Ciencia, Sociedad — 23/10/2017

Magín Fernández Perandones, el médico de todo León

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Villar de Golfer es uno de esos pequeños lugares que obligan al viajero a desplegar el mapa de la provincia y a deslizar el dedo por el entramado de carreteras y valles hasta dar con él. Aparece al suroeste de Astorga, entre las suaves lomas de la Maragatería que ascienden lentamente hacia el nivel de los mil metros. Cerca, asoma la presencia descomunal de la sierra del Teleno. Vista desde el pueblo, la cadena de montañas tiene la apariencia de una muralla titánica que serpentea sobre el horizonte, recortándose en la misma dirección por donde cada tarde se despide el sol.

Allí nació nuestro protagonista, hace la friolera de noventa años.

Magín Fernández Perandones Leotopía

Con la perspectiva del que ha disfrutado de una larga vida, exprimida, Magín Fernández Perandones (Villar de Golfer, 1927) recuerda los años pasados con una emoción tranquila. Dice que las primeras escenas que acuden a su memoria suceden entre las calles del pueblo, en esa realidad que de manera inconsciente fabrican los niños y que les aleja de la otra, la del universo de los adultos. Poco después se abren las puertas de la escuela para nuestro protagonista, son los años treinta, y en la misma aula se amontonan chicos y chicas de la misma edad. Algunos aprenden algo, otros no duran allí demasiado. Los mayores suelen abandonar a los trece o catorce años. En ese momento trabajar en la casa o en el campo es más importante que aprender los fundamentos científicos y humanos que empujan al mundo.

A semejante trámite vital, el de la escuela, Magín llegó con ventaja. Su padre no era docente sino albañil de profesión, pero ya le había enseñado a leer en casa. «Allí se hacía lo que decía el maestro. Nos enseñaba cosas de poca importancia, pero se esforzaba en que aprendiéramos», dice.

Con un médico sentado al otro lado de la mesa, la conversación pronto deriva hacia los asuntos de Asclepio —señor de la medicina en la Antigüedad—, y las maneras de enfrentarse a las enfermedades en los años previos al abismo de la Guerra Civil. «¿Estar yo enfermo? Muy poco. Fui un niño sano», afirma muy seguro de lo que dice. También era un niño cuando las armas empezaron a rugir y, como la mayoría, a duras penas salió adelante en los años más duros de la posguerra. Entonces estaba atrapado en la adolescencia, cursando un bachillerato que superó con buenas notas. Medio en broma, medio en serio, nos dice que empezó a pensar en la medicina porque «era un oficio más seguro y se ganaba más», aunque los que le conocen saben bien que detrás de su sonrisa humilde se esconde una vocación sincera de la que hizo gala durante décadas. Ciertas profesiones, y la suya a la cabeza, no se pueden asumir sin un firme compromiso personal.

Magín Fernández Perandones Leotopía

La Universidad de Valladolid le abrió las puertas de los estudios de medicina, años de juventud donde «la gente no iba mucho a clase, preferían estudiar en casa», en los que los muchachos compaginaban los libros con las milicias universitarias y, si era necesario, volvían a casa para echar una mano… o las dos. La perspectiva, otra vez la perspectiva que cambia con el paso del tiempo, hace que Magín recuerde con gesto divertido los momentos de necesidad: «Antes de que llegara la Navidad dejábamos de estudiar y nos íbamos a casa, porque pasábamos hambre».

Con paso lento y sereno, el médico se acerca a las orlas académicas que adornan la parte más alta de una de las paredes de su despacho, el que durante los últimos años ha sido su consulta privada. Allí reposan los retratos de sus maestros y mentores, profesores a los que recuerda como hombres buenos, «algunos más sabios y otros menos», exigentes la mayoría.

Desde un segundo plano y ganando protagonismo poco a poco hasta volverse imprescindible, se suma a la conversación Mari Carmen Ferrero, quien conoció a Magín en el vaivén de los valles que median entre Riello y Curueña. Allí ella era maestra. Quiso el destino que no trabajara mucho tiempo como docente, apenas un par de años, que describe con palabras amables: «Me gustaba mucho la enseñanza y estaba encantada en Curueña, porque la gente de la montaña era extraordinaria». El día a día distaba mucho de la sencillez que se le presupone a la vida rural, y no estaba exenta de pequeñas anécdotas imposibles de olvidar: «Yo iba a Riello en autobús, y de Riello a Curueña en un taxi. Pero a medio camino había una peña que proyectaba su sombra en la carretera, y cuando nevaba, que nevaba mucho, los coches no podían subir porque el paso estaba helado. La alternativa era atravesar otro camino a caballo. Yo lo pasaba en grande», recuerda ella.

Magín no puede evitar interrumpir el relato con un comentario cargado de significado: «Qué tiempos…».

Magín Fernández Perandones Leotopía

Otros tiempos, idénticas esperanzas. Mari Carmen estudió una oposición y pronto se integró como auxiliar en la administración de la Policía, siguiendo a cierta distancia los pasos de un padre que llegaría a ser comisario. «Sólo los hombres podían llegar a ser policías», nos dice hablando del pasado en un lamento silencioso que apenas dura un instante. Con expresión firme deja clara su disconformidad y zanja el tema con una frase que parece decirlo todo: «Yo soy una defensora de las mujeres».

