Cuando nos ponemos en contacto por primera vez con ella nos contesta entre encantada y sorprendida a nuestra propuesta. Esta leonesa, de cuya edad no daremos cuenta, nunca había sido entrevistada por ningún medio de su tierra. Increíble, pero cierto. Más aún cuando, sentados frente a ella, comprobamos como Isabel Ampudia no es de las que viven su trabajo como actriz como una forma más de ganarse la vida. Ella se sabe afortunada por vivir de un oficio que le permite encarnar tantas existencias como quiera sin perder la propia, e indaga de manera incansable en los vericuetos de su profesión las claves de la vida. Porque, aunque iba para filósofa —de hecho lo es—, se perdió en las tablas.
Eres hija de una década en la que triunfaba, entre otras cosas, la moda de los nombres compuestos. El tuyo es Ana Isabel.
Sí, y atiendo por los dos, aunque mi «nombre artístico» sea Isabel Ampudia. Me parecía que quedaba más sonoro que Ana Ampudia.
En mi casa, mis padres me llaman «Pirus», mi pareja Isabel, y mis hijos desde mamá, a Ana. Fíjate, ellos dicen una cosa muy curiosa: Isabel diminutivo de Ana o Ana diminutivo de Isabel… [ríe].
¡Qué maravilla esa capacidad de los niños para simplificar las cosas! ¿Fue en esa época en la que entonaste eso de «Mamá, quiero ser artista»?
No, en esa época sí que entré en contacto con el mundo del teatro, y me había gustado mucho, pero en principio me decanté por estudiar Filosofía. Mientras estudiaba en Salamanca —en la placita de Anaya, que es una preciosidad— continué ligada con ese mundo a través de la Cátedra de teatro. Entonces la dirigía Pepe Martín Recuerda, todo un literato, y aprendí mucho, pero seguí con la carrera. No fue hasta un tiempo después, cuando las cosas empezaron a venir rodadas.
León en ese momento ya había quedado atrás. ¿Mantienes algún recuerdo cinematográfico de la tierra que te vio nacer? Tu primera vez como espectadora, por ejemplo, ¿en qué cine fue?
¡Claro! No recuerdo qué película fue, pero sí que la vi en El Emperador con mis padres. Ahí también vi la primera película que fui a ver sola: Grease [Randal Kleiser, 1978].
Y luego ya en Salamanca, cuando descubrí la posibilidad de ver las películas en versión original, me perdí… [ríe] Estaba todo el día metida en los Cines Van Dyck.
¿También eres de las que lleva mal el doblaje?
Sí, tengo que reconocer que soy una talibán de la emoción conectada a la voz, que fue lo que precisamente me descubrió la versión original. Benditos sean los dobladores, pero para mí no es lo mismo, no puedo verlo ni cinco minutos, porque es que me suena a texto leído, veo el atril desde el que locutan y todo…
Te entiendo perfectamente [risas]. Tu primer papel en pantalla no hubiera necesitado apenas doblaje. Fue de figuración y bajo la dirección de otro leonés. Imanol Arias dirigió el capítulo 10 de la serie Delirios de Amor (1989), una de las muchas que marcó la primera época dorada de las series españolas.
Sí, comencé con él en esta serie que, para la época, era muy creativa. Sólo tenía una entrada y una frase, pero me gustó muchísimo la experiencia, a pesar de pasar toda la noche esperando a que me tocara… Todavía estaba estudiando Filosofía, pero ese verano había hecho un taller de interpretación en la escuela de Cristina Rota y me dijeron que iban a necesitar figuración para una nueva serie.
De todas formas, la persona que más me ayudó en mis inicios, sin ser consciente de hacerlo, fue Alfredo Landa. Participé en una película que se presentó en el Festival de San Sebastián el mismo año en el que él era presidente del jurado y —tiempo después él y su mujer Maite me contaron—, se negó a firmar un acta en el que yo no apareciera como mejor actriz de reparto.
¿Pero os conocíais?
No, que va. No nos conocíamos de nada antes de darme el premio. Por eso me pareció maravilloso que alguien fuera tan testarudo y decidiera apostar de esa manera por mí.
Hablamos de tu papel en Taxi (Carlos Saura, 1996) que, efectivamente, te llevó a recibir el primer reconocimiento de tu carrera… y a estar cerquita de Al Pacino.
Sí, estaba allí porque ese año él recogía el Premio Donostia ¡y no podía ni creérmelo! Sólo pensaba… por favor, tócame con la varita mágica de tu talento [ríe].
Hacías de una mujer sin nombre —literalmente— que salía en pantalla tres minutos, pero… ¡qué tres minutos!
