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Más pronto que tarde, los pasos de quienes se dejen llevar por las calles y callejuelas del Barrio Húmedo de León terminarán en una de las cinco plazas que se abren en el lugar y que funcionan como balizas en mitad del océano, señalando los límites de un espacio conocido y reconocido —casi universalmente— por el buen comer y el mejor beber. Si el que camina es un observador curioso con el instinto afilado, es posible que pueda descubrir algunas de las pistas que va dejando la historia tras de sí, como esas que recuerdan el pasado artesanal de la ciudad y que son visibles en el nombre de algunas travesías: Serradores, Platerías, Azabachería, Zapaterías o Herreros. Todas ellas evocan viejos gremios artesanales y oficios que se repartían el callejero.
En León nunca faltaron los artesanos y es precisamente la ausencia de ese tejido industrial que debería insuflar vida aunque no termina de llegar, lo que hace que muchos decidan seguir siéndolo, tanto como hobby o recurso terapéutico como por la esperanza en un futuro plagado de incertidumbre.
Los oficios tradicionales se vienen impulsando en la capital desde 1987, cuando se puso en marcha la Escuela Taller de Restauración con sede en la Colegiata de San Isidoro. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Entre ellas su ubicación, su nomenclatura y la propia concepción del centro. Pero no sólo eso.
Alberto Díaz Nogal nos recibe en las instalaciones de Puente Castro, junto a la Biblioteca Municipal. Hoy es el Director del Centro de los Oficios y del Taller de las Artes Plásticas, dos instituciones hermanadas en el propósito de la formación y la transmisión del conocimiento artístico, que recogen el testigo de aquella Escuela Taller de restauración inaugurada a finales de los años ochenta. «Cuando empezamos con los módulos de la Escuela Taller la mayoría de nuestros alumnos no acababan el curso. Alumnos de cantería, de forja, de carpintería, de albañilería, se habían incorporado al mercado laboral antes de acabar». Muchas cosas han cambiado desde entonces. La crisis del ladrillo —cuyas consecuencias padece nuestro país desde hace casi una década— incrementó su gravedad de manera exponencial al afectar a todos y cada uno de los sectores relacionados con la construcción, cuya demanda en el mercado se desmoronó como un castillo de naipes. Los alumnos ya no participan en las tareas de restauración urbana como en el tiempo de la Escuela Taller. Ahora pagan una matrícula para aprender un oficio. En este curso 2016-2017 lo han hecho unos trescientos ochenta entre el Centro de los Oficios y el Taller de las Artes Plásticas, jubilados la mayoría, y sólo unos pocos jóvenes que buscan formación en un trabajo manual con miras al autoempleo.
Es precisamente el alto número de jubilados entre el alumnado, lo que explica el bajo índice de incorporación al mercado laboral. Pero para Alberto Díaz el problema es estructural y reside en la base de un sistema educativo que no favorece su aprendizaje. «En España la formación profesional siempre se ha menospreciado. Tampoco se valoran los trabajos artesanos. Siempre se ha pensado que era mucho más importante trabajar en una oficina, donde se está más limpio y se gana más dinero, algo que estamos viendo que no es verdad». La crisis ha obligado a todos los sectores a agudizar el ingenio adaptándose a los nuevos intereses de la demanda o innovando, algo que el director reconoce como «tareas imprescindibles». Sin embargo, en este caso se ha optado por trazar un camino transversal, adaptando los modelos de los cursos ya existentes para respetar su esencia tradicional a través de la oferta formativa que hace el Ayuntamiento: «En un principio la carpintería era esencialmente de construcción y ha derivado casi en su totalidad a la ebanistería. Lo mismo sucede con la forja, que se orienta hacia la elaboración de objetos decorativos, o la cantería, donde se hacen obras de construcción pero también talla en piedra».
La transformación no ha supuesto una merma del alumnado en absoluto. Algunos talleres han cubierto plenamente sus cupos, especialmente carpintería y joyería, los más demandados, y en algunos turnos de formación hay interesados en lista de espera.
A toda esta oferta hay que sumarle los cursos de verano, donde el perfil del alumno cambia totalmente. Orientados hacia la especialización de los profesionales, reciben solicitudes de lugares tan alejados como Inglaterra o Japón y a ellos acuden prestigiosos maestros con el ánimo de compartir conocimientos y nuevas técnicas. Estos cursos se vienen celebrando durante más de una década. Algunos de ellos son únicos en España.
La conversación con Alberto Díaz nos aclara el funcionamiento estructural, tanto del Centro como del Taller, pero queremos ir más allá. Buscamos conocer el trabajo del día a día, a los que enseñan y a los que aprenden, y sin dudarlo, nos ponemos manos a la obra.