Después de la boda, la pareja recaló definitivamente en León, poco antes del nacimiento de su hija Silvia, la única en la familia que seguiría los pasos de su padre —Consuelo optaría por la docencia, como su madre, y Carlos, el hijo varón, se convertiría en ingeniero—. El doctor Magín Fernández Perandones tenía entonces 36 años y ya era médico de la Unión Previsora y de la Ciudad Residencial Infantil San Cayetano, donde los niños huérfanos convivían con otros que pasaban temporalmente por el hospicio, mientras sus padres trataban de conseguir algo de dinero. Magín estuvo allí hasta su cierre, y a los pocos meses ocupó una plaza en Armunia con la que completaba el servicio sanitario a otros pueblos. «Cuando yo vine aquí, muchos trabajadores no tenían seguridad social, como los labradores, y tenían que pagar al médico», recuerda. Más tarde pasaría por el ambulatorio de la Condesa y por José Aguado, centros de la capital leonesa, mientras practicaba la medicina privada.

Magín Fernández Perandones Leotopía

Su mujer recuerda una actividad que parecía no tener fin: «Atendía casos de medicina general y medicina interna en la consulta, visitaba a los enfermos en sus domicilios y atendía a los niños antes de los desplazamientos de los servicios de pediatría». Su hija Silvia, hematóloga en el Hospital de León, dice de su padre que «llegaba a casa muy tarde porque trabajaba todo el día. Vivía para sus pacientes, tenía una dedicación absoluta. Si era necesario iba a ver a una persona varias veces al día, incluso de madrugada». Ese profundo compromiso hacia su vida laboral podría haber causado mella en el ámbito familiar: «Vivía a carreras. La mayoría de los días desayunaba un café bebido y durante una época comíamos a las seis de la tarde», recuerda Mari Carmen. «Pero su carácter no se veía afectado», apunta su hija Silvia, que además añade algo que ya suponíamos: «Nunca le oí quejarse. Siempre ha sido una persona muy equilibrada».

Semejante compromiso con su oficio, dejó, a través de las décadas varios miles de pacientes satisfechos, curados o simplemente agradecidos por la atención recibida, por el modo de hacer las cosas de un médico nada convencional, constante, atípico.

Pero entre el fulgor de las luces se extienden las sombras. Sobre la mesa que soporta nuestra conversación, cae como una losa el drama de la droga, que irrumpió con fuerza en la sociedad española de los años ochenta. El desconocimiento y la falta de atención sanitaria hacían que los afectados se amontonaran en las puertas de las consultas de algunos médicos que, como Magín, creían que podían ofrecer un poco de esperanza. Sin embargo, demasiado a menudo, la situación se escapaba de las manos y los que trataban de ayudar sufrían abusos, robos y violencia.

Magín se implicaba mucho con los pacientes, hasta el punto de que llegaba a saber de memoria el número de filiación de algunos de ellos, el tratamiento que tomaban, cómo lo tomaban... todo de memoria

La tarde avanza deprisa y, casi sin darnos cuenta, la luz del exterior se apaga. Ahondamos en ciertos temas polémicos o espinosos relacionados con la profesión, e indagamos porque queremos conocer la clave, esa tecla exacta que el doctor sabía tocar en cada momento ante cada uno de sus pacientes, y que inmediatamente provocaba que la confianza hacia el galeno fuera casi reverencial. Mari Carmen destaca la importancia de la empatía, «algo que depende del carácter de cada uno, aunque es una habilidad necesaria». ¿Y qué hay de eso que se llama ojo clínico, que tanto cuesta definir pero que parece sobrarle al hombre que, sereno, entrelaza los dedos frente a nosotros? «Primero hay que saber las cosas. Si no las conoces, no puedes ver los problemas. Es cuestión de saber y de la práctica que da el tiempo», opina Magín al respecto. Su mujer es del mismo parecer: «El ojo clínico tiene un poco de todo, talento, dedicación, conocimiento, experiencia…». Un resumen perfecto de los valores reunidos en un hombre al que leoneses de distintas generaciones han admirado, y en el que tantas veces han depositado su confianza.

La entrevista va llegando al final, pero no podemos irnos sin hablar de la iniciativa popular que logró reunir más de dos mil firmas para que el Ayuntamiento de León pusiera el nombre del doctor Magín Fernández Perandones a una calle de la ciudad. «Fue un homenaje muy bonito, con más de trescientas personas reunidas, muy entrañable», recuerda su mujer. El protagonista también lo agradece, aunque a su manera, porque la humildad en él es una presencia habitual: «Sólo puedo decir gracias, pero por ahí hay otros médicos mejores que yo que no tienen una calle», sentencia.

Magín Fernández Perandones Leotopía

La noche ya es profunda, limitamos con la hora de la cena. Agradecidos, seguimos conversando mientras recogemos micrófonos y grabadoras, aparejos del periodista para pescar historias. Lentamente nos dirigimos a la salida mientras tratamos de identificar —más allá del restablecimiento de la salud—, la razón que hizo de Magín un médico tan querido en la capital. Atravesamos un largo pasillo adornado con escenas y paisajes sobre lienzos, cruzamos por delante del despacho que se usaba como consulta hasta hace muy poco, nos acercamos a la puerta de la calle. Entonces, como un eco, vuelven a resonar unas palabras de Mari Carmen que minutos atrás quedaron impresas en el circuito interno de la grabadora: «Magín se implicaba mucho con los pacientes, hasta el punto de que llegaba a saber de memoria el número de filiación de algunos de ellos, el tratamiento que tomaban, cómo lo tomaban… todo de memoria. Tenía una memoria privilegiada».

De pronto, la razón se revela. Escuchar al enfermo, dejar hablar a la gente, atender sin tener en cuenta las manecillas del reloj. Unas maneras que sólo pueden conducir hacia una conclusión: el doctor Magín Fernández Perandones conocía realmente a sus pacientes.

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