Sí, el de los actores de reparto suele ser un papel cortito, impactante, pero cortito.
A veces da la sensación de que es en ese tipo de actores —secundarios y de reparto— en los que se sustenta el cine español.
¿Sabes lo que pasa? Que cuando te dan dos o tres días de rodaje vas al corazón del asunto. En cambio, un protagonista, tiene que transitar durante toda la película y es mucho más lento. Por eso los secundarios y los de reparto suelen brillar más. Son más impactantes porque cuentan algo corto y potente en poco tiempo.
Como el de Taxi, gran parte de tus personajes en la gran pantalla han estado ligados al papel de mujeres marginales o abocadas a la marginalidad, en situación de riesgo social. La Negra en El Idioma imposible, Rosa en La espalda de Dios, Belinda en Mar de dudas, Isabel en 15 días contigo…
En Todo saldrá bien [Jesús Ponce, 2015] no, estaba «súper mega divine» [ríe]. Hay un poco de todo, pero es verdad que me suelen dar cosas muy intensas, que me hagan expresarme más con la mirada… Puede que influyan también mis ojeras [se señala graciosa]. Se me marcan mucho desde que nací y parece que propicia el que me ofrezcan este tipo de papeles. Pero ya ves que soy una persona súper sana y normal [ríe]. Necesito comedia ya, la verdad.
¿Estás segura? Ya sabes que en este mundo se valora mucho más el drama.
Es cierto. A mí misma me encanta la comedia, pero sí es verdad que parece que toca el corazón del espectador de otra manera. Pero lo de hacer reír me parece un don, y cada vez es más necesario. Por Dios, riamos…
¿Estás familiarizada con la filmografía de Damien Chazelle?
Sí. Vi Whiplash [2014], y La La Land [2016] la tengo en casa entre mis pendientes porque, entre otras cosas, me declaro fan de Emma Stone. La amo.
Espero no estropearte nada si hablamos sobre ella…
No hay problema, sé más o menos de qué va.
Perfecto. De todas formas intento ser lo más abstracta posible. La cinta refleja una dinámica de los procesos de casting bastante dura. ¿Cómo se vive en España?
Pues mira, ya que estoy haciendo una entrevista voy a ser honesta y honrada. Hay muchos directores de casting que se lo curran muchísimo y son maravillosos, y hay otros que tiran de cuatro actores en todas las series y películas y mueven, como mucho, a treinta personas.
Esto no enriquece una industria, ni un país. Yo no estoy dentro de esos casting. Vivo del teatro, de mis amigos, de la gente que me conoce y que me llama directamente. Los directores de casting no me convocan, no existo para ellos. Me conocen, me saludan, pero no existo.
¿Por qué?
Porque no saben dónde colocarme, y porque supongo que para actrices de mi edad y capacidad tienen gente solvente y sobradamente conocida, que al final es lo que las cadenas buscan. No es una queja, ojo, es una realidad.
Fíjate que cuando hablamos con Cristina Campos —entre otras cosas, directora de casting— nos decía que era verdad que los actores mediáticos tiraban mucho de la taquilla, pero que había directores que buscaban otras fórmulas.
Claro, algunos todavía buscan otras cosas. Pocos, pero sí. Y los Rec, por ejemplo, son un ejemplo maravilloso, porque abren el casting a otro tipo de actores.
También nos decía que al final lo de tener dotes en dirección de actores es un mito. Que lo único que hay que ofrecer a los actores en una audición es sosiego y paz.
Ya te digo que he hecho poquitos castings, pero es verdad que cuando los he hecho, se agradece muchísimo esa actitud. Ten en cuenta que tienes muy poco tiempo, estás nervioso porque el proyecto te apetece y quieres gustar… y si estás nervioso, no estás. Pero si el director de casting (bendita sea Cristina Campos, vamos), te da sosiego y paz… es que sale solo. Carmen Utrilla y Amado Cruz, por ejemplo, son también muy tranquilos.
¿Y qué me dices de vosotros, de vuestras aspiraciones como actores? Volviendo a Damien Chazelle, refleja en sus tres películas una visión del éxito muy particular. Alcanzarlo implica necesariamente, para sus protagonistas, renunciar conscientemente a todo lo que no les ayude a llegar a él de manera directa, incluyendo parejas, familia…
Es una opción, sí. No creo que Meryl Streep piense eso, pero… [ríe].
¿Hay que renunciar a algo directamente cuando uno decide dedicarse al mundo de la interpretación?
