padre de los efectos especiales en el cine, logrando imprimir un carácter propio a cada uno de sus trabajos.
Las películas se proyectaban en el escenario del Teatro Houdin, que alternaba en sus sesiones el cine con las representaciones escénicas. También se ofrecían a los feriantes y proyeccionistas ambulantes, ansiosos por captar la admiración y el dinero del público. Era precisamente allí, en aquellas barracas de las ferias con aspecto de carpa circense, donde se daba la más íntima comunión entre el espectador y la película. Sumidos en un ambiente de penumbra, los curiosos asistían asombrados a la proyección de imágenes en movimiento que servían además para contar una historia. En ocasiones un narrador presente describía el argumento o un piano daba intensidad musical a la trama. Y mientras, de fondo, sólo se escuchaba el sonido de carraca del proyector movido a manivela por la mano de un experto. ¿Podía lograrse una experiencia más sugerente cien años atrás?
Es precisamente ese ambiente el que se pretende imitar al visitar la exposición Empieza el espectáculo. Georges Méliès y el cine de 1900, organizada en la ciudad de León por la Obra Social «la Caixa». Situada hasta el 20 de enero de 2017 en la Avenida de los Reyes Leoneses de la capital, supone una invitación a zambullirse en un tiempo tan lejano que más parece legendario que real, una época de grandes cambios y de un optimismo exacerbado, que a tenor de la inminente proximidad de la Primera Guerra Mundial, se acabó llamando con añoranza Belle Époque. El mundo se agitaba antes de la tempestad mientras nacía el cine. En este recorrido por los orígenes del séptimo arte contemplaremos varias escenas dotadas de personalidad propia, perfectamente integradas en el contexto general. La exposición nos traslada hasta aquella primera exhibición de los hermanos Lumiére en el París de 1895, antes de llevarnos de la mano al cine de Méliès. Algunas de sus películas están presentes, la más reconocible, sin lugar a dudas, Viaje a la Luna (1902) inspirada por Julio Verne y H.G. Wells. Contemplaremos una maqueta del estudio de Montreuil, y recorreremos los entresijos de su producción para asistir con pesadumbre a la decadencia de su carrera, y a esa imagen demoledora del genio encadenado, como él mismo se veía, en una tienda de juguetes.
Al principio de esta historia, habíamos dejado a Méliès en su negocio de la estación de Montparnasse con un periodista que pasando por allí le había reconocido. ¿Qué fue lo que sucedió después? Sucedió que aquel periodista, amante del cine y de la obra del autor dio a conocer su historia. En los meses siguientes llegarían hasta quiosco más reporteros, cineastas a los que había inspirado y también aficionados. A partir de ese momento arreciaron los reconocimientos, los homenajes, los honores nacionales y la invitación a pasar el resto de sus días como residente del Castillo de Orly. Después de todo Georges Méliès no vivió el drama de los grandes genios y pudo experimentar el orgullo de ser reconocido en vida.
[box type=»info»]Empieza el espectáculo. Georges Méliès y el cine de 1900[/box]
Fechas: del 22 de diciembre de 2016 al 20 de enero de 2017
Lugar: Avenida de los Reyes Leoneses, León
Horario Estándar:
De lunes a viernes, de 12.30 a 14 h y de 17 a 21 h
Sábados, domingos y festivos, de 11 a 14 h y de 17 a 21 h
Visitas guiadas: de lunes a viernes, a las 19 h
Sábados, domingos y festivos: a las 12 y 19 h
Organización y producción: exposición organizada por la Obra Social ”la Caixa”, con la participación de La Cinémathèque Française
Comisariado: Sergi Martín, guionista y escritor
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