Ya es por todos conocido que León ostenta a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.
En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.
Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.
El octavo de ellos, dedicado a la huerta leonesa, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…
PROFUNDA ES LA RAÍZ EN LA HUERTA LEONESA
Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía
Los años le habían convertido en un viejo huraño y maniático, de extrañas costumbres según sus vecinos, que apenas se molestaba en levantar las persianas o en responder cuando alguien le saludaba al pasar. Tampoco atendía a las visitas que llegaban a su puerta y podían volar semanas enteras antes de que decidiera ocuparse de las cartas empotradas en la boca del buzón. Hubo un tiempo en que disfrutó de su propia huerta leonesa en el centro de la ciudad, ya no, pero todavía vivía junto a la muralla antigua, en una de las pocas casas que aún conservaban la estructura horizontal de principios de siglo. Por eso se decía de él que era un privilegiado, teniendo en cuenta que todo el barrio se había llenado de pisos colmena que parecían crecer hacia arriba en una carrera sin fin por rozar las nubes. Por eso nadie entendía que rechazara el contacto o incluso el roce con los demás. Quienes no conocían su verdadero nombre se referían a él como el hombre solitario, y solo cuando indagaban por curiosidad en la historia de su vida, empezaban a comprender.
Cada día, mientras desayunaba en un viejo cuenco de cerámica resquebrajada un café tan oscuro, espeso y caliente que ponía a prueba la resistencia de sus tripas, el hombre solitario meditaba casi sin querer sobre la fuerza bruta de la vida. A veces, entre sorbo y sorbo, la mente se le iba a negro proyectando en la oscuridad escenas fugaces de sus mejores momentos, muchos en el jardín de su casa, su huerta leonesa, donde acostumbraba a pasar largos ratos al lado de la mujer que al irse, se había llevado consigo la lógica y la alegría. Recuerdos, al final del camino todo quedaba reducido a eso. A la realidad pasada, tan fugaz, tan imposible de palpar con los dedos.
Él se había convertido en el hombre solitario y al otro lado de la pared, en lugar del jardín donde una vez hubo felicidad, flores de colores y árboles frutales que daban sombra e incluso a veces cosechas de manzanas, ahora se proyectaba una carretera con dos carriles y aceras a cada lado, abierta a golpe de ley por la clase política de la ciudad para descongestionar el tráfico de la zona norte. El pequeño jardín de la casa que era como un oasis en mitad del asfalto llevaba algunos años siendo también un enorme inconveniente para el desarrollo de los planes urbanísticos. Hasta que un día cualquiera, cómo olvidarlo, apareció en el buzón la carta que informaba de la expropiación forzosa.
En la memoria del hombre solitario también quedó grabada la marca de la decepción. Llamaron a todas las puertas, pidieron ayuda, lucharon por alzar la voz… siempre en vano. Nadie en la ciudad se puso de su lado. Ni los vecinos, ni las autoridades, ni la prensa, ni la ley. Y después de mucho litigar, de montañas de papeles, de recursos sin fin y de abogados que les invitaban a contratar a nuevos letrados, las fuerzas se agotaron; él se quedó flaco hasta los huesos y ella perdió las ganas de vivir. El asunto se resolvió con dos vidas rotas, historias perdidas, una calle trazada por el mismo centro del jardín y una compensación por parte del Ayuntamiento: nada más y nada menos que un terreno a las afueras, para que el hombre solitario pudiera ocupar los años de la jubilación cultivando otra huerta. ¿Podía sucederle algo mejor? No quiso responder. Ahora dedicaba todo su tiempo a eso, a trabajar con su cuerpo huesudo y viejo para que las verduras y hortalizas tuvieran buen aspecto y mejor sabor.
Y a tejer lentamente la madeja de su dulce venganza.
Cualquier día del año se le podía ver después del amanecer recorriendo el caminito que conducía de su huerta al pozo, empujando una carretilla oxidada en la que cargaba bidones de agua para el riego manual. Cerca se había proyectado sin mucha intención un pequeño bosque de especies de repoblación, y un poco más acá había una falla natural casi olvidada en la que él solía arrojar la tierra removida. Un viaje diario hasta el pozo, o dos a lo sumo, eran suficientes para mantener con vida su humilde cosecha tan propia de la gastronomía leonesa, algunas tomateras, un par de jardineras de puerros, calabacines y algunos pimientos que tendría que empezar a recoger en las próximas semanas. En realidad no necesitaba mucho más y el espacio disponible para el cultivo se había ido reduciendo progresivamente por necesidad.
La huerta se dibujaba desde la distancia en la llanura de un valle sin nombre, envuelto entre lomas de escaso impacto y a apenas a un par de kilómetros hacia el sur desde la muralla antigua de la ciudad. Una reja de metal levantada alrededor del perímetro reflejaba el sol de la mañana y al otro lado se extendían las paredes de plástico, blanco nuclear de un invernadero que llamaba la atención por sus enormes dimensiones. Desde que la tierra empezó a dar frutos, el hombre solitario comprendió la necesidad de alzar un invernadero. Además de animar el crecimiento de las plantas y adelantar algunas semanas la producción de las hortalizas, le permitía trabajar tranquilo, fuera de las miradas de los pocos curiosos que pudieran pasar por allí.