No, no lo creo, porque yo lo concibo como una profesión más. No he tenido que renunciar a nada. También es verdad que tengo una mentalidad muy británica para esto, creo que somos normales, no stars, no estamos en Hollywood.
En España no hay industria para que haya que renunciar a nada. Supongo que en Estados Unidos es más difícil porque las chicas de treinta años ya van medio operadas y con botox. Allí la presión es muchísimo más fuerte. Se venden historias para jóvenes y adolescentes, no se cuentan historias de mujeres de más de treinta o cuarenta años, y es muy difícil hacer algo más que no sea entretenimiento. Porque cuando hablamos del cine como reflexión y espejo cultural, la cosa es más complicada a la hora de recaudar dinero…
Este vacío parece que lo está empezando a cubrir la ficción televisiva, un sector en el que además son las mujeres maduras las que se atreven a montar sus propias productoras, precisamente por este discurso, porque sienten que no tienen cabida en el cine convencional. No sé si has visto la serie Big Little Lies [David E. Kelley, 2017].
Sí, claro que sí. En mi casa amamos a Reese Witherspoon. Además es heredera directa de uno de los padres de la patria americana, de los ocho o diez que firmaron la Constitución Americana. Es una mujer inteligente que tocó fondo y se dio cuenta de que le tocaba hacer algo si quería sobrevivir en ese mundo.
Ahora está contando historias y además lo hace desde un sitio que a mí me interesa mucho. Pero no sé si a mí me interesaría igual con veinte años. Por eso tiene que haber de todo, también blockbusters.
Hablando de caer y levantarse en esta industria, te he escuchado ejemplarizar esa lucha con el Mito de Sísifo [1]. ¿Cómo se lidia con la sequía profesional?
No, ya no me lo tomo así. No me lo tomo como un subir la piedra y que se te caiga y empezar otra vez. No hay ninguna piedra que subir en este momento de mi vida. Centro mis esfuerzos y mis pensamientos en lo que hay y punto. He pasado ese Rubicón.
Sería un poco como tu personaje de Isabel en 15 días contigo (Jesús Ponce, 2005), con su cubo, su bayeta y su esperanza en algo mejor… ¿Es un buen reflejo de cómo te sientes como actriz?
Sí, es un poco el perfil de los actores normales, no de las estrellas, que tienen que quitarse cosas de la agenda porque no dan abasto. Es vivir la profesión con esperanza y tranquilidad. Esperar lo que venga y hacerlo sin demasiados dramas. No soy muy dramática personalmente, y eso también ayuda.
Se habla de esta carrera con una pasión que colisiona con la situación real de la profesión. De acuerdo con los últimos datos de la Fundación AISGE —Artistas Intérpretes, Sociedad de Gestión— sólo el 8,17% de los actores españoles pueden vivir de su profesión.
Sí, depende del año, pero sí. En mi caso lo tengo muy claro. Lo mío es vocacional, si no, lo hubiera dejado hace mucho tiempo. Lo que pasa es que hay muy poca producción y la que hay, la hacen pocas personas.
Que nadie lo tome como queja porque no lo es, pero, por ejemplo, el otro día vi el anuncio de una nueva serie española maravillosa, que tiene muy buena pinta, pero tiene prácticamente el mismo elenco que otra serie de la misma productora que acaba de terminar. Está bien que confíen en actores que les han funcionado, porque es lógico, es una producción que invierte dinero y una cadena que se juega su audiencia, pero el que sea exactamente el mismo elenco… a mí me aburre. Me gusta que haya sorpresas, es lo que espero como espectadora. Sé que va a ser una producción bonita y súper correcta, y que los actores estarán soberbios, pero no va a haber magia, sorpresa. No voy a aprender nada.
Otros colectivos comparten esta misma situación de precariedad o inestabilidad laboral. Antonio Pampliega cobra 35 euros por una crónica de guerra. La verdad es que dan ganas de preguntarse lo mismo que tu personaje de Isabel de 15 días contigo: «¿Nosotros por qué no somos como los demás?».
Sí, yo también me lo pregunto muchas veces. Es un poco una rebeldía, pero ¿por qué los que mandan son tantos y tan tontos? Da la sensación de que hay un obrero trabajando y ochenta encargados mirando cómo trabaja. La pirámide está al revés. Parece que ahora la sociedad va hacia esto, y yo sola no puedo parar… ¡pero tampoco me voy a dejar arrastrar por la bola eh! [ríe].
En el décimo aniversario de la revista Caimán Cuadernos de Cine, se hacían eco de la baja presencia de la mujer en todos los ámbitos del sector. ¿Lo has notado en las producciones en las que has trabajado?