CENTRO DE LOS OFICIOS
El frío del invierno aún se deja sentir en el exterior. A las puertas del Centro de Puente Castro entramos en contacto por primera vez con la piedra, el metal y la madera que nace del suelo. Dos estrellas de David custodian la entrada como símbolo hereditario del pasado medieval. Y en el interior, donde la actividad es entusiasta, los alumnos nos hablan de su trabajo:
Sergio Castrillo es el profesor del taller de joyería. Con más de veinte años de experiencia a las espaldas es un firme defensor del trabajo tradicional, y trata a toda costa de inculcar la filosofía del esfuerzo y la paciencia, a sabiendas de que los resultados no suelen ser inmediatos. «Aquí empezamos desde lo más básico, que es aprender a fundir y laminar el metal. También planteamos ejercicios para que los alumnos elaboren piezas y avancen, cada uno con su propio nivel», explica.
«Yo les enseño la técnica. Ellos desarrollan su propio estilo», dice el profesor. En el taller se aprenden los secretos de la fundición, el pulido, el engastado y el grabado, recibiendo una enseñanza eminentemente práctica por el horario reducido. Prima el trabajo con las manos y también el desarrollo individual, la inventiva que es ajena a la imposición de barreras didácticas. Aquí el ritmo lo marca la capacidad individual.
Del taller de grabado y estampación llega un penetrante olor a ácido y disolvente, que pasa a un segundo plano al revelarse la explosión de color que cubre las paredes del aula. Aquí se trabajan técnicas de estampación sobre el papel mediante prensa, partiendo de imágenes grabadas que se entintan en color para formar series numeradas de una o varias decenas de ejemplares.
Juan Antonio Cuenca García espera de sus alumnos que se tomen el trabajo muy en serio y no piensen ni por un momento que están en una clase de manualidades. «En el grabado no hay mucha demanda exterior. Es más bien una cuestión personal. Aquí hay gente que se dedica al arte y aprenden técnicas que pueden aplicar para obras que luego se ven en exposiciones, pero para otros simplemente es un hobby», nos dice. El alumnado es escaso pero de perfil variado, y como apenas se forman alumnos para la vida laboral, la exigencia es distinta. No hay notas ni evaluación, y de nuevo la creatividad artesanal fluye libre, desatada.
El fuego bailotea sereno sobre las ascuas cuando entramos en el taller de forja artística. La luz del exterior parece haber perdido fuerza y el aire se vuelve más denso con el calor. Aquí los alumnos doblegan la firmeza del metal dándole formas caprichosas a base de inmersiones en las llamas y golpes de yunque y martillo.
Roberto López Canal enseña las destrezas del herrero. Comenzó siendo alumno en la antigua Escuela Taller y trabajó en la empresa privada antes de retomar su vinculación al centro hace algunos años como maestro de forja. Ahora se lamenta, «damos pocas horas a la semana así que es difícil formar un profesional aquí», mientras añora un tiempo no tan lejano en el que la gente que salía del taller podía trabajar como soldador o fabricando construcciones metálicas. «Lo más satisfactorio es saber que algunos alumnos que han pasado por aquí han podido montar su propio taller y se dedican a esto», afirma. Otra vez el autoempleo, la iniciativa personal como una salida a un problema generalizado del que nadie parece conocer el remedio.
A pocos metros los canteros moldean la piedra como si fuera un pedazo de arcilla, alternando en cada momento el uso de la fuerza y la delicadeza en los detalles. De los talleres de cantería y de talla salen bajorrelieves, esculturas y bustos pero también arcos, bóvedas y piezas ornamentales. A golpes de cincel las imágenes se van perfilando lentamente, en un hermoso proceso artesanal que atrapa la mirada del visitante.
Sin embargo en este sector el panorama no es más halagüeño que en el resto. Pedro Pablo García Primo, quien ha intervenido en numerosas obras de restauración tanto en la ciudad como en la provincia, reconoce que en el mercado laboral el sector de la cantería está parado, y que eso ha influido en un perfil de alumno que aprovecha las clases como toma de contacto con el oficio. También es capaz de ofrecer un mensaje de esperanza: «Para los buenos profesionales siempre hay trabajo».
Amalia Franco Martínez es tapicera. Como otros maestros del centro descubrió este mundo hace años a través de la Escuela Taller, y se entregó a fondo, aunque como ella misma reconoce, «cuando empecé no sabía coser a máquina ni me llamaba la atención el mundo de las telas». En el taller de tapicería no se trabaja con tapices sino con muebles que pasan por un proceso previo de restauración.
Llama la atención que en este taller predomina el componente femenino entre el alumnado, característica que comparte con el taller de joyería. Ahora Amalia presume de sus pupilos al reconocer que cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor: «Cuando empecé a trabajar como profesora, al principio fue duro. Venían alumnos jóvenes obligados por sus padres, sin motivación. Ahora tenemos lista de espera para entrar».
El taller de carpintería suele ser uno de los más solicitados. Aquí se realiza todo el proceso de aprendizaje en el oficio de la madera, desde lo más básico hasta la fabricación de pequeños muebles, que como nos dice su entusiasmado profesor «llevan mucho de la persona que los ha hecho». Ricardo Cambas Vallinas nos muestra cada rincón del taller orgulloso de las piezas acabadas y de las que están a medio hacer, y en ese recorrido nos revela su secreto: «Aquí no vale cualquier cosa. La calidad tiene que estar por encima de todo. Eso ha sido una apuesta personal, mía».