Como si el tiempo no fuera para él un rival a tener en cuenta, descargaba con parsimonia los bidones de agua, repartía el contenido en regaderas de distintos tamaños y se perdía en el interior del palacio de plástico. Desde fuera, nada sospechoso, nada de interés. Dentro podría resultar llamativo el escaso espacio destinado a la producción. Apenas unos metros de cultivos separados a izquierda y derecha por un pasillo central, que conducía desde la entrada hasta una pared de lona cerrada con corchetes, también de plástico y tan opaca como el resto, que cumplía el propósito de dividir en dos partes el terreno.
En la primera, el hombre solitario apenas dedicaba empeño, más allá de lo fundamental. Nunca le había preocupado en exceso la gastronomía leonesa. Pese a todo, regaba las jardineras, limpiaba con destreza las ramas sobrantes, comprobaba el peso y el tamaño de los tomates, husmeaba entre los calabacines y analizaba el reverso de las hojas para descartar que se hubiera instalado en ellas el temido pulgón. En la segunda, empezaba su verdadera labor.
Una vez desabrochados los corchetes, la lona de plástico dejaba ver el otro lado. Allí el escenario cambiaba por completo. La humedad se reducía, el verde desaparecía de la gama de color, y la vista se perdía en un enorme agujero de paredes regulares excavado en el suelo. Alcanzaba una longitud de casi diez metros en su lado mayor y algo más de la mitad en los extremos perpendiculares, y su profundidad superaba en algunos palmos la altura del hombre solitario. Una rudimentaria escalera le permitía subir y bajar con seguridad y un sistema de cubos y poleas le ayudaba a vaciar de tierra el agujero. Abajo, ocultas entre las sombras y envueltas en una manta raída se escondían algunas herramientas con las que jugar al oficio del arqueólogo, que en manos inexpertas eran armas tan letales que bien podían servir para destruir la historia.
Eso sucedía cuando el hombre solitario empezaba a excavar. Y solo el agotamiento detenía sus intenciones, porque los tesoros no dejaban de aparecer.
Todo había empezado de un modo completamente inesperado. Cuando el Ayuntamiento expropió su jardín envejeció décadas en pocos días, y la enfermedad atrapó a su mujer con tal fuerza que se la llevó por delante sin miramientos. Aplastado por la pena nació el mito de el hombre solitario, encerrado como un eremita sin contacto entre las paredes de su casa. Así permaneció hasta que comenzaron las obras en el jardín. Irremediablemente sintió la necesidad de huir, y la parcela de las afueras, su nueva huerta leonesa, se convirtió en un refugio, el único posible, un rincón extraño pero apartado y al menos silencioso. Supuso que cultivar era una buena manera de matar el tiempo y las malas pasadas de la mente, de volver al origen del hombre hundiendo las manos en el terruño. Y fue entonces, mientras abría la tierra con un azadón para oxigenarla antes de la primera cosecha, cuando los restos de la historia empezaron a brotar por casualidad.
Al principio eran solo fragmentos, cerámica, arcilla, metales con más pinta de basura que de joyas de museo, pero a medida que penetraba más y más hondo, aparecían cosas nuevas. Jamás olvidaría el primer recipiente completo que extrajo de la tierra con la precisión de un cirujano, un viejo cuenco de cerámica resquebrajada que usaba cada día para desayunar su café bien cargado. A partir de ahí sintió la necesidad de almacenar, de coleccionar, de ocultar, y la trama de la venganza se hilvanó por sí sola: si la ciudad, con sus leyes, sus gobernantes y sus vecinos habían arruinado su vida y su historia, él haría lo propio. Destrozaría la historia de la ciudad en un acto de venganza cultural, saqueando hasta la extenuación un inesperado yacimiento que posiblemente se remontara a los orígenes más remotos y que no dejaba de dar frutos. Desde luego, no era algo letal, ni una venganza visible o traumática, no haría estallar en llamas las calles ni las plazas y posiblemente a muchos les traería sin cuidado, pero era sutil, sería recordado y sobre todo, estaba dentro de sus posibilidades.
Ya había desenterrado montañas de tejas, algunos mármoles a los que había desposeído del contexto del tiempo, bloques de piedra de enormes dimensiones o losas con palabras grabadas que no podía entender. Había hallado fragmentos de mosaicos que revelaban formas y colores, vasijas y platos, figurillas quebradas que podrían ser amuletos o dioses domésticos y una buena colección de monedas de dorado y plata con efigies de gobernantes desconocidos para él.
Empezó almacenando las piezas más pequeñas en su propia casa, pero pronto descubrió que no podría transportar las más grandes. A esas les esperaba el peso de un mazo que las hacía añicos sin piedad, para que nunca pudieran ser halladas o vistas por nadie más. Ese también sería el destino que le aguardaba a la enorme estatua humana cuyo brazo derecho empezaba a asomar desde las profundidades, y que iría excavando poco a poco en las próximas semanas mientras terminaban de madurar los tomates y los calabacines.
La huerta leonesa era una buena tapadera para atentar contra la historia. Además le permitiría llenar el bol de ensalada que guardaba en el armario de la cocina, una pieza de arcilla en excelente estado de conservación, decorada con escenas de plantas, liebres y pájaros. Muy parecida, por cierto, a la de una fotografía que había visto en el catálogo del Museo Provincial y que había sido datada por los arqueólogos en el siglo segundo de nuestra Era.
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