En televisión está algo más equilibrado, pero sí, suele ser así.
Hace poco hice una cosa para el Ministerio del Tiempo y estaba bastante proporcionado, pero su director de casting, Amado Cruz, me decía que le llegaban todos los guiones con un 80% de hombres, y, además, los papeles para mujeres eran para interpretar personajes de entre quince y veintiocho años… Esto es así.
Me hace gracia una cosa que siempre me dicen mis hijos: «¿Porqué las adolescentes parecen de 25, las madres de 30 y las abuelas de 90?». Me parto de risa. Cuando los niños lo miran con ojos del traje del emperador es muchísimo más interesante todo [ríe].
Por cierto, si te dieran la oportunidad de elegir, ¿a quién interpretarías en El Ministerio del Tiempo?
No sé… [piensa]. A Isabel I de Inglaterra. Detesto a María Estuardo, pero Isabel creo que tiene un mundo maravilloso. Aunque yo soy morenita, y ella pelirrojísima, pero mi padre es rubio, así que creo que podríamos apañarlo [ríe].
En 2005 declarabas que lo que fallaba en la industria de cine española era la falta de riesgo por parte de la producción, el soporte mediático y el rigor de los actores. ¿Ha cambiado en algo la situación?
Qué va, ahora siguen sin arriesgar nada. Excepto un puñado de francotiradores que ponen en juego su propio dinero y no salen casi de circuitos muy cerrados, todos van a tiro fijo.
Pero en cambio sí que creo que ha subido mucho el nivel interpretativo desde entonces. Por ejemplo, Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016) o Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016), creo que tienen un nivel interpretativo impresionante, son magníficas.
¿A qué crees que se debe?
No lo sé, puede que tenga que ver el hecho de que haya llegado gente nueva, que vienen de ver mucha serie americana, mucha HBO, y que han empezado a exigir a los actores verdad y que su rol sea perfecto para que el puzle encaje.
Por ejemplo, en el tema de la dicción. Lo que no puede ser es que interpreten a un andaluz con un perfecto acento de Madrid, o con una dicción pija que no se entiende. Es algo que me enferma. El público te tiene que entender. Una cosa es que «tires el texto» para hacerlo cotidiano, y otra cosa es que un señor que ha pagado, no te entienda. A mí me da como «vergüencita».
¿Y todavía crees que el público sigue identificando a los actores como unos vagos subvencionados?
Sí, eso siguen viéndolo igual. Porque tú vas al mundo cuñado y… [ríe]
Algunos profesionales del sector con los que hemos conversado creen que las subvenciones son el lastre de la industria, y otros que deberíamos seguir un modelo más proteccionista al más puro estilo francés. ¿Dónde ubicamos a Isabel Ampudia al respecto?
Soy más partidaria de la filosofía francesa, pero sobre todo, del de dejar de ponernos etiquetas. Ciertos poderes económicos promueven el «divide y vencerás», pero a mí no me va a dividir nadie.
Es verdad que las subvenciones tienen un doble filo: adormecen la creatividad e impiden, en cierta medida, que todos compitan en las mismas condiciones, porque siempre las acaban recibiendo los mismos. Pero yo he estado con cortometrajes en el mercado de Cannes y he ganado premios en el Canberra Short Film Festival de Australia con un proyecto tan pequeñito como Postales desde la luna (Juan Francisco Viruega, 2012). Quiero decir, que cuando alguien tiene algo muy grande que contar y tiene talento para hacerlo, lo hace.
Lo que tengo clarísimo, en cualquier caso, es que si una película se subvenciona, no debería cobrarse en taquilla o, al menos, debería ser mucho más barata. Al fin y al cabo, ya se ha pagado con el dinero del contribuyente.
Borges decía que la función del arte no es la de propagar doctrinas, pero en España parece imposible desligar el cine de la ideología…
Una cosa es ser reflejo de la realidad, otra es despertar conciencias, y otra es adoctrinar. Pero los límites son muy borrosos.
Puedo ser muy utópica en ese sentido, pero creo que cuando una película resuena, despierta algo, te hace ir hacia algún sitio y hace que comprendas mejor al mundo y a los demás, estamos hablando de cultura y de arte. Cuando lo que provoca es adormecer y adoctrinar al espectador, hablamos de manipulación.
Por eso declaraciones como las de Ricardo Gómez —«Hay putas y maricones, la farándula es así. Y claro que hay actores de derechas porque cada cabeza es independiente. Lo mejor es ser libre. La putada es que no puedas decir ‘soy actor y del PP’»— causan esa polémica…
Tiene toda la razón. La otra putada es no poder decir «soy actor», porque te digan subvencionado.