Ricardo es otro de los veteranos, uno de esos alumnos que comenzó hace décadas y que ha ido escalando los peldaños de la profesión hasta convertirse en maestro. «Este es un oficio de pasión, un oficio complicado que exige dedicación absoluta porque el carpintero es un artesano que debe tener habilidades manuales, pero también debe ser capaz de dominar todas las técnicas». Mientras repasamos la situación económica del país y el maltrato dirigido en los últimos años a su aprendizaje, el profesor se revela como un admirador del diseño escandinavo y de personajes inimitables como el danés Hans Wegner († 2007), y demanda para España un modelo similar al sueco a sabiendas de que nuestro problema no es la falta de capacidad: «El año pasado estuvimos en la feria del mueble de Estocolmo. Allí reinterpretan su mobiliario tradicional, lo modernizan, hacen estudios serios de diseño y nos lo venden al mundo entero. Una prueba de ello es Ikea. Nos gusta Ikea, ¿no?»
Con la llegada del mediodía la actividad se detiene en el Centro. Todo permanece en silencio. En el frío del exterior resuena el eco lejano de un sonido que irremediablemente nos traslada al pasado. Las cigüeñas crotoran en las alturas después del día de San Blas. Un augurio que anuncia el buen tiempo, según la sabiduría popular. Lo tradicional nos invita a la esperanza.
TALLER MUNICIPAL DE ARTES PLÁSTICAS
Regresamos al origen de nuestra historia, a ese Barrio Húmedo del que ya hemos hablado porque antes de núcleo festivo fue corazón de artesanos. Recorremos la Plaza Mayor dejándonos arrastrar por su suave desnivel y nos detenemos frente a la más llamativa de las construcciones, un edificio de fondo estrecho que se comprime contra la Iglesia a la que dicen «de San Martín». Torres y balconadas atrapan la atención en su fachada y una sucesión de banderas entre la leonesa y la europea ondean mirando la plaza, como si supieran que hacen bien en mirar, porque precisamente para eso se levantó este edificio que en la ciudad se conoce simplemente como El Mirador.
A la entrada nos recibe Javier, se presenta como conserje y nos revela con afecto los secretos del Mirador mientras hacemos tiempo para que empiecen los talleres del turno de tarde. En esta construcción del siglo XVII levantada para observar los actos populares de la plaza —al que algunos también se refieren como Consistorio—, tiene su sede el Taller Municipal de Artes Plásticas, la otra gran escuela de León orientada a la formación de artistas. Los alumnos se instruyen de la mano de profesionales en el diseño de vidriera artística (Concha Reguera), restauración de bienes culturales (Elisa Isabel Lobato Fernández), cerámica y modelado (Eulalia González Espada), repostería textil (Rosa Luz Nogal Villanueva) y dibujo y pintura (Luis Carlón López).
Las dimensiones particulares del edificio obligan a la disposición vertical y a la escalada de tramos de escaleras para visitar los distintos talleres que poco a poco comienzan su actividad. En las aulas se escuchan de fondo, como si fueran sonidos familiares, las voces de los magazines de tarde en la radio. No tarda en generarse una atmósfera especial, una burbuja ajena al resto del mundo donde el tiempo transcurre a otra velocidad mientras los alumnos trabajan concentrados, cuidan los detalles, atienden ensimismados a las formas y resultados que salen de sus manos.
De nuevo aquí la jubilación determina la edad media de los pupilos y la juventud más tierna escasea. Pero continúa la formación personalizada y el fomento del trabajo práctico como debe suceder en la profesión de los artistas, pero sin descuidar ciertos aspectos teóricos. «Yo huyo de los autodidactas porque lo he sido en algún momento. Si adquieres una formación evitas toda una serie de errores y haces el trabajo con mayor seguridad», nos dice Concha Reguera, profesora del taller de vidriera artística.
Aquí el cristal se transforma en luz, las piezas dañadas vuelven a tener otra oportunidad, las manos modelan obras con alma que nacen del barro, el pincel define hasta los detalles más finos y la centenaria labor de la repostería textil dibuja sobre la tela con hilo, aguja y paciencia infinita.
Cuando salimos del Taller lo hacemos con una mezcla de sensaciones, conscientes del esfuerzo y los años de preparación que exige el dominio de estos trabajos pero también del poco valor que les concede la sociedad del presente. La situación económica del país y la demanda del mercado suelen ser los jueces que impulsan el desarrollo de nuevos oficios —quizá todavía inexistentes— o la revitalización de los más tradicionales. «En el futuro se van a robotizar muchos procesos de fabricación, pero lo que no se va a poder suplir de ninguna de las maneras es la creatividad», afirma Alberto Díaz Nogal, director del Centro y del Taller. Sin renunciar al avance ni al progreso y a la espera de lo que nos deparará el día de mañana, optamos por quedarnos con la cara de satisfacción del que trabaja con las manos y tiene un tomo de historia en su mesa. Porque nos guste o no, León siempre vuelve la vista atrás buscando respuestas. Incluso cuando se propone coger impulso.
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