Ya es por todos conocido que León ostenta a lo largo de este 2018 el título de Capital Española de la Gastronomía. También que, por este motivo, cada mes desde febrero está dedicado a uno de los muchos productos de nuestra tierra que nos ha llevado a merecer dicho título.
En Leotopía hemos querido rendir nuestro particular homenaje a la gastronomía leonesa y sus productos, con una propuesta, esperamos, sea de vuestro agrado.
Por cada mes, un producto, por cada producto, un cuento.
El décimo de ellos, dedicado al vino de León y la cecina de chivo, comienza ahora mismo. Sentaos. La mesa está servida. Que os aproveche la lectura…
VINO DE LEÓN Y LA PINTURA DE LOS SENTIDOS
Un cuento de Máximo Ribas Criado para Leotopía
Sucede que durante ciertas noches, tan singulares como ésta, mientras las bondades de la gastronomía leonesa reposan en mi estómago y el aguacero de la tormenta araña con sus dedos la cara exterior de la ventana, disfruto escapando del mundo, me refugio en mi biblioteca y escarbo en sus eternos estantes. Husmeo como lo haría un depredador ansioso mientras busco viejas historias, olvidados cuentos que devoro lentamente mientras dejo que mis vecinos duerman.
Acabo de cerrar un pequeño volumen encuadernado con delicadeza, que recoge entre sus páginas la crónica de un viajero decimonónico que atravesó a lomos de su montura ciertos valles de los paisajes del sur. ¿Que cuál es el vínculo con la gastronomía leonesa? Paciencia, amigo lector.
Aquel viajero usó su mano y sus palabras para describir los lugares que pasaron por delante de sus ojos hace un par de siglos, reflexionó sobre las gentes, las maneras de vivir, el tamaño de los pueblos y los beneficios del comercio o la industria, escasos, siempre escasos. En uno de los capítulos, donde la narración de lo verosímil se mezcla con la superchería local, el viajero y escritor relata las dos jornadas que pasó como inquilino en la celda de un pequeño monasterio de piedra dedicado a San Lorenzo, del que dice literalmente que «sin estar cerca del agua, se puede escuchar al tiempo el curso del Guadalquivir y las olas del océano». No era el único milagro, al parecer que escondían aquellas paredes.
El autor recoge también la historia de un cuadro que pendía de la pared de una de las galerías del este, junto a otros elementos decorativos. No solo resultaba llamativo por su temática, exenta, aparentemente, de motivos religiosos, sino por su lugar de origen, y por estar envuelto de una mística especial. «Pintado al óleo por un autor desconocido, según confesó el hermano que acompañó mi caminar por aquellos pasillos —escribe el viajero—, lleva por título Vino de León, pues tal es su procedencia de aquellas tierras del septentrión».
Al parecer, según cuentan las páginas de la crónica de viajes, Vino de León es —o era— una especie de bodegón a la usanza de las pinturas oscuras del Barroco, esas en las que la luz pelea con las tinieblas para no desaparecer mientras perfila y traza el contorno de los alimentos dispuestos sobre la mesa. «Un ánfora de barro —sigo copiando literalmente del libro, a propósito de la descripción del cuadro—, o una forma que a mis ojos así se asimila, aparece dispuesta sobre el centro de una tabla cubierta por una delicada pieza de tela, mantel, suave lino o seda oriental a juzgar por el fino trazo del pincel. Una pequeña hendidura resquebraja la barriga de la cerámica y por ahí, como si de la fuente germinal de un manantial se tratara, brota un fino hilo de líquido rojo, vino de León, a juzgar por el título de la obra, que fluye lentamente por el lomo de barro hasta caer sobre la tabla, manchando el mantel y serpenteando con suave fluir hacia el borde, hasta alimentar una pequeña cascada de la sangre de la uva que recoge el brillo tenue de la luz y se derrama hacia un lugar inhóspito, más allá del límite del propio cuadro».
Pero lo más interesante de Vino de León, aparte de la historia desconocida de cómo pudo aterrizar al sur de la Sierra Morena, es un don de carácter milagrero o portentoso que sólo sucede en el día del equinoccio. Al inaugurar la nueva estación, cuando los primeros rayos de luz atraviesan la celosía que cubre un ventanal de influencia califal, la pintura queda impregnada por el sol del otoño y como si fuera una fruta madura, comienza a destilar los olores contenidos en el vino. «Afirma el hermano, y yo no puedo sino creerle, que la galería entera se llena del aroma del vino de León, que yo desconozco por no haber estado nunca en aquellas regiones, pero que resulta mezcla de cepa vieja, de roble y encina, de maceración y fermento, de ácido y azúcar, de fruta madura, de intensidad en la boca y en la piel».
Leo y releo la descripción, y siento que mi paladar espabila a pesar de que mi reloj me dice que debería estar durmiendo, y lamento, con la rabia de quien sólo tiene acceso a una píldora de información, que aquel viajero no pudiera comprobar personalmente el milagro de Vino de León. Concluye relatando que «el sueño me abrazó cuando aún pensaba en los campos de frío y escarcha donde brota la planta del vino, como lo hace la colorida flor en estos valles de la primavera».
Faltaba mucho para el otoño cuando el viajero escribió estas palabras, casi un ciclo anual completo. Eso le impidió comprobar personalmente el milagro aromático de la pintura. Tuvo que fiarse del relato del religioso como yo me tengo que fiar de su descripción, pero no puedo sino maldecirle por no especificar, con longitud y latitud exactas, las coordenadas de aquel monasterio que en el siglo XIX se hacía llamar de San Lorenzo. La historia de este cuadro me ha atrapado, me ha intrigado y no dejaré de investigar. ¿Una pintura que ha atrapado los aromas del vino de León y que cobra vida para los sentidos? Solo espero que sea cierto. Solo espero que podamos dar con ella. Solo espero conocer más.
♦