Es un poco anómalo, pero es que este país lo es. Siempre lo ha sido. Todo está tremendamente polarizado y etiquetado, y yo me niego a entrar en ninguna etiqueta. Me niego a ir a manifestaciones porque sí, me niego a apoyar ciertas cosas porque sí… pero también me niego a soportar y a aguantar actitudes intolerables de abuso de poder y de dinero que dañan a los más débiles…
En cualquier caso lo que sí es ineludible es la función social del teatro y del cine. Formas parte de la primera generación Corazza, una escuela que tiene como una de sus líneas de trabajo, precisamente, conseguir que el actor aprenda a tener criterio, que sea consciente de su oficio y de su responsabilidad con la sociedad ¿De qué manera trabajan con vosotros este aspecto?
Acabé la escuela con Juan Carlos hace bastante tiempo, pero es verdad que su metodología pasaba por hacernos responsables de nuestro personaje y de sus emociones. Tú eres responsable de lo que cuentas y de cómo lo cuentas al 100%. No puedes saberte sólo el texto, tienes que crear vida, ver al otro… Tienes la responsabilidad de contar una historia, ojalá para que la humanidad camine hacia un mundo más fácil para todos, pero por lo menos, para que despierte.
Isabel Ampudia ¿dónde pone los límites de la interpretación, qué papeles entiende que no son responsables encarnar? Me refiero a casos como el de este pasado verano con la película Ligones. Una de sus actrices anunció, tras verla, que renunciaba a participar en su promoción al considerar que hace comedia de una violación.
Es una buena pregunta. Si miramos el cine, el teatro o la cultura como reflejo de la realidad, como reflejo básico de lo que hay, sería absurdo no coger este tipo de personajes. La clave está en cómo se van a tratar, y eso no depende del actor, depende del punto de vista que el director quiera darle. El actor no es dueño del resultado final, por eso es muy importante saber con quién vas a trabajar y cuáles son las condiciones firmadas.
Voy a decir una grosería que decía mi abuelo que es de León, León: «Quien arrienda el culo no caga cuando quiere». Si tú das el ok para hacer algo, asegúrate de cuál va a ser por contrato el resultado final para que así no haya sorpresas, porque a mí también me sentaría mal ser cómplice de cosas abominables. Me enfermaría estar en una película que defendiera eso.
Cuando hago una entrevista con un director, siempre pregunto por este tipo de cosas. El problema es que en España no leemos los contratos que firmamos, en general. Yo por ejemplo, leí toda mi hipoteca, y me di cuenta de que se les había olvidado incluir el garaje [ríe]. Si llego a firmar sin leer, me quedo sin él.
¿Eres una actriz de método?
No, ya no [ríe]. Ahora estoy en un momento más de libertad para que yo encuentre qué debo aplicar a cada personaje.
Conocerme más a mí misma me ayuda saber cómo abordar más fácilmente algo ajeno a mí. Si tiras siempre de método puede ser un camino más largo y tortuoso. La experiencia me ha permitido descubrir el camino más crítico y más corto, y a veces es metódico y a veces es rebelde.
¿Qué supone mayor trabajo mental, estudiar filosofía o preparar e interpretar un papel?
Depende desde donde interpretes el personaje. La filosofía es una disciplina mental que te obliga a dudar continuamente y a ampliar horizontes desde la duda, pero es estrictamente mental.
La interpretación, como te coloques en un sitio para componer el personaje dañino, de juicios de lo que estás haciendo, puede ser fatal. Se convierte en una verdadera tortura. A todos los actores nos ha pasado alguna vez. No sabes qué estás haciendo, y te desdoblas entre lo que crees que debes hacer y lo que tu cuerpo —que aún no está preparado— hace. Porque, en realidad, la interpretación la lleva el cuerpo, no la mente. La mente es palabra vacía, así que, si no trabajas desde el juego, a la manera inglesa, puedes llegar a acabar un poco loca, disociada [ríe].
¿Cómo se aprende a salir y a entrar de los personajes y las historias que interpretas? Entiendo que es fundamental, sobre todo cuando, como en tu caso, mayoritariamente participas en dramas.
Se aprende con la edad, y va evolucionando. No hay que tomarse nada muy personalmente. Al final va a depender de la idea que tengas del «yo».
¿En tu caso?
Tengo una idea muy desdibujadadel «yo», y por eso entro y salgo con muchísima facilidad.
Ni siquiera sé a qué llamo «yo» muy bien, y cada vez fluctúa más, así que no me es muy complicado. Tengo como una casita interna bastante pequeñita e intocable, o eso espero [ríe].
Consuelo Trujillo, una de tus maestras, dijo en una entrevista que su metodología como maestra de actores pasa, en primer lugar, por enseñaros a inclinaros ante el arte, a bajar la cabeza ante él, porque el teatro es más grande que vosotros.
Sí, es más grande que nuestro yo pequeñito. Ella nos enseñó ese punto de partida, que en realidad es una actitud ante el arte y la vida de humildad, de bajar la cabeza, de no creerte grande y de darlo todo. Consuelo es como una madre, como una buena madre.
La Grecia Clásica vio nacer casi al mismo tiempo el teatro y la filosofía. Como entendida en ambas, ¿cuál crees que ha planteado más preguntas y ha suministrado más respuestas al hombre?
Parece que van por caminos divergentes, y sin embargo las preguntas y las respuestas son las mismas. Y todas ellas las formuló Kant. Quién soy, qué es el hombre, de dónde venimos, a dónde vamos… Es verdad que empezó en Grecia, pero él lo formuló como nadie. Si lees los textos de Kant y de Hume lo encuentras todo. Amo la filosofía porque me parece que es una disciplina que te ordena la mente y las emociones.
Y esta base filosófica, ¿te ha facilitado la vida como actriz?
Claro. Me ha ayudado mucho a ordenar, a ver entre líneas, a ver todas las posibles derivaciones, a hacer un análisis de texto así [chasca los dedos].
Federico García Lorca dijo que un pueblo que no cuida su teatro está moribundo.
Aquí tiene que haber un doble acuerdo. El público no sólo tiene que querer aprender, también tiene que aprender a recibir. El problema está en la gente que cree que lo sabe todo, o que es adicta a las tecnologías —cada vez hay más— y se queda horas haciendo el circuito de Facebook, Twitter, WhatsApp, Youtube, sin ir más allá.
Tengo la teoría de que la ciberadicción va a traer muchísimas desgracias a la humanidad.
Pinta mal…
¿Verdad que sí? Me parece importante que el ser humano salga de sí, de su casa, de su cueva. He visto «cosas que no creeríais» [ríe] de rutinas adquiridas por adolescentes, por críos pequeños… Están configurando su cerebro de una manera que no está para recibir nada de teatro [ríe]. Cuida tu corazón, cuida tu vida… Yo a mis hijos, por ejemplo, les he enseñado a aprender a aburrirse desde pequeñitos.
De todas formas, y volviendo al teatro, hay gente muy talentosa en la profesión que está consiguiendo un público importante. Todo lo que está pasando en El Pavón Teatro Kamikaze en Madrid con Miguel del Arco y Pablo Messiez, o en La Abadía, con José Luís Gómez…
Sí, pero parece que la burbuja del teatro alternativo, de las salas off [2], también ha pinchado. La Pensión de las Pulgas, por ejemplo, cerró al finalizar la temporada en 2016. Una de las últimas obras en representarse, por cierto, fue El tiempo y los Conway, en la que te dirigía Adolfo del Río Obregón.
Sí, en la Pensión representé tres obras, Lo último que quiero —de un asturiano maravilloso que se llama Sergio Martínez Vila y que, ya es muy grande, pero lo será más—, Veneno para ratones, de Alberto Fernández Prados y El tiempo y los Conway, con Adolfo del Río Obregón.
La Pensión es un espacio alternativo y eso es una gozada porque José Martret es maravilloso. Cuida a su gente, a su espacio… pero cumplió un ciclo con MacBeth y se cerró. Más no se podía sostener, no daba para tanto, pero fue una experiencia maravillosa. Todo tiene sus tiempos.
¿Dónde te sientes más actriz, en el cine, alcanzando el momento que atrapa la cámara, o en el teatro, donde construyes día a día tu personaje sobre las tablas?
No hago distinción en este sentido. Yo me siento actriz cuando todo fluye y parece que no hay esfuerzo, cuando das la sensación de que lo que haces es fácil, y eso puede suceder de igual manera en el teatro —aunque hay funciones más complicadas, en las que tienes que tirar de oficio, de mirada del otro— y en el cine, en el que a veces vas al filo, no hay tiempo, no hay otra toma. Porque el cine, a veces, es muy atropellado. Eso es algo que a todos los actores nos enferma.
¿Las prisas?
Sí, sobre todo cuando se ha invertido un montón de tiempo en iluminar un mantel, y luego nos piden que la secuencia central de la película se ruede en toma única, el último día, y a toda prisa.
En el teatro es tan diferente como que el personaje nunca deja de evolucionar desde la primera función, ¿no?
Evoluciona, claro. Nunca es igual porque está vivo. Al haber tiempo hay vida y espacio, eso decía Einstein. ¿Has visto Noises Off!, de Peter Bogdanovich?
No.
Aquí se llamó ¡Qué ruina de función! La tienes que ver, apúntatela porque te partirás de risa. Recoge precisamente cómo durante una función de teatro todo puede derivar hacia el desastre absoluto [ríe].
Normalmente las cosas evolucionan hacia lo mejor y lo fácil, pero el peligro está en confiarse y no escuchar. Entonces vas a piñón fijo y la obra deja de estar viva, o pones demasiado y caes en la sobreactuación. Siempre estás al filo del momento…
¿Más aún cuando te la juegas tú sola sobre el escenario no? Cuéntame cosas de La Colombine.
Es un monólogo que estrenamos en octubre sobre una mujer maravillosa que lo fue todo en España. Carmen de Burgos fue de las primeras mujeres españolas que se divorció, traductora de Giacomo Leopardi, corresponsal en la Guerra de Melilla, amiga de todas las sufragistas… pero murió y el franquismo la borró de los mapas. No existía Carmen de Burgos.
Es un texto complicado —estoy acostumbrada a trabajar con el otro, no sola—, pero muy gratificante. Me dirige Juan Francisco Viruega, con el que ya había trabajado con anterioridad y la verdad es que es un genio. Es un honor ser su amiga, y que me considere para hacer sus personajes porque Juan Fran es la belleza rodando. Es clásico, y en la luz mide el cuadro como si fuera Malick. Yo siempre digo que es «el Malick de Almería».
Eres muy racional, pero puede pasar. ¿Eres supersticiosa?
No, sólo me dan miedo mis propios pensamientos. Pero son inofensivos, son sólo pensamientos, no acciones [ríe].
Has trabajado en el primer largometraje de varios directores —Jesús Ponce, 15 días contigo o Jaume Balagueró, Los sin nombre—. ¿Cómo es la experiencia?
El primer día de rodaje de Los sin nombre Balagueró me dijo: «Yo soy forense, y de Lérida…»
Muy tranquilizador…
Sí… [ríe] Es un personaje adorable. En ese rodaje el problema era que tenía al lado a Emma Vilarasau, que es «Dios dos» para mí, y no me planteé nada más [ríe]. Lo único que hacía era mirarla a ella, observarla, y aprendí más en una noche de rodaje con ella que en dos años de escuela. No sabes cómo es esa mujer. Entra la emoción sola, sale sola, no la fuerza, todo fluye… aprendí muchísimo.
Y con Jesús fue todo maravilloso porque además tenía un muy buen equipo. Se rodeó del ambiente que quiso, y fue muy fácil. A mi segundo hijo lo estuve amamantando durante toda la película. Acababa de nacer y entre toma y toma… Creo que la película salió tan bien precisamente porque yo no estaba obsesionada mentalmente con el rodaje. Estaba más preocupada por mi hijo, con mi cuerpo disponible, generosa. Quien ve la película dos veces, lo ve, lo nota [ríe].
Con las películas de Jesús pasa una cosa. Pese a lo coyuntural de sus argumentos en el momento del rodaje, se mantienen tristemente de plena actualidad. El paro juvenil —Déjate caer, 2007— o la dependencia de la tercera edad —Todo saldrá bien, 2015—, por ejemplo.
Él va por delante inconscientemente. Habla antes de tiempo de lo que tiene que hablar. Se anticipa siempre, y además tiene un ojo para escribir diálogos, que ya quisiera Berlanga. De hecho, uno de los mejores recuerdos que tengo de mi profesión es del día que nos encontramos en un festival con Rafael Azcona, y nos dijo: «He disfrutado como nunca con estos diálogos».
Se refería a los diálogos de 15 días contigo…
Sí.
Dices de él que es el director que es capaz de verte, de confiar en ti. ¿Cómo y dónde comienza vuestra historia?
¡Fue todo muy casual! En un avión camino a Chile para hacer de jurado en un festival, coincidí con otra chica a la que también había invitado la organización. La bonita y purita casualidad hizo que fuera la directora de la Filmoteca de Córdoba. Nos llevamos súper bien, y al poco tiempo me propuso dar un curso de interpretación en Adra. El cámara que me mandaron para grabar el curso fue Jesús, que en ese momento estaba trabajando de montador mientras acababa la carrera. Cuatro o cinco años después llegó 15 días contigo…
Otra de las cosas fascinantes del cine de Jesús es su capacidad para retratar la tragedia de la cotidianeidad sin asfixiar al espectador, permitiéndole sonreír y enamorarse de sus personajes.
Sí, él ha visto tanto cine clásico, que sigue ese modelo de no asfixiar de manera muy natural.
Que el personaje de Darío Paso en Déjate Caer, por ejemplo, tenga ataques que le puedan matar, literalmente, de la risa, me parece maravilloso.
Además es que él lo hizo de tal manera que yo creía que se moría de verdad [ríe]. Estaba todo rojo… Darío es otra persona maravillosa. Otro actorazo, que se convertirá en un gran director si sigue así. Es sobrino-nieto de Jardiel Poncela, así que de casta le viene al galgo.
A ti Jesús Ponce te regaló ese maravilloso personaje de Isabel en 15 días contigo del que ya hemos hablado, que recibió críticas excelentes, incluso, de Carlos Boyero [3]. ¿Cómo es tu relación con este sector del cine?
Leo las críticas, les respeto, pero procuro no hacer mucho caso, para bien y para mal. Hombre, si dicen que estoy horrorosa, puedo pasar una mala noche, pero al día siguiente se me olvida.
Fotogramas te calificó en ese momento como «la actriz selecta e indie por excelencia del cine español».
Pues fíjate. También lo dijo de Silke, y mira dónde está Silke. Más mona, ella. La vi hace poco y me dijo que tenía una tienda en Ibiza, que no soportaba esto [ríe].
Me parece bien, porque la verdad es que la crítica siempre me ha tratado súper bien, pero lo que digan los demás es lo que dicen los demás, que se hagan cargo de sus palabras. Yo me hago cargo de las mías.
Culminas el año 2006 con la nominación al Goya a Mejor Actriz Revelación. Ganó Micaela Nevárez por Princesas. ¿Qué es más fácil, ganar un Goya o encontrar un buen representante?
Yo ahora no tengo repre y estoy mucho mejor. Es complicado encontrar a alguien que confíe en ti directamente, no en ti como sustituta de Emma Suárez. Es verdad que me llegan menos cosas y no tengo acceso a la tele —porque son los representantes los que te ponen en contacto con los directores de casting—, pero a cambio estoy más tranquila.
¿Qué queda de experimental hoy en día en el cine? ¿Lo encontramos tal vez más en el mundo del cortometraje?
Sí, tal vez. Es que como la cosa está tan malita y tan «apretá», no hay mucha cabida para la experimentación. Tienes que ir con las cosas bastante cerradas, y casi siempre se rueda por montaje. El digital ha quitado costes, pero luego se tarda un montón en montar el set, tanto como cuando era emulsión. Pero sí, tal vez en el mundo del cortometraje haya más posibilidades en ese sentido.
Por cierto, sabes que el corto Leica Story (Raúl Mancilla), en el que interpretas a Orosia, fue el Mejor Corto Rural en Luna de Cortos —Veguellina del Órbigo— de este año?
Sí, mandé a mi hermano a recogerlo porque yo no llegaba a tiempo, pero sí. ¡Este mundo es un pañuelo!
Haces una vez más —como en 15 días contigo, Todo saldrá bien, El aprovechamiento industrial de los cadáveres…— de andaluza.
Me daba mucho miedo que pensaran que me burlaba de ellos, que al ver a una actriz del norte diciendo «quillo» pensaran que era una burla. Tenía que bordarlo, así que me tiré a la piscina y me quité las tonterías de golpe. Lo tenía que hacer porque era de las pocas cosas que Jesús tenía clarísimo. Esta historia tenía que ser con acento andaluz verosímil. Y lo hice.
Hablando de acentos, he notado que alguna vez todavía se te escapa algún laísmo [risas].
Sí, y sobre todo el acento cantarín. Paso un tiempo en León y vuelvo cantando cuando me suelto y pregunto «¿Viniste?». Lo mantengo y además, lo hago con orgullo.
¿Consideras a León home?
Sí. Vivo en Madrid desde hace muchos años, pero León sigue siendo mi casa. Hay sitios donde llegas, respiras [inspira hondo], y te sientes bien, te sientes en casa.
[1] El Mito de Sísifo habla de lo absurdo de una existencia condenada a repetir el mismo círculo vicioso eternamente sin reparar en otras cosas.
[2] Se entiende por «teatro off» o «teatro alternativo» aquel que no se sitúa (ni física ni textualmente) dentro de lo que se conoce como el circuito comercial de teatro convencional.
[3] Carlos Boyero calificó la cinta como «lírica, bronca y admirable ópera prima de Jesús Ponce».
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